jueves, 4 de agosto de 2022

EN EL RECINTO INFERNAL


 

  Tarde de cielo encapotado en el recinto infernal, perdón, ferial. Tarde prometida a la muchachada de casa como todos los años antes o durante las fiestas. Los chavales siguen alucinando con las atracciones de feria como hace dos años, vamos, cuando, al menos el pequeño, todavía no tenía pelos en los huevos. El mayor es de subirse a todo lo que desafíe las leyes de la gravedad. Al canijo no lo sacas de los autos de choque porque es un segurola de cuidado, el cual, tras subirse al Ratón para acompañar a su hermano mayor, una especie de montaña rusa sin excesiva complicación, pero lo suficiente para que se le revolviera hasta el alma. Entretanto, los progenitores nos comemos los mocos esperando a que nuestros vástagos se cansen de tanto jolgorio arriba abajo, a ser posible antes de que nos revienten los tímpanos o nos dé un pampurrio, dado que hemos bajado andando desde el pueblo, y rodeando por Lasarte para no ir por la carretera, hasta Mendizabala, a las afueras de Vitoria, y en el recinto infernal de marras no hay donde sentarse a descansar un rato de la caminata.

Yo miro a mi alrededor y me entra una depresión del copón. Qué cutre me parece todo a estas alturas de mi vida. Ya no es solo que la música sea verdaderamente infernal, si bien ni más ni menos que la que se estila ahora -claro que no menos mierda que la mayoría de mi época y posteriores-, que los barraqueros parezcan todos salidos de Proyecto Hombre, eso o que estén conmutando sus penas de cárcel por el trabajo en las barracas -si es que no se trata más bien de un castigo por mal comportamiento o algo así- (venga, confesad: ¿Qué chaval no ha odiado a los barraqueros por chulos, bordes, prepotentes y... todo lo peor?), que los peluches que cuelgan de los puestos de las tómbolas den más miedo que otra cosa, que la estética que predomina parezca haberse quedado anclada en los años setenta o por el estilo, o que el género de los puestos de comida ofrezca menos garantías de calidad que un restaurante de los que visitaba Chicote. No, no se trata solo de eso, sino más bien de la evidencia de que los únicos que aquí están en su sitio son esos seres menudos insoportables que llamamos niños -con las debidas excepciones de los colgados de turno y algún que otro adulto buscando emociones tan fuertes como de baratillo una vez al año-. No puede haber nada más dantesco que un lugar donde confluyen el estrépito de las sirenas de las barracas y el reggaetón omnipresente a todo volumen con los berridos de enajenamiento inducido de los putos mocosos. Como que estoy convencido de que de haber un infierno deberá ser lo más parecido al recinto donde nos encontramos.
En fin, unas ganas locas de salir pintando que solo sirven para agudizar la tristeza que me provoca todo lo que veo alrededor. Sí, tristeza porque me recuerdo de crio deseando que llegara agosto para que mi viejo me llevara a las barracas. Recuerdos de momentos de insuperable disfrute solo en compañía de primos o amigos subidos a la atracción de turno. Yo también me pirraba por los autos de choque y rechazaba subirme a la noria o la montaña rusa como al prota de la peli de Berlanga, El Verdugo, cuando lo conducen a rastras hasta el patio donde le espera su tarea con el garrote. Recuerdos en especial de los momentos con mi viejo junto al puesto de vino dulce de Aragón con su barquillo y el comentario de rigor: "Una vez al año no pasa nada; pero no se lo digas a tu madre." El puesto sigue ahí como todos los años desde que yo era un crío, con sus barricas y sus muñecos ataviados de maños en época de vendimias. Y claro, lo veo y a mí se me cae el alma al suelo.

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