miércoles, 14 de marzo de 2012
AÑOS LENTOS
Como ya hasta me da una pereza terrible hacer comentarios de los libros que me han gustado, que me digo que para qué, cuánta soberbia en eso de recomendar al prójimo aquello con lo que tú has disfrutado, consideras imprescindible para tener tal o cual perspectiva, incluso para descubrir algo o nuevo o disfrutar simplemente de una genialidad, pues que cada vez guardo más de ellos sin hacer reseña alguna. Sin embargo, en el caso de los AÑOS LENTOS, como se ajusta al dedillo al tipo de los que comentaba arriba, y en parte también porque no podía resistirme a hacer un comentario al autor aprovechando el feisbuk de las narices, pues que me he dicho, venga, comentario al blog y ya si eso lo amplías un poco, o no.
El libro no deja indiferente porque después de leer todo lo suyo, un Aramburu ya hace tiempo que es garantía de que vas a leer algo no solo muy bien escrito, sino también, o sobre todo, divertido, con un sentido del humor muy, pero que muy identificable y la imprescindible maestría narrativa, llámese también olfato literario, que hace que hasta un tocho como Viaje con Clara por Alemania resulte entretenido a pesar de estar confeccionado única y exclusivamente de ocurrencias y trivialidades varías. Está claro que, como Aramburu es un escritor de raza, a poco que se ponga se le va la mano a la tecla y te puede plantar un libraco tamaño ladrillo, al cual, por otra parte, sería muy difícil meter la tijera porque hasta la anécdota más o menos insustancial o prescindible constituye un ejemplo de estilo aramburuniano o como se pueda o deba llamar a la cosa.
Y como parece que con la maravillosa Fuegos de Limón y la novela anteriormente citada ya tenemos bastante ejemplos de "tochología aranburuniana", de atracón para ser exactos, y a saber si convencido el autor, ya de una vez, que lo breve si bueno dos veces bueno y si encima te sale algo como El Trompetista de Utopía, mejor que mejor, la novela que nos ocupa tiene vocación de corta aunque para ello haya tenido que hacer el imprescindible ejercicio de criba y concisión, amén de recurrir a una artimaña estilística que no es otra que el recurso a los apuntes de notas, de campo, por decirlo de algún modo, de los Años Lentos. De ese modo, mostrándonos unas supuestas notas para la redacción de la historia que nos está contando, el autor no sólo se ahorra desarrollar situaciones o personajes que podrían alargar la novela hasta el infinito, sino que además las convierte en una excusa para dejar huella de su talento literario. En esas notas se barrunta el desarrollo de la historia, se dice más de lo que parece porque es el propio autor, y no la historia, el que lleva de la mano al lector adonde quiere, y por si fuera poco, hasta se permite el lujo de hacer metaliteratura en una novela de su tamaño, una gozada en cualquier caso. Ahora bien, en la página 163 el autor se nos descuelga con un "Entiendo que con Victoriano Aseguinolaza ya estará suficientemente tratada la implicación de los curas vascos en las maquinaciones del nacionalismo". De acuerdo, sí que lo están, ¿pero eso no lo tenía que haber deducido yo mismo como lector, o es que el autor temía que al hilo de la historia pudiera llegar a una conclusión distinta a la tesis que revela, confiesa, con esta nota, algo así como que lo que se deduce del personaje del cura es la implicación de un determinado nacionalismo clerical, popular, antesala del radicalismo venidero? Aramburu asegura, a saber si solo de coña o con algo de despecho, que lo hizo por tocar un poco las pelotas al lector por si se le había despistado con el hilo conductor de la novela; vamos, por si todavía no tenía claro de qué iba la cosa, a quién quería dar caña sobre todas las cosas.
Me parece bien, qué coño, un guiño como otro cualquiera que a mi juicio le aporta un toque más de originalidad, a saber cuánto también de striptis narrativo, que tampoco desdice en nada la conclusión que todo hijo de vecino con dos dedos de frente y el corazón en su sitio debería sacar como mínimo, la de que esta historia del primo Julen no es sino el enésimo ejemplo de la anulación del individuo por medio de la sumisión a los mitos y ritos de la tribu. Que luego el autor quiera subrayar que a eso es lo que lleva el nacionalismo en esencia, pues sí, desde luego, como tantas ideologías cuando uno no le da por pensar por sí mismo, cuando relegas esa actividad esencial para tu evolución personal en manos de terceros. A mí, en cambio, la historia se me hace más representativa del comportamiento humano en su versión gregaria antes que en respuesta a una circunstancia histórica concreta, que ya digo que también, lo cual, en todo caso, es lo que universaliza la novela como todas que partiento de lo particular también es una pieza para completar el puzzle infinito e incompleto del comportamiento urbano. Menos mal, que debajo y por encima tanta grandilocuencia antropológica, o simplemente ideológica, de toda la reflexión que hay acerca de una época, los "años lentos" de la dictadura, en la que todo parecía ralentizado, hay una historia que, además de sobrecoger en su desenlace, también está primorosa contada y sobre todo, insisto hasta la saciedad, amena e incluso desternillante por momentos, poco importa que algunos de ellos pertenezcan al género delicioso de la "sinsorgada" padre como aquel en el que se trata de las características fálicas de los Ezeizabarrena...
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