Si lo miras bien el género del Oeste no deja de ser una crónica de sucesos muy parecido a lo ocurrido en esa aldea de Orense donde unos paisanos mataron a un ciudadano holandés por un quítame ahí esos derechos comunales. Gente más o menos aislada de los núcleos urbanos donde impera la ley, gente que se rige por códigos supuestamente consuetudinarios que la mayoría acepta sí o sí para no tener problemas con aquellos que ejercen el poder de hecho, generalmente a las bravas. Porque pueden, luego ya te salen que porque ellos estaban antes y todo al que venga después no le queda otra que someterse a los caprichos de los primeros, o porque los ganaderos tienen más derechos que los ovejeros según la costumbre y al que no le guste que desenfunde antes si tiene lo que hay que tener. De modo que eso que aquí llamamos crónica negra de la España Profunda no es otra cosa que nuestro Wester de andar por caso, vamos, que lo de Puerto Hurraco es nuestro O.K Corral y para de contar. Pero claro, como nos pilla aquí al lado, como nos es contemporáneo, no le vemos la épica que tenían las películas de vaqueros por ninguna parte. Más bien todo lo contrario, tendemos a observar la crónica negra que sucede en el agro como si fuera algo todavía mucho más sórdido y cruel que la que ocurre a diario en las ciudades de cualquier tamaño, todo nos suena a Pascual Duarte. Nos pasa eso porque no podemos evitar echar mano del prejuicio cuando observamos las cosas del campo. Si matan a alguien en una aldea nunca es producto de un simple calentón del paisano de turno, el cual por cierto siempre imaginaremos un pedazo de bestia intratable, un ogro en estado puro, al contrario de ese otro que mata a tiros a un agente de la ley durante el atraco a un banco, ese con todo siempre un ser civilizado No nos conformamos con achacar el móvil de un atraco o de un asesinato a los pecados al uso en el ser humano, envidia, codicia, celos, odio; no, siempre tiene que haber algo más por detrás, algo que sólo pasa ahí, en el campo, algo que por suceder donde sucede siempre se nos hace más inexplicable porque para los urbanitas las disputas por unas lindes, unos metros de monte o el usufructo de un manantial o de un prado, son cosas como de otra época, cosas de película de vaqueros. Y por eso mismo, porque viviendo como vivimos de espaldas al mundo de nuestros mayores y sus códigos y valores ancestrales o algo así, los de la mayoría de nosotros hijos o nietos de gente que dejó el arado en su momento, cuando oímos hablar de holandeses asesinados en manos de unos gañanes tras haber sufrido el acoso de estos durante mucho tiempo, por no hablar de ese otro suceso ocurrido en Asturias hace un par de años en el que un anciano mat`o a tiros a un padre y a su hijo harto de advertirles que dejaran de cruzar el prado de delante de su casa para acceder a la finca que estos tenían al lado, nos echamos las manos a la cabeza presos de la incredulidad, "¡qué bestias, qué bestias". Sí, por supuesto, aunque me temo que no mucho más que el que te pega un navajazo por un no me mires así que no respondo o los ultras esos del fútbol que le dan una paliza a otro con sus bates de béisbol y luego lo tiran al río. Se ve que la categoría de la bestialidad de turno depende mucho, o en esencia, del escenario, que lo que en pantalla queda de un molón que te cagas, y eso sin que ni siquiera tenga que ser un wester, que a ver quién no ha disfrutado lo suyo con Perros de Paja del Peckinpah y hasta deseado que se cargaran de una vez por todas al plasta del Dustin Hoffman, luego ya en la crónica de sucesos, a poco que la cosa huela a heno, purín o por el estilo, ya como que escandaliza más que lo que vemos a diario en nuestras calles.
jueves, 4 de diciembre de 2014
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