Ahí se han ido cinco latas de cerveza Alhambra. Sólo un inveterado libador de lúpulo como un servidor puede saber el comezón que se siente cuando se ve obligado a verter en un perolo con fines exclusivamente culinarios el maravilloso líquido dorado que tanto placer le ha aportado a lo largo de su vida, cuando no una de las pocas razones por las que seguir viviendo, aparte, claro está, de la familia, los amigos, la última temporada de Breaking Bad y bla, bla, bla. Pero es que está tan rico el pollo a la cerveza con su cebollita pochada, su zanahoria picada, sus patatinas, las casi dos bandejas de champiñones que le he echado porque al mayor le encantan esas setas ya tan poco valoradas, como que fijo que le cae esta semana para cenar un revuelto de champis como los que me hacía mi señora madre de crío. En fin, todo por una buena causa, la cual en cuanto llegue mi señora y se siente a la mesa será debidamente regada con las latas que sobrevivieron al sacrificio. Ahora bien, estaba cubriendo el guiso con la última cerveza y casi, casi me han dado ganas de coger el perolo de las asas con las dos manos y bebérmelo todo hasta la última gota antes de que empezara a hervir. Pero no, llámalo sentido de la responsabilidad o lo que sea, no he caído en la tentación, y me siento un mierda.
jueves, 30 de enero de 2014
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