sábado, 30 de agosto de 2014

TARDES DE IKEA



Estoy pasando la tarde en el Ikea de Oviedo. Sí, acojonante, todavía me cuesta entender cómo he podido acabar aquí, sólo sé que apenas hace unas horas antes me encontraba con mi familia comiendo en un chigre de Colloto, que íbamos ya por la cuarta botella de sidra y recién habíamos pedido de postre una ración de queso de La Peral, cuando de repente:

-¿Vamos al Ikea?
-¡Sí hombre, por mis cojones treinta y tres!
-¿Qué has dicho?
-¿No estarás hablando en serio, no pretenderás que pasemos la tarde del viernes en el puto Ikea?
-Nunca vamos y llevo tiempo queriendo comprar una mesa de estudio para el mayor. Siempre pones pegas, siempre tienes que hacer algo, siempre te quejas por todo, siempre te escaqueas y siempre también acabo teniendo que ir con mi madre.
-¿Y no puedes ir con tu madre otra vez.
-¿Te imaginas que fuera al revés?
-¿El qué, que tú te quedaras en casa y que yo tuviera que ir con tu madre al Ikea? Pues la verdad...
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-Venga, vamos, pues.

Total, que estoy hecho polvo de dar tumbos de un extremo a otro de la nave nodriza en la que ahora me encuentro, que me he perdido nada más entrar del cebollón asidrado que llevaba encima, que no me he tumbado en una de las camas de la exposición a echar la siesta de puro milagro, que... Un suplicio. Y no hemos comprado nada, claro. No porque justo antes de llegar a la caja dice ella que mejor otro día, que también estaba hecha polvo, como para ponerse a cargar cajas, digo yo que como para ponerme a mí a cargarlas. Así que guarda el papel donde había tomado nota de los artículos que tenía previsto llevarse -ya vendrá a por ellos otro día... con su madre-, y nos vamos a la cafetería para que los niños tomen un perrito caliente, que no han merendado y, oye, poco más que los regalan, reclamo, reclamo. 

Aquí estamos, están, los críos y un montón de gente echando la tarde con un perrito entre las manos a tope de salsa de mostaza y ketchup y un mini combo de patatas fritas. Un perrito flácido y alargado que poco o nada tiene que ver con aquellos que comía de crío por estas mismas fechas de estío cuando volvíamos de pasar la tarde en el pantano de Ullibarri y mis padres paraban en la cervecería de la Duna en Betoño a tomar unas jarras mientras los chiquillos devorábamos el correspondiente perrito y unos cacahuetes. Claro que si hago memoria, si me pongo cronista de lo mío, recuerdo que aquellos perritos eran más bien tirando a gruesos y nervudos como..., tanto o más que las jarras de cerveza que trasegaban los mayores o los pollos asados que eran la especialidad de ese y otros merenderos. Sí, merienda de tarde de verano tras tomar el baño en el pantano y poner las chichas al sol, merienda al aire libre mecidos por la suave brisa del atardecer de un agosto vitoriano, bajo la sombra de unas parras incluso -si bien me temo que eso era en la Zuyana, la cervecería de enfrente; pero bueno, si hay que mezclar se mezcla...-. Sea como fuere, miro a mi alrededor y no puedo evitar la sensación de detrimento espiritual y estético que me rodea. Parejas, principalmente de coetáneos, merendando perritos flácidos y vasos de plástico de coca-cola, o de lo que sea con gas y mucho cubitos de hielo, en un mega-almacén de muebles, sobre un ceniciento suelo de hormigón y bajo lámparas policromas de láminas de elastómero -por decir algo- con la etiqueta del precio colgando sobre el mini-combo de patatas fritas con su salsa de ketchup. No es que cualquier tiempo pasado fuera mejor por principio, no es que me esté haciendo viejo y la nostalgia empiece ocupar la mayoría de mis pensamientos a poco que me descuide, que me pille a desmano y no te digo ya a disgusto, ni siquiera que sea un amante de lo vintage por puro snobismo; no, o al menos no tanto como pareciera, es que comparando estas tardes de verano con aquellas al aire libre y bajo las parras yo ya no sé si merece la pena el verano, seguir viviendo incluso. Eso o que exagero mucho, como de costumbre.

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