jueves, 5 de mayo de 2011
PIRATAS
De pequeño me apasionaba la historia de Robison Crusoe, el naufrago que llegaba a una isla desierta y que ya desde el primer momento decidía hacer de tripas corazón y enfrentarse a su desamparo con todos los medios a su alcance, los cuales, todo sea dicho, no eran muchos. La historia es universal y su éxito reside probablemente en la empatía de la mayoría con el naufrago que sobrevive a su desdicha. Quién no se ha sentido alguna vez en su vida un naufrago, quién no ha acariciado la quimera de emprender una nueva vida en un lugar lo más apartado de su actual entorno con el fin de reinventarse. Crusoe lo conseguía no sin esfuerzo y el resultado, con toda su precariedad, soledad -la cual acababa mitigada por la aparición en medio de la nada oceánica de Viernes- se ha asemejado en la conciencia de millones de lectores a lo largo de los años como lo más parecido al paraíso sobre la tierra. Lo dicho, pura quimera, otra de tantas a modo de vía de escape de esta cotidianidad que tanto nos abruma y de la que soñamos con escapar al menor contratiempo.
En cualquier caso, la isla como idea siempre fue estímulo de mil y una fantasías y casi todas con el común denominador de la vida al margen de lo conocido o establecido. Si no era la isla recóndita e ignota de Crusoe, lo era la Isla Tortuga de los piratas caribeños, aquella especie de Sodoma y Gomorra con palmeras y ron en la que todo estaba permitido a golpe de sablazos, de sablazos en el sentido más literal del término, nada que ver con lo que hacen las operadoras turísticas a sus clientes en Punta Cana, Rivera Maya o por el estilo.
Dos conceptos de isla para cada momento. La de Crusoe en plan tranquilón para huir del bullicio de la civilización, del roce con el prójimo, a lo yo me lo monto en plan bricomanía. La de los piratas en Tortuga, en cambion, isla que existe ya sólo como reclamos turístico de chichinabo cerca de Haiti, como todo lo contrario, una especie de Ibiza del XVIII-XIX para todo tipo de canallas pasados de todo a los que le iba el rollo de las grandes aglomeraciones en plan desparrame total, sin más ley que la de los sables y los mosquetones, aunque luego no lo fuera tanto porque los piratas tenían montada allí su propia república con sus propias leyes y convenciones, faltaría más, que antes como ahora el negocio del corso y similares era una cosa muy sería, pregúnteselo si no a los somalíes.
En cualquier caso, el encanto de la isla no ya como un trozo de tierra aparte del continente, sino más bien como un trozo de tierra a espaldas de lo que había en el éste, lo ya conocido, lo establecido, siempre fue un acicate para la imaginación de cualquier niño, siquiera del que fui yo y el cual, durante las últimas vacaciones creí ver reencarnado en mi propio hijo mayor cuando durante toda la travesía y visita a las Cíes no dejó de preguntar por los piratas de la isla, a ver en qué parte de las islas se escondían, qué nos iban a hacer si nos capturaban, quién iba a pagar el rescate, si cabía la posibilidad de unirnos a ellos para cometer fechorías y así no tener que volver a la escuela.
Pobrecico, estaba tan excitado con su fantasía enmarcada en el paisaje agreste de las islas y el horizonte oceánico en la lejanía, que para qué le vas a explicar que hoy en día los verdaderos piratas -dejando a un lado los de la cafetería del camping de las Cíes que te cobran casi tres euros por un botellín de Estrella Galicia-, más bien están en otras partes, que ya no cometen sus fechorías tanto a bordo de barcos como de bancos, aunque eso sí, muchos de ellos todavía se siguen ocultando en islas no muy lejos de la famosa Tortuga, en el mismo mar Caribe, en las Islas Caimán, Bahamas y compañía, las cuales a efectos prácticos siguen apareciéndose en la imaginación de tantos y tantos, tantos listillos y sinvergüenzas sobre todo, como verdaderos paraísos, siquiera ya sólo fiscales.
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