miércoles, 2 de noviembre de 2011

TORTOLITO DANDO BRINCOS JUNTO A LA RÍA


No tengo ni puñetera idea de cómo se llama, ni ganas de buscarlo, pero este palacete, de la época en la que todos los señoritos de la villa querían uno historiado a modo de castillo de pega, me tiene cautivado desde hace la tira de años. Ahí a lo largo de la ría, incrustado entre edificios posteriores de dudosa modernidad, el ladrillo y las amplias terrazas a lo costa mediterránea como estandartes, el mal gusto de una arquitectura que lo único que tenía de funcional era la facilidad con la que hacían dinero sus promotores, todo un mohicano de otros tiempos más elegantes y exclusivos, más de señores arriba y servicio abajo, de otra villa en la que los límites entre sus gentes estaban perfectamente marcados a una orilla y otra, testigo de una revolución industrial casera, de la decadencia de todo lo que vino después, de este nuevo y resplandeciente renacimiento de lo que sin ser tan señorial como lo que hubo antaño, es igual de elegante, bonito, la nueva urbe cosmopolita a la sombra de la sucursal-museo de una reputada familia judeo-americana.

Además es el edificio junto al que está ese otro en el que una noche loca, es decir, de muchas copas, quise abalanzarme sobre mi actual pareja como un halcón enamorado, que te cojo, que te cojo, y ella, que es de impulsiva lo que yo de discreto, se apartó de improviso y, cómo no, fui a parar tras los setos de la entrada. Menudo hostión, como que me torcí el tobillo por enésima vez, que me tuve que poner la botella de cava de la nevera de la habitación del hotel donde estábamos alojados para ver si se me bajaba la hinchazón, y encima luego no me dejó vaciarla con la excusa, nimia de necesidad, de que ya había pimplado lo suficiente: ¿ah, sí? ¡Pues no haberte apartado, maja!

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