domingo, 27 de marzo de 2022

CICLOCROS POR LA AVENIDA

 


       No por muy bloqueado que esté en cierta red social por haber subido la ilustración de un grupo de homínidos a los que, vaya por Dios, mira que no darme cuenta de que les asomaban los pelos de las pelotas del taparrabos, no por ello dejo de tener mis pesadillas. 

 

      Esta noche he tenido uno de mis sueños recurrentes. Me encontraba en la acera del portal de mi casa de la Avenida Gasteiz donde viví hasta los catorce años. Sin embargo, en el sueño debía rondar los ocho o nueve, que fue cuando mis tíos de Venezuela me regalaron aquella bicicleta Torrot con la que pasé la mayor parte de las tardes de mi infancia deambulando de un lado a otro del ecosistema en que se desarrollaron los primeros años de mi vida y que, en esencia, se podría decir que iba desde el portal nº 42 de la Avenida hasta las torres de Txagorritxu, a destacar la campa donde hoy está el Palacio Europa y, muy en especial, los parques, pórticos y pasajes de los edificios de los alrededores. Era sobre aquella bicicleta minúscula que echaba las tardes antes de la hora de cenar, sobre todo rondando a la pequeña de las tres hermanas del portal de al lado y de la que estaba enamorado como solo se puede estarlo a una edad tan temprana: sin tener ni puta idea de qué era aquello. El portal de Luis Arnaiz, el hijo de la maestra en palabras de mi madre, que le decía por el compañero de clase que vivía ahí y con el que siempre me llevé a matar porque todavía hoy en día estoy convencido de que el faltaba un aire de ahí las reacciones completamente salidas de tono que acostumbraba a tener, desde tirar los libros por la ventana de clase cuando los profes le mandaban la atención a intentar cascar a todo quisque cada vez que alguien le llevaba la contraria en lo que fuera -espero de verdad que con el tiempo haya conseguido superar sus frustraciones, porque me temo que de eso y de no otra cosa iba lo suyo, vete a saber a santo de qué-. En fin, centrémonos, el caso que también solía tener la costumbre de rodear en bici la manzana en la que vivía a toda pastilla, en una especie de carrera contra mí mismo que yo imaginaba un sprint antes de llegar a una meta que siempre era el portal de casa. 

 

    Iba como loco, supongo que por delante de un pelotón imaginario cuyo esfuerzo en alcanzarme solo parecía tener un objetivo: añadir más épica a mi esfuerzo para atravesar aquella meta no menos imaginaria hecho todo un campeón a los ojos de la pequeña de las tres hermanas, la cual, por supuesto, permanecería impasible ante mi hazaña jugando con sus hermanas a la comba sobre la acera de nuestras casas. Entretanto, la carrera acostumbraba a complicarse con la aparición de todo tipo de obstáculos que sortear a lo largo del trayecto. Sin ir más lejos todos aquello críos de la pequeña plazoleta a la vuelta de mi esquina de la Avenida, en Beato Tomás de Zumárraga, y más en concreto en la que estaba la carnicería Urturi a la que me mandaba mi padre a hacer recados y en la que yo tenía la costumbre de pedir leche frita por mi cuenta para comérmela en el camino de vuelta a casa, Dios santo qué rica estaba, ya luego si eso ya luego en casa intentaría improvisar una excusa para justificar lo de las vueltas. Críos que eran en su mayoría los mismos con los que yo solía jugar de vez en cuando en esa misma plazoleta. Sin ir más lejos  mi también compañero de clase Pedro Beitia, el cual vivía justo en el portal al lado de la carnicería, razón por la que era un fijo entre la chavalada de la plazoleta. De modo que en mi sueño me preparo para saludar a Pedro sin bajarme de la bici; pero no, el Pedro al que me encuentro no es el mi compañero de clase, sino un viejo de la edad que yo tengo ahora que justo consigue apartar a un crío de dos o tres años de la rueda delantera de mi bicicleta empeñada en alcanzar una velocidad asesina. Apenas tengo tiempo para mirar atrás antes de girar por Fernández de Lezeta; pero, creo haber distinguido en Pedro a un abuelo con su nieto o nieta, algo que enseguida entiendo que corresponde a cierta lógica porque recuerdo que fue el primero de los de mi clase en dejar embarazada a su pareja antes de alcanzar la veintena, por lo que si ya hace años que la imagen que me venía a la cabeza siempre que pensaba en él era la de un tío enterrado en vida prematuramente tirando de un carrito de niños con la parienta al lado cogida del brazo mientras los demás nos dedicábamos a bebernos la juventud. Así que lo del abuelo es de las pocas cosas a las que creo encontrar algún sentido en este sueño.

  Luego ya en Fernández de Lezeta, a la altura de la no acierto a recordar si era la discoteca Da-Da o qué otra de las que empezábamos a frecuentar en aquellos primeros años de la adolescencia, tengo que afinar mucho para no llevarme por delante a otras sombras del pasado que enseguida relaciono con los sábados a la tarde cuando intentábamos entrar a la disco haciendo creer al segurata de turno que teníamos la edad que aparentaban nuestros ademanes de golfillos de barrio. Digo que procuro no atropellar a ninguno de los cantamañanas con los que solía coincidir, vacilar, cuando no acabar ya directamente a hostias, a la entrada de aquella disco, y entonces vuelvo a percatarme de que estoy en un sueño, porque de lo contrario dudo que hubiera dejado pasar la oportunidad de llevarme por delante, entre tantos otros, al Chino de Marias, al hermano mayor y rematadamente mongolo de Aranguren, otro colega de clase, un angelito..., la mala pécora de la Irene, al Molinuevo o al pijo chuloputas del Aranzabal, un asqueroso de Olabide y sí, de los de toda la vida de su apellido, con cuya hermana, por cierto, coincidiría un par de años después en el insti. Pero yo a mi carrera. Ya he girado hacia la calle Chile y estoy a punto de llegar a la esquina donde empieza la gasolinera cuando, de repente, aparece otro fantasma recurrente de mis pesadillas de la infancia, la abuela de Amurrio, otro colega del cole y que por el apellido me temo que sería también familia de mi abuelo paterno. Me refiero a la misma vieja a la que con cinco o seis años, no recuerdo, cuando estaba en el preescolar de las Siervas de Jesús, Franco las tenga en su gloria, le escupí en toda la cara porque se tomó la libertad de cogerme del brazo para regañarme no sé a cuenta de qué. Luego también recuerdo que mi madre se le enfrentó por tomarse dicha libertad, que anda que no debía estar ya poco harta ni nada mi vieja de la gente del pueblo de su marido. En cualquier caso, no la tumbo de puro milagro. Sin embargo, la vieja que echa sus garras sobre el manillar de mi bici para arrebatármela. La lleva clara la puta bruja si cree que voy a cedérsela sin pelear. Forcejeamos un rato largo a la espera, por mi parte, de que no tarde en cansarse dada su avanzada edad. No hay manera, entonces recuerdo lo poco y nada bueno que contaba mi viejo sobre su abuela paterna, y en particular la leyenda, o lo que fuera, de las armas de la última asonada carlista que los Amurrio guardaban entre las piedras de la bodega de su palacio en Labastida para la siguiente, carlistas a machamartillo, intransigentes desde la cuna, "Por Dios, por la Patria y el Rey murieron nuestros padres, por...",  y todo en ese plan. Un pensamiento de lo más absurdo si tenemos en cuenta que la vieja no era Amurrio, que ese lo era el padre de mi compañero del cole, el buenazo de Joserra. Pero, así y todo, porque los sueños tienen estas cosas de mezclar churras con merinas todo el tiempo, el caso es que no me lo pienso dos veces y le arranco de golpe las manos del manillar de la bici para, a continuación, propinarle un empujón que la deja patas arriba sobre la acera a la altura del Legardere.

 

-         ¡Anda a tomar por culo, vieja facha e hija de puta!

-         ¿Cómo te atreves, Arinas? ¡Se lo voy a contar a tu abuelo Cipriano!

-         ¡Ah, sí? Pues vete y cuéntale también que me la has chupado un buen rato!

 

Entonces despierto asustado porque no me parece de recibo que mi yo de ocho o nueve años utilice semejante vocabulario con una señora mayor por muy bicharraca y tocapelotas que sea. Sin embargo, enseguida recapacito y coligo que semejante salida de tono solo puede deberse al consumo excesivo en youtube de episodios del Conquistador del Caribe en el que uno de los capitanes no es sino el campeón de seis ediciones del Campeonato de España de Ciclocrós, récord absoluto de esta disciplina, un tipo en apariencia muy pagado de sí mismo y con unos modos chulescos que en principio podría dar mucho por culo, pero, que a mí, que admiro por principio a los que dicen las cosas a las claras sin cortarse un pelo, me cae bien, sobre todo porque sospecho que lo suyo es más que nada un papel delante de las cámaras, siquiera una estrategia para no tener que soportar en la vida más gilipollas de los estrictamente necesarios como la misma abuela de Joserra.


sábado, 26 de marzo de 2022

SAHARA: OTRO TIRO EN EL PIE

 Artículo para la revista LA PAJARERA MAGAZINE: https://www.lapajareramagazine.com/otro-tiro-en-el-pie

Escribo, una vez más, desde la perplejidad del ciudadano que asiste a todo lo público desde las diferentes pantallas a través de las que se asoma a la realidad de su época. Esto lo recalco porque no quiero llevar a engaño al lector; la mía no es una opinión de experto al tanto de lo que se cuece entre las bambalinas del poder, en este caso de las que atañen a la cosa diplomática española o marroquí. Ni mucho menos, pues, por muy concernido que me haya sentido siempre por todo lo relacionado con la antigua colonia, y después provincia, española del Sahara Occidental, todo lo que voy a comentar a continuación no deja de ser el resultado de las perplejidades de un ciudadano español cualquiera puestas por escrito cuando asiste al último capítulo de la ignominia histórica cometida por el Estado Español con el pueblo saharaui.

Una ignominia de la que todos sabemos los pormenores, cómo y en qué circunstancias el agonizante régimen de Franco abandonó la que, con el único fin de sortear el proceso de descolonización que desde finales de los años cincuenta había culminado con la independencia de la mayoría de las antiguas colonias inglesas y francesas en África y Asia, había convertido en provincia española de pleno derecho, en manos del sultán de Marruecos, a la sazón Hassan II, tras la llamada Marcha Verde. Una marcha que ahora vemos como la precursora de esa forma de chantaje tan cómoda y miserable por parte de las autoridades marroquíes consistente en arrojar a cientos o miles de sus ciudadanos más humildes, ya sean armados en exclusiva con banderas y pancartas o con la única motivación de intentar huir así de la miseria, contra las fronteras españolas en la previsión de que las fuerzas de seguridad españolas jamás cometerán la atrocidad de abrir fuego contra ellas. Un chantaje al que se plegaron sin resistencia las autoridades españoles del momento y que nunca ha sido reconocido después por esas otras que las sucedieron. Desde entonces han sido muchos los agentes sociales españoles, partidos y no, los cuales, ya en democracia, han hecho suyas las proclamas del Frente Polisario, el cual lideró y lidera la resistencia contra la ocupación marroquí de su país. Partidos como el PSOE, el cual fue llegar de la mano de Felipe González al poder y cambiar de la noche a la mañana la política de su partido respecto al conflicto saharaui. De hecho, González pasó de viajar hasta los territorios liberados del Sahara Occidental, en pleno conflicto armado con Marruecos, para proclamar delante de los representantes del Polisario«El Pueblo Saharaui va a vencer en su lucha. Va a vencer, no sólo porque tiene la razón, sino porque tiene la voluntad de luchar por su libertad (…) Para nosotros no se trata ya del derecho de autodeterminación, sino de acompañaros en vuestra lucha hasta la victoria final (…) A medida que nuestro pueblo se acerca a la libertad, será mayor y más eficaz el apoyo que podamos prestar a vuestra lucha», a convertirse en el mayor valedor del régimen alauita desde que, con la excusa del ataque en 1985 por parte del Frente Polisario al pesquero canario Junquito y a la patrullera Tagomaro de la armada española  -ataques que se habían venido repitiendo desde principios del 1977 en respuesta a la firma de Acuerdo Tripartito de Madrid en el que España acepta el reparto de su antigua provincia entre Marruecos y Mauritania–  el gobierno de España decidió ponerse del lado del marroquí en el conflicto del Sahara.

Aquella fue considerada la primera traición de un gobierno socialista español al pueblo saharaui. También entonces como ahora los socialistas españoles intentaron justificarla como un ejercicio de realpolitik cuyo principal objetivo no era otro que asegurar unas buenas relaciones con un vecino con el que el estado español mantenía varios frentes abiertos, los cuales, por otra parte, no solo no han remitido, como en el caso de las reivindicaciones marroquíes sobre la soberanía de Ceuta o Melilla, o los siempre procelosos acuerdos pesqueros hispano-marroquíes, sino a los que también se les han añadido otros de gran notoriedad como la política migratoria o la lucha contra el terrorismo islámico.

Entretanto, el conflicto del Sahara Occidental no solo no se ha resuelto, sino que, después del fracaso de unas negociaciones estancadas para la celebración de un futurible referendo de autodeterminación auspiciado por la ONU y saboteado desde el primer momento por Marruecos, la guerra entre el Polisario y el ocupante marroquí ha vuelto. Claro que la de ahora es una guerra que se circunscribe en su mayoría al área donde Marruecos levantó su propio muro de la vergüenza para separar los territorios saharauis bajo su mando de esos otros desérticos bajo soberanía de la República Árabe Saharaui Democrática, la cual, no lo olvidemos, ha sido reconocida por 84 estados, entre ellos todos los pertenecientes a la Unión Africana y en especial Argelia, el país vecino que acoge en los campamentos de Tinduf a los refugiados saharauis y que apoya militar y diplomáticamente las reivindicaciones del Polisario. Se trata, sin embargo, de una guerra que podríamos llamar de baja intensidad. O lo que es lo mismo, una guerra silenciada por la mayor parte de los medios de comunicación internacionales, ya sea por la complicidad de muchos de estos con los intereses marroquíes, o porque el interés informativo que ofrece dicha guerra -apenas el recuento de las escaramuzas militares del ejército saharaui contra las posiciones del marroquí en su muro defensivo, y de las que prácticamente solo da cuenta a diario la pagina web del Polisario– no parece ser
 suficiente como para ocupar las portadas de actualidad. Una guerra silenciada incluso con ocasión de la polémica que nos ocupa por la que no dudo en calificar como la segunda gran traición del Partido Socialista Obrero Español al pueblo saharaui tras saberse las intenciones del gobierno de Pedro Sánchez de reconocer la soberanía marroquí en la antigua provincia española y recomendar al Polisario que acepte esta a cambio de una especie de autonomía en la que podrá participar como un agente político más dentro de esa democracia de mínimos, por no decir simple y llanamente de pega, que sigue siendo Marruecos, una monarquía supuestamente constitucional en la que el rey sigue teniendo siempre la última palabra en prácticamente todo. Dicho de otro modo, un régimen de apariencia democrática, con elecciones supuestamente libres y un parlamento con una capacidad legislativa siempre supervisada, en el que el verdadero poder lo sigue regentando el Majzen (literalmente “almacén”),  esa especie de corte alrededor del rey alauita compuesta por todos aquellos, familiares, oligarcas, militares, altos funcionarios, líderes tribales, etc., que tienen un acceso directo a este y que, por lo tanto, se entiende que trabajan desde sus puestos en beneficio exclusivo del monarca alauita.

Sin embargo, y una vez más, los portavoces del gobierno de Sánchez nos hablan de realpolitik como ya lo hicieron 
en su tiempo los de González. Y eso a pesar, también una vez más, de que el primer programa electoral de Sánchez incluyera el compromiso del PSOE de trabajar por una solución negociada entre Marruecos y el Polisario, una solución en sintonía con la propuesta por la ONU. Compromiso, que todo hay que decirlo, desapareció en su último programa electoral. Sin embargo, ¿a qué venía ese compromiso inicial del PSOE de Sánchez en contra de lo que había sido el sostén sin fisuras del PSOE de González y sus sucesores a los intereses marroquíes? Pues ni más ni menos que el reconocimiento por parte de un Pedro Sánchez en conflicto con la nomenclatura de su partido, con el felipismo para ser claros, de que las bases de su partido, siempre más a la izquierda que sus dirigentes, seguían compartiendo la estima histórica de la izquierda española por las reivindicaciones de los saharauis. Qué menos que complacer a las bases socialistas en su enfrentamiento contra los barones del partido, los cuales lo habían destituido como secretario general del partido, en esa reivindicación histórica sustentada en la mala conciencia por el modo cómo España entregó el Sahara Occidental a los marroquíes. A lo que habría que añadir el rechazo instintivo y hasta secular por parte de la izquierda española a todo lo que tenga que ver con la autocracia alauita y la simpatía por lo que históricamente se ha considerado desde la izquierda española como un intento, si no el único, de república árabe verdaderamente democrática y además de inspiración socialista. Un aprecio por la causa saharaui que miles de españoles han mantenido vivo a pesar de la indiferencia e incluso hostilidad de sus gobiernos, ya sea a través del amplio elenco de organizaciones no gubernamentales que trabajan en proyectos solidarios con los campamentos de Tinduf, del compromiso incluso de muchas instituciones locales españolas, ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas, para encauzar esa ayuda solidaria, y, ya muy especial, la acogida durante décadas por parte muchas familias a niños saharauis, los cuales después de tanto tiempo incluso se han convertido en unos miembros más de dichas familias.

Así pues, creo que se puede afirmar sin ambages que la mayoría del pueblo español está a favor de las
 reivindicaciones saharauis. Y lo está, además, mucho más allá de las barreras que habitualmente dividen a los españoles. La mayoría nos identificamos con los objetivos del Polisario, ya sea desde la izquierda por pura inercia de la época en la que la lucha de los pueblos por su autodeterminación formaba parte de su corpus ideológico, los nacionalismos periféricos por lo obvio, y desde la derecha, incluso la más extrema, en respuesta al principio de que el enemigo de mi enemigo siempre es mi amigo, y todos sabemos que no hay mayor enemigo para un patriota español de pura cepa que el moro ladino y traicionero, obviando aquí a propósito la realidad de que según sus propios prejuicios los saharauis lo son tanto como los marroquíes, que en su imaginario de despropósitos y obsesiones varias representa la enésima anti España desde que el moro Muza puso sus pies a este lado del Estrecho. Yo incluso diría que la mayoría se identifica con los saharauis de un modo exclusivamente sentimental más allá de las ideologías y, ya de un modo muy concreto, romántico incluso, motivada por la convicción generalizada de que se trata de una causa perdida.

¿Se trata entonces de un ejercicio de puro pragmatismo político y/o económico por parte del gobierno de Pedro Sánchez? Pues llegados a este punto ya solo nos queda la pura especulación acerca de las razones de este nuevo supuesto ejercicio de realpolitik por parte de los más dignos herederos del PSOE, ya no solo de González, sino también de Zapatero, otro que nada más llegar al poder asumió de inmediato la necesidad de congratularse lo más rápido posible con el sátrapa alauita. Razones que no dejarían de ser las de siempre, asegurase la colaboración de Marruecos en política migratoria y de seguridad, acuerdos comerciales, el reconocimiento del estatus quo de Ceuta y Melilla. Pero, ¿por qué ahora, y a pesar de la necesidad de reconducir unas relaciones casi rotas tras el escándalo montado por parte de Marruecos al enterarse de que España había acogido en uno de sus hospitales al líder del Frente Polisario en respuesta a una petición de Argelia? ¿No deberíamos mimar las relaciones con Argelia como proveedor que es de más del 30% de gas que consumimos y sobre todo en plena crisis energética a raíz de la guerra de Ucrania? ¿Ha cambiado tanto esa proporción del gas que consumimos en poco tiempo y a favor del gas que nos envía Estados Unidos a precios casi desorbitados, que a día de hoy Argelia ha dejado de ser una prioridad? ¿Estamos convencidos de que Argelia seguirá suministrando gas a España a pesar de su alineación ya total con los intereses marroquíes a la vista de que tampoco puede renunciar al dinero que ingresa con la venta del gas, y a pesar de que el número de posible compradores parece haber aumentado con la necesidades de otros países de quitarse de encima la dependencia del suministro ruso? ¿Se trata nada más y nada menos que de plegarse a las exigencias de EE.UU
 como potencia al mando del bando geoestratégico del que formamos parte sin remedio? ¿Siquiera ya solo a las de los intereses del resto de socios europeos que son en su inmensa mayoría, a destacar Francia y desde hace cuatro días también Alemania, pro marroquíes? ¿De verdad existe alguien en España que se pueda creer la buena fe de Marruecos a la hora de otorgar una especie de autonomía al Sahara Occidental con todas las garantías democráticas necesarias para que el Polisario decidiera incluso considerar la posibilidad de aceptar dicha autonomía, teniendo en cuenta el modo exclusivamente represivo como ha gestionado el estado marroquí su propia primavera árabe y muy en especial las revueltas rifeñas en las que las reivindicaciones identitarias iban unidas a esas otras exclusivamente democráticas? ¿Cómo se puede concebir voluntad democrática alguna respeto al Sahara de un estado que mantiene el Sahara ocupado bajo un estado de verdadero terror, que sigue encarcelando, torturando y asesinando a los activistas saharauis que todavía resisten a ese lado del enésimo muro de la vergüenza, y cuyo ejemplo más notorio serían los once muertos, setecientos heridos y ciento cincuenta desaparecidos en manos de la policía y el ejército marroquí durante el ataque al campamento de protesta saharaui de Gdeim Izik en 2010 tras abrir fuego contra más de veintiséis mil personas indefensas, la mayoría mujeres, ancianos y niños? Una vergüenza de la que no podremos escapar porque, por muy importante, acaso solo simbólica, que sea la renuncia de España a defender una solución negociada para el conflicto del Sahara, este seguirá enquistado ad eternum como lo ha estado hasta ahora, con una parte considerable del pueblo saharaui condenado al exilio, si bien es de esperar que con el tiempo cada vez más como ciudadanos oficialmente no reconocidos del estado argelino, pues es en este en el que viven, estudian y trabajan pese a lo que pueda decir ahora y en el futuro la retórica propagandística del Polisario, y esa franja al otro lado del muro que separa el territorio saharaui ocupado, ocupada en su inmensa mayoría por el desierto, donde seguirá existiendo la República Árabe Saharaui Democrática como un estado tan independiente como fantasma, una república de arena, una broma amarga de la Historia.

Pues se supone que habrá de todo un poco como en botica. Sin embargo, también creo que al ciudadano medio español enseguida se le pone la mosca detrás de la oreja cuando se le habla de realpolitik con Marruecos, o mejor dicho, con el sultán de dicho país. ¿Cuántos acuerdos se han firmado con el alauita y cuántos, cómo y cuándo se ha incumplido por su parte? ¿De verdad se puede creer alguien que Marruecos va a renunciar definitivamente a su derecho a la soberanía de Ceuta y Melilla porque así lo recoja un papel, cuando se trata de uno de esos principios irrenunciables que forman parte de la identidad nacional de un país? ¿Acaso España renunciaría para siempre a Gibraltar porque así lo estableciera un acuerdo del gobierno de turno con otro del Reino Unido? ¿Los acuerdos bilaterales en comercio no están más sujetos a las leyes del mercado que a las de la política? ¿Controlar la emigración desde Marruecos a nuestras costas no es como intentar controlar los estragos de una riada poniendo sacos terreros o tablas a las entradas de las casas? ¿De verdad se puede creer en esa cosa tan retórica y farisea de la amistad hispano-marroquí cuando lo que de verdad anida en el subconsciente de cada pueblo son, tanto el rechazo secular de una muy amplia parte de la población española hacia el vecino moro por la cosa esa de los atavismos de nuestra Historia siempre latentes, como el resentimiento también siempre latente por parte de nuestros vecinos hacia un país que ejerció de potencia colonial de segunda fila en una parte del territorio marroquí tras una larga y sanguinaria guerra de conquista?

Pero, sobre todo, qué tipo de realpolitik es esta del PSOE en contra de la opinión mayoritaria del pueblo español respecto al Sahara Occidental, y ya muy en especial, contra la de su propio electorado. ¿Confiará en que apenas sea una tormenta pasajera que con el tiempo, es decir, cuando llegue el periodo electoral, nadie le echará en cara? ¿Tan mal concepto tiene Pedro Sánchez, ni más ni menos que el que tenía Felipe González, acerca de la integridad moral de sus seguidores en según qué temas, esto es, de su compromiso con la memoria histórica? ¿No se da cuenta el gobierno de Sánchez de que esta segunda traición al pueblo saharaui viene a ser una página más de la vergüenza con la que los españoles parece que nos hemos acostumbrado a escribir nuestra Historia, digamos que desde el desastre del 98, aunque me temo que algunos patriotas exaltados no dudarían en remontar dicha vergüenza a esa fecha mítica y por lo tanto falsa en la que se inicia la decadencia de España con la derrota en Roccroi, y que precisamente por eso, por tratarse de algo que va a parar directamente al subconsciente colectivo, se trata también de algo condenado a no ser olvidado nunca?

En cualquier caso, y dadas tanto las circunstancias comentadas anteriormente como esas otras relacionadas con la torpe gestión de la crisis como la de la Pandemia o los conflictos laborales y económicos derivados de la guerra de Ucrania, resulta imposible, siquiera desde un punto de vista de izquierda que acepta, también por puro pragmatismo, que el gobierno de coalición presidido por Pedro Sánchez es el más escorado a una verdadera gestión de lo público desde presupuestos genuinamente socio-demócratas desde hace mucho tiempo, a hacerse una pregunta algo más que retórica: ¿Es por verdadera torpeza, si se quiere improvisación o impericia, o más bien por sumisión a intereses de terceros, y por lo tanto presumidamente espurios, que este gobierno de izquierdas no para de pegarse tiros en el pie?

 

Txema Arinas

Oviedo, 24/03/2022

jueves, 24 de marzo de 2022

LIBRERÍA AYALA: MEMORIA LOCAL DE UN LECTOR

 

    



        La librería Ayala de Vitoria anuncia su cierre por jubilación y a mí me resulta imposible no sentir una especie de escalofrío producido por la nostalgia. No es para menos, supongo que no me pasa solo a mí, que somos legión los lectores -aquí ya solo por no repetir ese término tan solemne como fantoche de "letraherido"- para los que las librerías que hemos frecuentado durante nuestra infancia y juventud forman parte indisoluble de nuestra memoria más íntima. No puede ser de otra manera, hemos crecido como lectores gracias a ellas, hemos pasado mucho tiempo dentro de ella hojeando novedades, revolviendo en búsqueda de pequeños tesoros más o menos olvidados, haciendo las cuentas de la abuela con lo poco que teníamos antes de decidirnos por uno, dos o los libros que fuera, incluso cruzando los dedos para que aquel libro que se nos llevaba la práctica totalidad de lo que teníamos en el bolsillo no fuera una decepción como sucede tantas veces con los libros. 

  Por eso recordamos con tanto cariño como nostalgia las librerías en las que, de alguna u otra manera, pasamos tanto tiempo en el gozoso ejercicio de la soledad del lector escudriñando entre libros. Recordar las librerías en las que adquirimos tal o cual ejemplar de aquellos libros que pasaron a formar parte de nuestra biblioteca más íntima y duradera es lo mismo que reencontrarnos con el chaval que fuimos y que, por lo general, también empezaba a sentir la necesidad de llevar su pasión lectora en una especie de clandestinidad, la cual, ya con los años, acabó deviniendo en una costumbre en toda regla: el ambiente, siquiera el entorno de uno más allá de los muy contados familiares o conocidos que azuzaban mi pasión lectora porque la compartían, y ello siempre en contraste con la inmensa mayoría para los que los libros siempre fueron motivo de escarnio o como poco de incomprensión, evidentemente que como consecuencia de su propia ignorancia, no era precisamente propicio para alardes de entusiasmo lector.

  En cualquier caso, el recuerdo más remoto del chaval de doce o trece años que era acudiendo por primera vez a la librería Axular, cuando todavía estaba en Sancho el Sabio, sin la compañía de mi progenitor. Porque hasta entonces siempre había sido mi viejo quien me compraba los libros, sobre todo cuando me llevaba de paseo por la ciudad y se paraba en los escaparates a ver las novedades que a él le habría gustado leer -todavía conservo ese "Los españoles que dejaron de serlo" de Gregorio Morán que mi viejo puso literalmente en mis manos tras tirarse un rato hojeándolo en uno de los puestos de la Feria del Libro-, pero que nunca leía porque, decía, se le hacía cuesta arriba leer un libro dado que carecía del hábito por no haber podido estudiar. Sin embargo, aunque mi viejo no leyera nunca, siempre respetó los libros porque así lo había aprendido en su casa, y muy especial de sus hermanos, los cuales, a diferencia de él, habían estudiado la carrera de Filosofía de Letras tras pasar por el Seminario de Vitoria, y eran lectores furibundos, y de ahí, por supuesto, y en especial del empeño de su hermano pequeño en inculcarme la pasión por la lectura. Axular era la librería de la progresía con pujos vasquista e incluso abertzales por excelencia de la época, especializada en literatura política y comprometida con todo lo vasco y en especial con el euskera. Mi tío "el cura", que era como lo conocíamos en la familia a pesar de que hacía ya tiempo que había colgado los hábitos y que, por lo que yo sabía, apenas había ejercido como tal una pequeña temporada en un pueblo del Condado de Treviño, tenía cuenta en la librería y por eso me animó a que acudiera para comprar uno de los libros obligatorios del colegio. No recuerdo el título de aquel libro, pero sí, porque además todavía lo tengo conmigo, ese otro de poemas de Gabriel Aresti, "Harri eta herri". Se trataba de un libro del que incluso el mocoso que yo era había oído hablar como un antes y después en todo lo que tuviera que ver con la cultura vasca, y muy en especial con la lengua y literatura, uno de esos que marcaban un antes y un después, que daban inicio a algo que solo que con la perspectiva de los años hemos podido confirmar como decisivo, ni más ni menos que el pistoletazo de salida para convertir el euskara unificado, del que Aresti fue uno de sus principales valedores, en la lengua culta para la escritura, enseñanza y los medios de comunicación. Claro que Aresti era mucho más que eso. Aresti fue, para mí como para tantos otros vascos de ciudad que aprendimos la lengua vasca fuera de casa, un modelo a seguir, un modelo sobre todo de pensamiento lúcido, crítico, burlón incluso, en especial con su propio entorno, un disidente por vocación, verso suelto a toda costa. Mucho se ha hablado de lo que habría sufrido Aresti si no hubiera muerto tan joven a tenor de todo lo malo que vino después. En fin, tampoco he venido aquí para hablar de Aresti.

 Y si de libros emblemáticos se trata, siquiera ya solo decisivos en la conformación de ese yo lector, hasta para un aspirante a escritor que de repente descubre un modo deslumbrante de escribir y con el que se identifica en todo, imposible olvidar el ejemplar de Las Pirañas de Miguel Sánchez-Ostiz editado por Seix Barral (en el 2017 fue el propio Miguel quien me envió la reedición de Limbo Errante, como para no emocionarse, catarata de recuerdos y así- adquirí en la mítica librería Linacero de la calle Fueros. Mítica porque durante mucho tiempo fue la Librería con mayúsculas de Vitoria, allí donde generaciones de babazorros acudían a procurarse sus pequeñas ventanas al gran mundo, el templo de la literatura para los moñas que todavía te daban la chapa con la pamema esa de la Atenas de Nortes y otras mistificaciones de puro mentidero provinciano. Tanto que, de no ser porque siempre era el último recurso cuando no encontraba algo en el resto de librerías de la ciudad, casi nunca acudía a Linacero porque, de acuerdo con mi pedrada de entonces, adolescente alternativo para el que todo lo que le sonara a tradición y así de su ciudad le provocaba verdaderas arcadas, prefería comprar mis libros en Axular (hasta que desapareció para convertirse en ese almacén llamado Casa del Libro) o, en su defecto, Jakintza, Zuloa y más tarde Elkar-Arriaga, donde podías preguntar por libros o autores vascos sin miedo a que al dependiente de turno le estallara la cabeza ya que, por lo general, podías hablar en euskera con casi todo el mundo (dicho lo cual no puedo evitar acordarme del que durante décadas fue el jefe al mando de Axular, creo que un antiguo compañero de mi tío en el seminario o algo así, un tío especialmente atento y sobre todo culto al que no se le escapaba nada que tuviera que ver con su oficio, alguien al que daba gusto escucharle hablar en su euskalki navarro como si en realidad fuera el del propio Pedro de Agerre Azpilikueta, alias Axular, incluso aquel en el que escribió su "Gero" allá por el 1643. Que sí, que ya hay que tener imaginación; pero, qué es la juventud sino un terreno abonado para las mistificaciones y fantasías de cualquier tipo).

 Y luego estaba la librería Ayala, que era antes que nada la librería cerca de casa, sobre todo cuando vivía en Abendaño. Una librería y papelería a la que acudía todo el mundo de la zona a comprar todo lo relacionado con el papel, desdela prensa al material escolar y de cualquier toro tipo, pasando por los libros de texto, manuales, guías, de lectura obligatoria en el colegio, y también, las novedades más comerciales y otras que no tanto. De ese modo, y siquiera solo por una cuestión de proximidad, también yo acostumbraba a ir a Ayala a comprar aquellos libros que estaba seguro que no iban a faltar entre dichas novedades. Con todo, sería injusto catalogar a Ayala como una simple librería de barrio, siquiera como la librería de referencia y cierto tamaño del oeste de la ciudad. No se trataba de un simple despacho de libros como solía ser lo habitual en aquellas librerías alejadas del centro -si bien hoy en día la zona de Sancho el Sabio es ya puro centro en la práctica-, sino que también era una de esas en las que la dependienta de toda la vida solía asesorarte acerca de los libros que había tanto en su mesa de novedades como en las baldas. Una señora generosa en muchos aspectos, tan agradable como delicada cuya atención no desmerecía en nada a esa otra de la librerías de relumbrón del centro con sus culturetas y no al frente, muchos de ellos casi siempre de morros, porque, oye, ni que fuera su trabajo vender libros... 

miércoles, 23 de marzo de 2022

UN TÍO CON UNA BOLSA EN LA CABEZA - ALEXIS RAVELO

 Reseña de para SOLO NOVELA NEGRA: https://www.solonovelanegra.es/un-tio-con-una-bolsa-en-la-cabeza-de-alexis-ravelo-por-txema-arinas/


Creo que a estas alturas no descubro nada si afirmo que Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 20 de agosto de 1971) es uno de los escritores más dotados y por ello reconocidos de la novela contemporánea negra española. Algo fácil de entender si reparamos en que Ravelo, no solo ha conseguido convencer a los aficionados de que se podía hacer novela negra fuera de los ambientes marginales habituales de las grandes ciudades como Madrid y Barcelona, en concreto en cualquier escenario de su ciudad e isla natal, Las Palmas de Gran Canaria, sino también elevar la calidad literaria de esta por encima de los clichés que la encorsetaban, a destacar esa dependencia de los clásicos del género, sobre todo norteamericanos, la cual, en muchos casos, parecía consistir básicamente en trasladar las formas y los temas de una orilla del charco al otro. En el caso de Alexis Ravelo es palmario que hay una clara intención de alejarse de los caminos trillados del género desde su primera novela, la Tres funerales para Eladio Monroy (2006), la cual no es sino el pistoletazo de salida de una serie  de novelas protagonizadas por ese inspector sui generis que es el jubilado Eladio Monroy, un personaje a la altura carismática del Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, en especial por esa querencia libresca de ambos personajes y que sirve de excusa a su correspondientes creadores para inundar sus libros de referencias literarias y también no poca coña marinera. Novelas como Solo los muertos (2008), Los tipos duros no leen poesía (2011), Morir despacio (2012) o el díptico La iniquidad, formado por la noche de piedra (2007) y Los días de Mercurio (2010). Con todo, el gran salto de Alexis Ravelo como escritor reconocido por crítica y público no fue otro que el debido a La estrategia del pequinés (2013), la cual obtuvo el Premio Dashiell Hammett 2014 y otros galardones como el Premio Tormo 2014 o el Premio Novelpol 2014. Desde entonces hasta hoy se podría decir que a Ravelo le han llovido los premios en cascada: La última tumba (2013) XVII Premio de Novela Negra, Ciudad de Getafe, o Las flores no sangran (2015), Premio Valencia Negra 2014, por poner solo unos ejemplos.

Un éxito que a cualquiera que se acerque a su obra no le queda otra que reconocer más que justificado. Ravelo ha puesto patas arriba la novela negra española gracias a un estilo en el que se mezcla la voluntad de superar los clichés antes citados con un estilo harto reconocible por la increíble naturalidad con la que se alterna el lenguaje coloquial, perfectamente reconocible para un hablante del español contemporáneo, incluso en la variedad propia de las islas Canarias y siempre adaptado a la idiosincrasia de cada personaje, con la referencia más o menos culta, cuando no la reflexión intelectual de verdadero calado y, algo que resulta ya imprescindible para que una novela negra no acabe pecando de excesivamente pretenciosa, cuando no de simple panfleto comprometido o simple tostón para concienciados, dosis ingentes no ya solo de humor sino también, siquiera en este caso, de mala leche y provocación. Dicho de otra manera, porque casi viene a ser lo mismo, la frase corta que imprime ritmo y también veracidad al texto, con esa otra que nos obliga a parar para reflexionar sobre lo que se cuenta, sobre todo porque lo que se cuenta va más allá de la simple y pura acción consustancial a la trama del libro. A decir verdad, todo lo que Ravelo nos cuenta más allá de la trama criminal que justifica la novela es en realidad la verdadera razón de ser de esta. Porque Ravelo hace verdadera novela negra y no esa otra cosa esencialmente policial que, por desgracia, suele ser la preferida de los grandes consorcios editoriales a la hora de poner sus productos mega promocionados en los escaparates de las principales librerías de cada ciudad y grandes centros comerciales -ya no sé cuántas veces habré repetido este argumento en mis reseñas para referirme a uno u otro autor, ya sea para ensalzar a aquellos que con el tiempo acaban consiguiendo cierta recompensa de crítica y público gracias a perseverar en un estilo que aspira a algo más que a contentar a un público que solo busca entretenimiento, o para todo lo contrario, para denunciar lo que a todas luces suelen ser productos de marketing que con la excusa de lo negro como marchamo de calidad lo que de verdad ofrecen es otra cosa completamente distinta-.

De ese modo, no es de extrañar que en cada nueva novela negra de Alexis Ravelo se perciba el propósito de dar una nueva vuelta de tuerca a su narrativa, siquiera dejando atrás lo más exclusivo del género negro, en concreto la figura del detective tal cual y la resolución de los crímenes como algo lineal en lo que se sabe de antemano que los criminales recibirán, más tarde o temprano, con menor o mayor dificultad, su castigo para poder así tenernos a todos contentos en la convicción de que, pese a todo, el bien siempre triunfa sobre el mal. Un propósito que en Un tío con una bolsa en la cabeza (2020) parece del todo conseguido, pues, si recordamos esa definición clásica de la novela negra como aquella en la que el crimen solo es una escusa para que el autor nos presente una realidad concreta y en especial el lado más oscuro de esta, hay que reconocer que en esta nueva entrega de Alexis Ravelo está más que logrado.

En efecto, la trama de Un tío con una bolsa en la cabeza es del todo circunstancial, puede que hasta banal: al protagonista del libro, Gabriel Sánchez Santana, alías Gabrielo, alcalde corrupto del municipio de San Expósito –escenario mítico de otras novelas de Ravelo- lo han dejado maniatado con la cabeza metida en una bolsa de basura tras ser atracado en su propia casa. Sin posibilidad de liberarse o de pedir auxilio, condenado, salvo azar o milagro, a una muerte por asfixia, Gabrielo aprovechará sus últimos momentos, no tanto para averiguar, como para aventurar, quién o quiénes han podido ser sus atacantes, si lo han hecho por su propia cuenta o enviados por terceros, y, en el caso de creer que ha podido acertar con alguno de ellos, especular acerca de sus motivaciones. Así pues, ese último y agónico empeño en encontrarle algún sentido a lo que le acaba de pasar le obligará a un improvisado, desesperado e inconexo  repaso de lo que ha sido toda una vida de egoísmos, ambiciones, traiciones y también decepciones y pérdidas, una de ellas especialmente dolorosa como la muerte de su hijo. Un repaso que no deja de ser una forma muy peculiar de investigar su propio e inminente asesinato.

Nos encontramos, por lo tanto, ante un monólogo interior de más de doscientas páginas que Alexis Ravelo resuelve con verdadera, yo diría que hasta sorprendente, maestría, pues, y a diferencia de lo que suele ser lo habitual en tipo de recursos literarios, siempre tan proclives al exceso divagador, el estilo tan reconocible como eficaz del autor hace que no decaiga en ningún momento el interés. De hecho, y esto como apunte exclusivamente personal, el único interés que decae es el que tiene que ver con la revelación de la identidad de los autores del asalto y el asesinato a punto de consumarse. Y no precisamente porque no tuviera curiosidad en averiguar quién o quiénes, de entre todos los personajes que desfilan en el monólogo interior del protagonista, eran los culpables, sino porque, a decir verdad, y en comparación con todo lo que nos cuenta Gabrielo en su agonía, el relato de las circunstancias que rodean al crimen del que el lector es de alguna manera testigo directo, resulta tan absorbente y sobrecogedor que incluso llegas a olvidar durante muchas páginas que la persona que te cuenta las obras y milagros de su existencia se está asfixiando dentro de una bolsa de basura. Un relato que, como viene siendo habitual en la narrativa de Alexis, siempre tan comprometido con el momento histórico en el que se sitúan sus tramas, siquiera con la idiosincrasia de las gentes de su isla y de su tiempo, acaba siendo un despiadado retrato de la vida política y económica española de las últimas décadas. En este caso recordemos que el que nos cuenta su vida es un alcalde corrupto de una pequeña población canaria, cómo llegó a la alcaldía gracias al padrinazgo del anterior alcalde, la especial relación que mantuvo con él tras ser poco más que adoptado como el hijo que no tuvo, lo que supuso para su vida personal, familiar, ese descenso a los infiernos que es entregarse de cuerpo y alma al lado oscuro, pero al mismo tiempo aceptado prácticamente por todos, de la vida concebida como un juego  darwiniano en el que las únicas reglas que importan son las de los que no respetan ninguna porque todo se puede comprar o apañar, porque el que no lo hace va de seguido a la casilla de los perdedores, un juego en el que la ética o cualquier tipo de escrúpulo siempre es un lastre para lo que de verdad importa: triunfar a toda costa y por encima de cualquiera. En definitiva, un retrato tan duro, por verosímil, de la realidad española, y se supone que Canaria en particular por lo que tiene de escenario propicio para un mundo de corruptelas relacionadas directamente con el boom del turismo, que en ningún momento resulta agobiante, reiterativo, dada la habilidad del autor para imprimir ritmo al texto con esas frases cortas y coloquiales a las que hacía referencia al principio, y, aun y todo, hacer que las digresiones sobre los pormenores de su vida personal y profesional, a través de las cuales nos asomamos en toda su crudeza a la realidad de la época que le ha tocado vivir, sean la verdadera razón de ser del libro.

En resumen, una novela negra que aprovecha su original planteamiento para hacer verdadera literatura en un género en el que cualquier pretensión de ese tipo es siempre recibida con mucho recelo por lo que tiene de pretender colar al aficionado al género algo distinto a lo que él ha ido a buscar. Sin embargo, estimo que en este caso el pujo literario que adivino y disfruto a lo largo de todo el texto de Ravelo no solo no traiciona el género, sino que incluso lo enaltece. Otra cosa es que, a medida que iba adentrándome en el texto, empezara a tener la sensación de que cada vez había más cosas que remetían sin remedio a En la orilla (2013) de Rafael Chirbes, el gran retablo de inspiración galdosiana sobre las décadas ominosas de la corrupción en la costa valenciana antes y después del pinchazo tras la crisis de 2008.  Como que luego al ver la anotación al final del libro en el que Ravelo enumera los autores citados, directa o indirectamente, a lo largo de la novela, no me ha sorprendido ver el de Rafael Chirbes. Quién sabe si como reconocimiento de la principal fuente de inspiración de Un tío con una bolsa en la cabeza, a la hora de aportar su particular y muy atinada versión, en este caso desde su propio territorio literario y con su propio estilo, de esa mismo periodo histórico en el que puede que todavía nos encontremos, y, ya muy en especial, de unas gentes no muy diferentes a las que protagonizan el libro de Chirbes.

 

FICHA TÉCNICA: UN HOMBRE CON UNA BOLSA EN LA CABEZA – ALEXIS RAVELO

 Título: Un tío con una bolsa en la cabeza
Autor: Alexis Ravelo
Editorial: Siruela, 2020
Encuadernación: Tapa blanda
Páginas: 244

 

Un tío con una bolsa en la cabeza trata sobre un tío con una bolsa en la cabeza. Y ese tío es Gabriel Sánchez Santana —Gabrielo para los amigos—, alcalde corrupto del no menos corrupto municipio de San Expósito, a quien dos desconocidos han dejado maniatado con la cabeza metida en una bolsa de basura tras atracarlo en su propia casa. Sin posibilidad de liberarse o pedir auxilio, condenado, salvo azar o milagro, a la muerte por asfixia, Gabrielo dedicará sus últimos momentos a intentar averiguar quiénes son los asaltantes y si estos actuaban por su cuenta o seguían las órdenes de un tercero. De este modo, en el repaso a una vida de egoísmos, ambiciones y deslealtades, se convertirá en el peculiar investigador de su propio asesinato aún antes de su consumación.

Este texto claustrofóbico y violento es, además de una poderosa y singular novela negra —cuyos códigos maneja y deconstruye—, una lúcida memoria de la vida política y económica española en las últimas décadas, un relato de oportunidades perdidas y relaciones truncadas que funciona también como una incisiva indagación ética sobre la justicia, la lealtad y el perdón.

©Reseña: Txema Arinas, 2022.