Ruido, ruido, mucho ruido por doquier. En la cafetería de todas las mañanas la televisión siempre está a todo volumen, eso incluso cuando nos encontramos únicamente la camarera y un servidor, será para no oírme por si le suelto algún improperio o a saber. De ese modo, resulta imposible desayunar mientras lees el periódico y que no se te cuele el Marhuenda o la Beni en mitad de una noticia o de un artículo, lo cual, evidentemente, hace que se dispare la dosis de crispación que se le pone a uno a diario mientras traga la actualidad en crudo. Pero si toca fin de semana todavía es peor, entonces nadie te libra de desayunar entre el ruido de los motores de la fórmula uno y los correspondientes hurras de la clientela a su paisano Alonso. Y eso si no bajas tarde y tienen sintonizada alguna de esas cadenas que vomitan una mierda sonora que llaman música tipo Cadena100 o INTV, una cosa espeluznante, de echarse a temblar, cualquiera diría que las ponen para espantar a la clientela, siquiera para que nos demos prisa apurando lo que tenemos entre manos y a otra cosa mariposa.
De modo que hay ruido a otras horas, que es imposible disfrutar de la lectura de la prensa en silencio tal y como era la costumbre en las cafeterías de gran solera de los centros urbanos (aquí me resulta inevitable acordarme de una de esas que había en Bilbao al lado de el Arriaga y que era parada obligada cada vez que uno bajaba a la capital vizcaína, la cual cerró durante un tiempo y al ser reabierta por sus nuevos dueños parece que ha acabado convertida en un afterhour o cualquier otro remedo del infierno aquí sobre la tierra, una verdadera infamia). Pero bueno, estamos en España y sabemos que si algo caracteriza los lugares públicos de este país es el "horror vacui" sonoro, es decir, "¡sube el volumen, Manolo, que he visto a dos clientes contándose cosas, hablando de vete a saber qué!". Estaría bueno, si quieren comunicarse que lo hagan como los mandriles en la selva, a gritos.
Es lo que hay, o te resignas o te tomas el café en casa, y no, no es lo mismo leer la prensa con el pequeño subido a la grupa, el mayor haciendo pucheros para que le compres a saber qué o tu pareja consultándote la agenda de la semana para luego hacer lo que a ella le venga en gana, no es lo mismo, no. De modo que, por mucha grima que te dé el Marhuenda de las narices, acabas tomándote el café donde siempre, en mi barrio al menos no hay otro sitio más amplio donde tomárselo y tampoco mejor puesto, con espumita y una galletita ambas deliciosas. No obstante, todo tiene un límite, y si una cosa es resignarse a hacer acopio de paciencia sonora con la tele del local y otra tener que aguantar a una cuadrilla de soplapollas en la mesa de al lado escuchando música en su móvil a todo volumen. Así tal cual, como si estuvieran en el salón de su casa, como si los demás estuviéramos obligados a disfrutar de sus gustos musicales a la fuerza, como si la vida fuera una verbena continua y ellos unos figuras. Y mira que lo que vomitaba su puto móvil no estaba mal en principio, que a mí el Camarón me encanta, que le tengo sacada punta al CD de La Leyenda del Tiempo de tanto escucharlo, claro que ya no tanto el resto de alegres lolailos a lo Estopa y otros cuyo nombre ni sé ni voy a saber nunca. Pero, precisamente por eso, porque tengo a Camarón entre mis gustos musicales, en realidad porque una de las cosas que más me gustan en la vida, para lo que creo que merece la pena vivirla incluso, es la música, no puedo soportar escucharlo de un modo tan cutre, distorsionado y hasta sacrílego, como a través de un miserable móvil de última generación o de lo que sea. Así que no cabe duda, a los cuatro soplapollas maleducados la música se la traía al pairo, a ellos lo que les molaba era el ruido, que no tenían suficiente con el propio de la cafetería, acaso que no era de su gusto, y tenían que producir el suyo propio, si bien no para su consumo exclusivo, sino también para los que estábamos a su vera en ese momento, unos filántropos. Y no les vayas a decir nada -y no sólo porque uno tendrá toda la mala hostia que quieras, pero cuatro maromos con greñas y tatuajes, cuatro astur-macarras como la copa de un pino, pues muy inconsciente tengo que ser, más bien tengo que estar achispado, como para darme de hostias con los cuatro, que uno ya tiene una edad...-, que entonces ya sabes, el raro eres tú, que te crees que estás sólo en el mundo, que no te gusta la música, que eres un estirado de cuidado, el señorito que no aguanta la alegría del prójimo, que no sabe vivir en sociedad. Ellos sí, son de un natural que te cagas, gente sana a rabiar, mírales que arte, olé, olé, olé, lo mismo en una cafetería que a bordo de su coche con los bafles a tope por la ciudad o lo que les pete, ellos sí que saben, olé, olé y olé.
De modo que hay ruido a otras horas, que es imposible disfrutar de la lectura de la prensa en silencio tal y como era la costumbre en las cafeterías de gran solera de los centros urbanos (aquí me resulta inevitable acordarme de una de esas que había en Bilbao al lado de el Arriaga y que era parada obligada cada vez que uno bajaba a la capital vizcaína, la cual cerró durante un tiempo y al ser reabierta por sus nuevos dueños parece que ha acabado convertida en un afterhour o cualquier otro remedo del infierno aquí sobre la tierra, una verdadera infamia). Pero bueno, estamos en España y sabemos que si algo caracteriza los lugares públicos de este país es el "horror vacui" sonoro, es decir, "¡sube el volumen, Manolo, que he visto a dos clientes contándose cosas, hablando de vete a saber qué!". Estaría bueno, si quieren comunicarse que lo hagan como los mandriles en la selva, a gritos.
Es lo que hay, o te resignas o te tomas el café en casa, y no, no es lo mismo leer la prensa con el pequeño subido a la grupa, el mayor haciendo pucheros para que le compres a saber qué o tu pareja consultándote la agenda de la semana para luego hacer lo que a ella le venga en gana, no es lo mismo, no. De modo que, por mucha grima que te dé el Marhuenda de las narices, acabas tomándote el café donde siempre, en mi barrio al menos no hay otro sitio más amplio donde tomárselo y tampoco mejor puesto, con espumita y una galletita ambas deliciosas. No obstante, todo tiene un límite, y si una cosa es resignarse a hacer acopio de paciencia sonora con la tele del local y otra tener que aguantar a una cuadrilla de soplapollas en la mesa de al lado escuchando música en su móvil a todo volumen. Así tal cual, como si estuvieran en el salón de su casa, como si los demás estuviéramos obligados a disfrutar de sus gustos musicales a la fuerza, como si la vida fuera una verbena continua y ellos unos figuras. Y mira que lo que vomitaba su puto móvil no estaba mal en principio, que a mí el Camarón me encanta, que le tengo sacada punta al CD de La Leyenda del Tiempo de tanto escucharlo, claro que ya no tanto el resto de alegres lolailos a lo Estopa y otros cuyo nombre ni sé ni voy a saber nunca. Pero, precisamente por eso, porque tengo a Camarón entre mis gustos musicales, en realidad porque una de las cosas que más me gustan en la vida, para lo que creo que merece la pena vivirla incluso, es la música, no puedo soportar escucharlo de un modo tan cutre, distorsionado y hasta sacrílego, como a través de un miserable móvil de última generación o de lo que sea. Así que no cabe duda, a los cuatro soplapollas maleducados la música se la traía al pairo, a ellos lo que les molaba era el ruido, que no tenían suficiente con el propio de la cafetería, acaso que no era de su gusto, y tenían que producir el suyo propio, si bien no para su consumo exclusivo, sino también para los que estábamos a su vera en ese momento, unos filántropos. Y no les vayas a decir nada -y no sólo porque uno tendrá toda la mala hostia que quieras, pero cuatro maromos con greñas y tatuajes, cuatro astur-macarras como la copa de un pino, pues muy inconsciente tengo que ser, más bien tengo que estar achispado, como para darme de hostias con los cuatro, que uno ya tiene una edad...-, que entonces ya sabes, el raro eres tú, que te crees que estás sólo en el mundo, que no te gusta la música, que eres un estirado de cuidado, el señorito que no aguanta la alegría del prójimo, que no sabe vivir en sociedad. Ellos sí, son de un natural que te cagas, gente sana a rabiar, mírales que arte, olé, olé, olé, lo mismo en una cafetería que a bordo de su coche con los bafles a tope por la ciudad o lo que les pete, ellos sí que saben, olé, olé y olé.
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