Llevo a mi hijo de cinco añicos a su clase de ingles. Esperamos a la entrada de la academia a que sea la hora de entrar. En eso que me doy cuenta de que una de las paredes de azulejos de la fachada calienta más de normal porque probablemente haya un radiador al otro lado. Le digo al canijo que toque para que note el calor. Toca, y entonces, sin decir media palabra, sale disparado en dirección a casa. Corro detrás de él a grito pelado.
-¿Qué pasa Mk, por qué sales corriendo, de qué tienes miedo?
-¡Que me dejes, no quiero, no quiero!
-¿No quieres ir a clase, no quieres ver las marionetas?
-¡NOOOOO!
Al final consigo alcanzarlo, prácticamente a la altura de nuestro portal. No quiere darse la vuelta por las buenas, de modo que tengo que llevarlo a rastras hasta la academia, agarrarlo de los dos brazos mientras patalea como un cochino jabalí e intenta soltarme alguna que otra dentellada. Así hasta que abren la puerta, salen los alumnos de la hora anterior, y por fin puedo entregarlo a la profesora; allá se las componga con él, que para eso le pagamos una hora a la semana... En fin, un alivio. Luego me doy la vuelta y le comentó la jugada a su madre nada más entrar en casa.
-Eso es que no conoces a tu hijo.
-No, claro que no, tengo hechos los años justos de psicología infantil, vamos, ninguno.
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