jueves, 30 de junio de 2022

INELUCTABLE MODALIDAD DE LO VISIBLE


Sueño que me dispongo a sacar a la perra de mi madre y que, cuando estoy a punto de salir ella me dice.
- ¡Ten cuidado con las sirenas del parque?
- ¿Lo qué?
- Que no te dejes liar, que tú eres muy Odiseo.
Ni me molesto en contestarle. De hecho, me meto con la perra en el ascensor pensando que a la vieja cada día se le va más la olla y que cuando volvamos a Gasteiz igual me la llevo al loquero a ver si le da una vuelta.
- ¡Cuidado con la sirenas!
Ya en el parque que sirve de estercolero para los dueños de perros del barrio, cruzo los dedos para que la perra haga sus necesidades lo antes posible con el fin de evitar que se me acerque el pesado de turno a darme la chapa con las obras y milagros de su cánido. Demasiado tarde, Lau se ha entretenido olisqueando un meado, el cual, si tenemos en cuenta eso que dice mi cuñado de que para ellos son como los libros, debe ser del mismo grosor que el Ulysses de Joyce que ando releyendo desde hace un par de semanas.
- - Bonos díes. Llevo díes viéndote cola to perra y paezme tan guapa que dixi: voi preguntar a ver cómo se llama, que seguro que tien un nome preciosu.
- Se llama Lau -respondo escueto con la esperanza que una vez satisfecho la curiosidad de la pava de unos treinta y pico tacos, larga melena rubia, tremendos ojos verdes, tez extraordinariamente pálida y, para que andarnos con chiquitas, un cuerpazo de ninfa que ya le gustaría a muchas que se machacan a diario en el gimnasio y se condenan a dietas de por vida.
- ¿Ye un pastor alemán puru, non?
- No tengo ni idea, nos la trajo la hermana veterinaria de mi mujer para que hiciera compañera a mi madre en el pueblo y ni se nos ocurrió preguntar por el pedigrí.
- El míu ye un llobu del monte.
- ¡Anda, mira que graciosa esta!
- - Que sí, home, na mio contorna los llobos tienen el costume d'acompañalos para protexenos de los estraños.
- No te digo que no. Llevo ya unos cuantos años viviendo en Asturias y todavía hay cosas que no dejan de sorprenderme.
- - En casa tamién tengo gatos, coruxas, arañes y culiebres. ¿Quies venir velos?
- Mejor otro día. Hoy tengo prisa. ¡Mira! Ya ha cagado la perra. Recojo y me marcho.
Sin embargo, como ando azorado porque la chavala me está resultando un pelín raruna, vamos, friky que te cagas, es ir a recoger la mierda con la bolsa y ponerme perdido porque se me ha olvidado meter la mano por dentro.
- Pero mira cómo te punxisti de mierda! Nun puedes colar asina. Vente a la mio casa y te llimpiu; ta ende al llau.
- No, deja, si eso ya me limpio con el pantalón o la chupo un poco - ya no sé ni lo que me digo, como que me está entrando ya canguelo.
Pero el caso es que la moza parece tener tanto poder de convicción, y yo tan poca personalidad que me dejo arrastrar por cualquier rubia con ojos verdes del tres al cuarto, que he acabado en salón de su casa mientras mi perra y su lobo intiman en el recibidor.
- Ponte cómodu mientres preparo la ducha por que llimpies bien.
- ¿Cómo que la ducha? Oye, mira, yo no sé que idea te habías hecho; pero, estoy casado y además soy una persona de lo más convencional en esos aspectos, monógamo por convicción y sobre todo por amor. Así que...
No llego a acabar la frase cuando aparece ella de vuelta al salón tal y como su madre la trajo al mundo.
- ¿Non te gusta lo que ves?
- Pues... Estooo, qué quieres que te diga. No niego que seas una belleza y que cualquiera; pero... ¿Eso que son, ancas de rana?
- Claro, bobu. ¿Qué esperabes, una cola de pexe, plumes y garres d'águila? Soi una xana.
- No ya, si nosotros también tenemos lamias y son iguales. Pero, es que, en serio, yo soy mucho más de pescado y...
- - Tu lo que yes ye un putu capáu como tolos casaos. ¿A lo menos vas ser tan atentu de cepillame col mio peñe d'oru?
- Eso por descontado. Además tengo el título de peluquero. Aunque nunca estudié para ello y todavía menos ejercido -insisto que ya no sé ni lo que me digo.
- Fales demasiau.
- Yo lo que creo es que no debería volver a cenar sardinas en lata...

miércoles, 29 de junio de 2022

ETSIAREN BATZARRA


 

NATOren batzar nagusiaren inguruko dena ezin etsigarriagoa suertatzen ari da; estatu bakoitzaren gastu militarra areagotu beharra, etsai zahar eta berriak zehaztea, Turkiak Finlandia eta Suediari blokeoa kentzea Ankarak PKK-kotzat edo YPGkotzat jotzen dituen 28 pertsona Suediatik Turkiara, eta beste hamabi Finlandiatik, estraditatzearen truke...
Eta hau guztiau gutxi ez bailitzan etorkizuneko mundu mehatxuak gogoratu dizkigute: Putinen Errusiak eragindako iraultze estrategikoa Ukraniako gerraren kontura, Txinarekiko lehia munduko nagusigoa lortze aldera, Errusiak, Txinak eta NATOren hainbait kidek beraiek Afrika aldean batik bat sustatzen duten terrorismoa, mundu mailako gerra zibenertikoa...
Benetan, koskortu ginen urteak pasa ahala mundua ziurragoa, baketsuagoa, bidezkoagoa izango zen ustean, besteak beste globalizazioak garapen teknologikoarekin batera dena erraz eta azkarragorik egingo zuelakoan; baina, bai zera!, gizadiak ez du konponbiderik, ez eta inoizko hobea izateko inolako asmorik ere. Homo homini lupus, gizakia gizakiarentzat otso, bai, lehen, orain eta beti.
Eta hau guztiau gutxi ez balitz bezala ere, atzoko eguzki bero goxoaren ostean gaurko euri hotz eta samina.

martes, 28 de junio de 2022

TODOS ME LLAMAN FUL - RAFA MELERO ROJO

 Reseña para la revista negra ELSAYÓN: https://www.elsayon.com/todos-me-llaman-ful-rafa-melerorojo/?fbclid=IwAR3dYcR6d3cvGDh-sXWhJqlzXXq3NQYe0wIsTPuZet0bmNvLkvSgS2eh1pg


TODOS ME LLAMAN FUL

Autor: Rafa Melero Rojo.

Editorial:  ALREVÉS  – ISBN: 978-84-18584-55-8    326 Páginas – Rústica con solapas.

Publicación: 2022      

Eso, al menos, nos daría una explicación racional de por qué son unos demonios. Y aunque pueda parecer hipócrita por mi parte sabiendo a qué me dedico, siempre me digo que no soy una mala persona, que nunca me ha gustado hacerle daño a nadie, eso lo tengo claro, y que hago lo que hago por necesidad.

Sé que no es del todo cierto. No tuve todas las oportunidades que otros tienen cuando era un niño, pero mis elecciones también cuentan y fueron nefastas. Aun así, nunca he hecho daño por voluntad en cuanto tuve conciencia de ello. Quizá esa es la diferencia. Aunque una cosa sí que me ha enseñado la vida. Algo por poco que sea, se puede cambiar. Espero que para bien.

Todos me llaman ful (2022) de Rafa Melero Rojo, es la sexta y última novela de un autor al que hay reconocer un conocimiento exhaustivo del mundo criminal respecto al que puede tener la mayoría de los escritores de novela negra dada su experiencia como investigador en los Mossos d´Éscuadra. Un conocimiento del que hizo gala en su primera novela La  ira de Fénix (2014), donde aparece por primera el personaje del sargento Xavi Masip del grupo de Homicidios de la policía autonómica catalana, al cual Melero prestará su experiencia como investigador para que resuelva el caso del asesinato de la psicóloga Mónica Capmàs. Una trama en la que Rafa Melero ofrece al lector ese plus de autenticidad que tiene conocer de primera mano todos los pormenores de su oficio y que se traduce en el cuidado con el que el autor nos detalla cómo es una verdadera investigación policial por homicidio en un cuerpo como el de los Mossos d´Escuadra donde, a diferencia de lo que suele ser habitual en las novelas ambientadas en Estados Unidos, los agentes no pueden ir por libre, sino que tienen que estar siempre pendientes de las órdenes judiciales que les permiten desarrollar su labor con lo que eso supone de tira y afloja entre la policía y los jueces. A eso hay que añadir la presión de los medios de comunicación con su tendencia a zancadillear en más de una ocasión la labor policial revelando datos que ponen sobre aviso al malo del libro. En cualquier caso, un tipo de novela negra o policial que podríamos denominar tradicional, con un investigador de la policía como protagonista y sobre el que recae todo el preso de la trama con la resolución del crimen. Un tipo de novela negra o policial al que Melero podría haberse apuntado para los restos por la solvencia que ha demostrado en todas sus novelas con el sargento Xavi Massip como protagonista. Sin embargo, en 2017 gana el Primer Premio de Novela Cartagena Negra con Ful, una novela en la que Melero abandona al sargento Massip para pasarse al otro bando. De ese modo, ahora el protagonista es un criminal de poca monta llamado Ful, diminutivo de Fulgencio y también el tatuaje que éste exhibe en su brazo derecho de esa buena mano de póquer, el cual sobrevive dando palos en las calles de Lleida, un hombre atrapado en un entorno social y familiar del que es incapaz de escapar si no es apuntándose a un plan no por fácil menos peligroso y que acabará mal, es decir, ni más ni menos que como suelen acabar casi todas las novelas del género donde los protagonistas son los malos. Con todo, se trata de una novela que rompe con el estilo y hasta el ritmo de las novelas anteriores de Melero protagonizadas por el sargento de los Mossos d´Escuadra. En Ful el autor parece dejar a un lado el desarrollo de la trama criminal para centrarse en la construcción de los personajes, o lo que es lo mismo, para hacer un retrato del mundo de esa delincuencia que el inspector Melero conoce tanto como profesional como por leridano. Y lo hace a través de una trama en la que prima el ritmo de la narración sobre todas las cosas, compuesta por capítulos cortos que ayudan hacer una lectura más ágil de lo que sería el desarrollo de los una investigación policial al uso. En Ful lo importante es la acción en todo momento, todo acontece a partir de que el atraco sale mal y los protagonistas se ven envueltos en el caos consecuente y una huida en la que dejan muchos flecos sueltos. Es entonces, a lo largo de esa huida de la policía y el sicario colombiano que los persigue, que descubriremos la complejidad de las relaciones de los protagonistas entre ellos y con su entorno. Una historia trepidante que se lee con mirada cinematográfica –aquí estoy un tris de añadir “tarantinesca”, como podría haber añadido que del estilo de cualquiera de las pelis de Guy Richie; pero, para ser sincero, mi referencia era todo el rato literaria y más en concreto las novelas de Paco Gómez Escribano-, y que acaba, como en las mejores novelas del género, con una sorpresa no exenta de controversia.

Pues bien, Todos me llaman Ful es la secuela lógica de Ful después de que Melero volviera a su mosso Xavi Masip en El secreto está en Sasha (2017) y volviera a cambiar de registro dentro del género negro con una novela coral ambientada en el mundo de las finanzas. De hecho, la historia no solo retoma el personaje de Ful, todavía más desencantando con todo, no por nada se nos presenta como “doctorado en calamidades”, sino que además estructura toda la trama alrededor de la misma premisa que la anterior novela, Ful. Así pues nos encontramos de nuevo, no con un atraco fallido, sino con un tiroteo entre los protas, una narcobanda y la guardia civil, la cual desencadenará una persecución de Ful y sus socios por parte de la policía, en este caso del teniente de la Guardia Civil López Cuervo, unos traficantes guiados por Adalberto, un picolo corrupto que trabaja en Aduanas, e incluso un sicario ruso que busca, casi que a tientas y dejando un predecible reguero de sangre a sus espaldas, a Ful y a su socio, Pepe, un ex mosso pasado al lado oscuro, por haberle robado el peruco de lujo a un mafioso ruso sin saber que lo era, una de las pocas cosas que chirría de toda la historia porque promete mucho y al final parece disolverse como un azucarillo en el café.  Una historia que, también a semejanza de la primera entrega del personaje de Ful, es ante todo trepidante, acción desde la primera línea del primer capítulo –imposible no traer a la memoria al personaje de Mark Renton, interpretado por Ewan McGregor, de Trainspotting en la alocada persecución con la que comienza la película- hasta el final. Un comienzo que sirve sobre todo para poner sobre aviso al lector de lo que le espera a lo largo de la novela, capítulos cortos y trescientas y pico páginas de adrenalina a raudales. Con todo, es a partir del segundo capítulo cuando nos reencontramos con Ful y sus circunstancias, cuando aparece su socio Pepe, su amigo de la infancia en el barrio leridano en el que ambos crecieron y el ex mosso que le propone asociarse con él y sus compinches para dar un palo a los narcos colombianos para los que trabaja Adalberto, el picolo corrupto de aduanas al que Ful y Pepe chantajearán para que les entregué la mercancía que llegará en un contenedor al puerto de Barcelona.

Así pues, y tal y como apuntaba, todo girará alrededor del antes y el después del tiroteo en el puerto de Barcelona. En el antes se nos irán presentando los personajes que participarán en el tiroteo, tanto directamente con Ful y Pepe, el corrupto Adalberto y el teniente Cuervo, como indirectamente en la figura de los otros dos socios de Ful y Pepe, un tal Juan que hará las veces de conductor y Carapan, el colombiano que acabará revelándose como un psicópata sexual; ambos se encargarán de secuestrar a la familia de Adalberto con el fin de poder así chantajearlo. El después será todo lo que se puede esperar de la huida de Ful y Pepe con la mitad de la mercancía de los narcos tras una de las escenas de tiros más intensas y mejor escritas que le leído en mucho tiempo, toda una eternidad en poco más de cuatro páginas. Un tiroteo entre el picolo corrupto y sus compinches con sus compañeros de la Benemérita al mando del teniente Cuervo y nuestro prota y su socio. Un tiroteo al que hay que sumar esa otra escena que sucede simultáneamente en la casa de Adalberto con la mujer y los hijos de éste a merced del psicópata de Carapan. No me toca seguir comentando como se seguirá desarrollando la historia a partir de ese cenit que es el tiroteo y lo que ocurre en casa del picolo corrupto, porque es el lector al que le compete averiguar cómo consiguen huir Ful y Pepe del tiroteo, dónde esconden la droga para luego venderla y quiénes, cómo y para qué los persiguen hasta el desenlace de la historia.

En cualquier caso, creo que con estos simples trazos queda más que apuntado el carácter de novela esencialmente de acción de Todos me llaman Ful.  Pero cómo hace Melero para conseguir, ya no solo mantener en vilo al lector con una historia que con esos mimbres en realidad tan frágiles podría caer en la tentación de repetirse a lo largo de más de trescientas páginas. Pues lo hace de varias maneras. Por un lado utiliza la técnica que ya utilizó en Ful de mezclar capítulos contados en primera persona por el protagonista y otros en tercera persona. De esa manera la primera persona le vale a Melero para profundizar en la construcción del personaje de Ful, alguien que se nos presenta como una víctima de la fatalidad de haber nacido donde ha nacido y, sobre todo, de haber tomado decisiones en el pasado que lo han condenado a un presente del que no se siente nada orgulloso y del que le gustaría salir a toda costa. Y ese “a toda costa” no es otro que participar en el plan que le propone su amigo de la infancia. Sin embargo, él se considera a sí mismo y en todo momento como una buena persona, y por eso no puede sino sentir repulsa por la violencia gratuita de personajes como el Carapan, acaso el verdadero malo de esta historia, siquiera el malo sin posibilidad de coartada social o moral alguna, y siempre en contraste con Ful y su amigo, al fin y al cabo dos desgraciados que justifican lo suyo con su derecho a encontrar una segunda oportunidad en la vida. De ese modo, y gracias a todo lo que nos cuenta Ful en primera persona, a todo lo que se le pasa por la cabeza en tiempo real, conoceremos las aristas tanto de nuestro protagonista como de su amigo. En cualquier caso, un verdadero y notorio intento de penetrar en la mentalidad del delincuente, no tanto para disculparlos como para tener una perspectiva más real, empática incluso, sobre el delincuente al más genuino estilo de ese subgénero de la novela negra llamado de “quinquis”, y del que no puedo evitar volver a mencionar a Paco Gómez Escribano como el autor que prácticamente lo ha resucitado. Ahora bien, si en la mayoría de las novelas escritas desde el punto de vista del delincuente no suele haber compasión con la figura de los representantes de la ley, casi siempre el enemigo a batir y del que se suele hablar con todo el desprecio y rencor del mundo posible porque, a fin de cuentas, son los que se encargan de joderle la vida, en este caso podríamos afirmar que a Melero se le nota la placa porque por algo ha intentado hacer algo parecido con el antagonista natural de Ful y su colega, el teniente Cuervo de la Benemérita cuyas circunstancias personales nos son presentadas por el autor con la misma sinceridad y coherencia con las que describe al resto de los personajes de la novela. Un intento de humanizar al “poli” que se me antoja tan encomiable como necesaria de cara a la veracidad de la historia, sobre todo si tenemos en cuenta las veces que la policía no suele ser mostrada como un mero estereotipo para salir al paso y poco más.

Con todo, y por muy atractivo que parezca el planteamiento de la novela y en especial la promesa de una lectura plagada de acción y sorpresas, habría sido imposible sostenerla a lo largo de más de trescientas y pico páginas si no fuera porque Rafa Melero Rojo hace una verdadera ostentación de talento literario gracias a una prosa primorosamente trabajada para asegurar que no decaiga nunca el ritmo al mismo tiempo que accedemos a los entresijos de las vidas de los personajes, ya sea la emotiva historia de amistad entre Ful y Pepe, o algunos de sus traumas como la esquizofrenia que hace creer a Ful que su amada Jessy sigue estando ahí para cuando consiga resolver su futuro. Una escritura poderosa, dura y, lo que es muy importante en estos casos, sobre todo veraz, en la que no falta una buena dosis de ironía, en especial del prota para consigo mismo y todo lo que lo rodea. Una ironía que, como suelo repetir siempre que reseño novela negra, juzgo imprescindible para que el lector pueda digerir sin indigestarse tanta mugre con la que uno se topa a poco que se asome a ese lado negro de nuestras en apariencia pacíficas, seguras y sobre todo autosatisfechas sociedades occidentales.

Así que ya solo queda felicitarse por la ocasión que Melero nos ofrece de pasar un buen rato más que entretenido, intenso como pocos, leyendo una novela a la que no le falta lo imprescindible para ser uno de los mejores exponentes de su género. Me refiero, claro está, a una trama no por sencilla menos atractiva, un tan sucinto como certero retrato sociológico y humano de sus personajes, el humor o la ironía con la que podemos recorrer la historia siempre con una sonrisa entre los labios antes que una mueca de disgusto o cualquier otra cosa por el estilo, y, ya muy en especial, la certeza de que su autor atesora ya un instinto narrativo más que acreditado. Por mi parte, podría objetar que echo en falta en este tipo de novelas algo más que el propósito de entretener al lector en exclusiva, que me gustaría percibir en el texto eso que se decía a la hora de distinguir la novela negra de la esencialmente policial en el ánimo crítico de la primera para con la sociedad en la que está ambientada. Un ánimo crítico, puede que solo un poco más explicito, que no percibo ni en esta ni en la mayoría de las novelas negras contemporáneas españolas y que nada tiene que ver con convertir una trama alrededor de un crimen en un panfleto anti esto o lo otro, si eso y como poco algo más que nos ayude a entender porque personajes como Ful o su colega Pepe son incapaces de salir del círculo vicioso donde les ha puesto la vida, eso o por qué otros venden la suya al mejor postor cuando ni siquiera lo necesitan. Sin embargo, tampoco me voy a engañar, cualquier tentativa de hacer algo parecido a lo que sugiero podría correr el riesgo de derivar en un panfleto. De modo que por eso mismo, y también porque estoy convencido de que el éxito actual de la novela negra se debe a su concepción por parte de la mayoría del público como mera literatura de evasión, me temo que la reivindicación de una novela negra más comprometida con la crítica de nuestros tiempos esté condenada de antemano a la irrelevancia.

© Txema Arinas. Junio 2022. Todos los derechos reservados.

© El Sayón. Junio 2022. Todos los derechos reservados.

viernes, 24 de junio de 2022

A FOGEIRA DE SÂO JOÂO

 


  Al vivir en un pueblo lo único que tiene que hacer la perra de mi madre es abrir la puerta de casa para salir al jardín a hacer sus necesidades, perderse por el bosque contiguo o bajar hasta el arroyo, y ya luego regresar a casa por su propia cuenta. Sin embargo, como tenemos a mi señora madre y su compañera canina en el piso de Oviedo, servidor está obligado a bajarla al parque tres veces al día para que haga pipí y caca, por lo que a estas alturas ya puedo afirmar que estoy hasta los mismísimos de recoger la mierda de la perra; entre otras cosas porque a día de hoy todavía no me sé manejar con la bolsita de los cojones, de modo que no han sido una, ni dos ni tres, las veces que he tenido que frotarme las manos a fondo nada más llegar a casa.

        Así que esta semana ha tocado soñar que me encontraba en una playa inmensa al lado de Lisboa -se supone que porque tengo al mayor de viaje de estudios en un hotel playero al lado de esa ciudad-. El caso es que ya estaba anocheciendo y yo iba paseando por la playa sorteando los grupos de adolescentes que preparaban las hogueras de San Juan con la esperanza de encontrar a mi hijo y sus colegas como el que no quiere la cosa: "¡Anda, qué sorpresa! ¿Cómo tú por aquí? ¿Y esas botellas de vodka? ¿No decías que tú no fumabas porros?" 

       Caminaba y caminaba por la playa y ni rastro de mi hijo mayor. Entonces, como ya había anochecido lo suficiente, veo que encienden las hogueras y que la gente se dispone a saltar. Para mi sorpresa, la primera persona a la que veo saltar es a un viejales ataviado con una túnica blanca. Me digo que será algún hippy de esos pasados de rosca puesto hasta arriba de todo. Así que me paro a ver si hay suerte, cae de lleno en la hoguera y se achicharra los huevos. Pero no, el tipo efectúa un salto limpio e incluso se permite una reverencia para agradecer los aplausos del público. En ese momento me fijo más detalladamente en el rostro del tipo y no puedo dar crédito a mis ojos: “¿Platón?” A continuación observo a otro abuelete saltando otra hoguera y vuelvo a alucinar: “¿Sócrates?” El tercero que veo saltar es, por supuesto, Aristóteles. Entonces, visto lo que hay, me dispongo a descubrir saltando a Demócrito, Epicuro, Pitágoras, Heráclito, Parménides…, vamos, toda la panda. Pero justo en ese momento oigo una voz que me interpela a mis espaldas.

- Não vai saltar a fogueira?

- ¿Paulo Coelho?

    Tócate "as bolas", qué hará este tipo aquí, y no lo digo porque de filósofo tiene lo mismo que yo de ingeniero de obras y caminos, sino porque estamos en Portugal y él es brasileño. Pero bueno, menuda chorrada, habrá venido de vacaciones, puede que a dar una de sus charlas con el propósito de estafar a gente de esa que anda desorientada por la vida y necesita que alguien le ponga por escrito las obviedades y memeces con las que todo el mundo se saca de encima al pesado de turno cuando viene a contarle sus problemas.

- É a noite de Sâo Joâo e tens de saltar a fogueira.

- ¡Qué cojones voy a saltar la hoguera! Lo que me faltaba, la semana pasada me quemé el brazo porque con las prisas se me olvidó enharinar el conejo antes de echarlo a freír, y ahora de cintura para abajo.

      Pero entonces el cabrón del Coelho empieza a hacer eso que tan bien se le da, comer el tarro a los idiotas que están presentes para que me animen a saltar la hoguera.

- SALTA, SALTA AGORA!

     Así que no me queda otra que saltar, no vaya a ser que el barullo atraiga a mi hijo y a sus colegas y así tenga otro motivo más para avergonzarse de su viejo.

- Ya voy a saltar, hostias, ya salto.

 Y justo cuando emprendo el salto sobre la hoguera se abren los cielos, descargan una trompa de agua que apaga la hoguera de golpe –aquí el sueño hará referencia a que ha estado lloviendo toda la semana en Oviedo y ha sido imposible sacar de casa a mi vieja a riesgo de tener luego que meterla en la secadora, a ser posible con la silla de ruedas-, y yo, que he perdido fuelle por culpa de la lluvia, caigo sobre lo que supongo que serán los rescoldos de la hoguera; pero no,faltaría más tratándose de una puta pesadilla, porque no son precisamente cenizas aquello con lo que me embadurno nada más llegar al suelo, sino…

miércoles, 22 de junio de 2022

TIERRA DE FURTIVOS - ÓSCAR BELTRÁN DE OTÁLORA

 TIERRA DE FURTIVOS de Óscar Beltrán de Otálora, un veterano periodista que nos presenta una trama criminal ambientada en la Euskadi de después del cese de la actividad criminal de ETA, en escenarios que me son muy familiares: https://www.solonovelanegra.es/tierra-de-furtivos-de-oscar-beltran-de-otalora-por-txema-arinas/?fbclid=IwAR2ieipPYsFfTfet-z09gZkfZ0Be2kPdF6SfX3Bh8EWr496Pucaz25vn1I4



 

Tatiana y Mikel le relataron el resultado de sus pesquisas: le mostraron las fotografías de la galería subterránea saturada de marihuana y las grabaciones de vídeo de Pérez de Arrilucea y detallaron lo que sabían sobre aquella droga bautizada Aliento del Gudari, destinada a la compra de armas. Asimismo, Josu escuchó sus palabras sobre los planes de Marta y Hector para hacerse con la droga con la colaboración de Eneko. Tatiana le dijo que su amiga y su novio habían comprado dos pistolas, y las armas, efectivamente, habían sido halladas en la casa de la pareja. Todo cuadraba.

Tierra de furtivos – Óscar Beltrán de Otálora

 

Emprendo la lectura de Tierra de Furtivos (2022) de Óscar Beltrán de Otálora procurando hacer un ejercicio de distanciamiento respecto al escenario sobre el que se va a desarrollar la trama del libro. Lo hago porque sé que está ambientada en una ciudad mediana de provincias del norte de España que es la mía. De ese modo pretendo, no tanto averiguar porque eso se me antoja excesivamente pretencioso, sino ya solo entrever hasta qué punto la historia del libro merecería mi interés por sí misma y no por el paisaje y paisanaje que la protagoniza. Enseguida salgo de toda duda porque el comienzo del libro y su posterior desarrollo es tan poderoso literariamente, está tan bien escrito y con el ritmo justo para atrapar al aficionado del género, que es imposible escapar a la sensación de que uno se está aventurando en una historia que le va a reportar una lectura tan intensa como placentera. Con todo, la presentación que el autor hace de los escenarios donde se desarrolla la trama es tan detallada, así como la de los personajes y las circunstancias sociopolíticas que la rodean y que tienen que ver con el pasado y presente del País Vasco después de años de soportar la violencia terrorista etarra y todo lo que ello conllevó y conlleva, que no puedo sino maravillarme de lo bien y hasta dolorosamente presentado que está todo. Sé que no debería extrañarme porque Óscar Beltrán de Otálora (Vitoria, 1967) es un curtido y reconocido periodista en todo lo que tiene que ver con la información relacionado con el terrorismo, tanto el de ETA como el de los grupos yihadistas. Dicho de otra manera, alguien que conoce el percal de lo que habla porque no está haciendo turismo literario como es el caso de aquellos escritores a los que les gusta ambientar sus tramas en escenarios que no les son propios, en la convicción de que pueden resolver su falta de implicación con estos con la debida documentación a veces demasiado justa, cuando no echando mano de los clichés de rigor y poco más. En el caso de Beltrán de Otálora salta a la vista desde el primer momento que escribe sobre escenarios en los que ha vivido y que conoce al detalle –las descripciones sobre la zona de los pantanos alaveses, y en especial aquella más agreste y apartada de acceso al público, me resulta admirable como lector que también la conoce y hasta diría que me emociona al tratarse de parte de ese paisaje sentimental que todos llevamos dentro-. Otro tanto acerca de personajes probablemente inspirados en prototipos con los que ha tenido que bregar en más de una ocasión y que a mí como lector, una vez más, también me resultan en su inmensa mayoría fácil y hasta insoportablemente reconocibles. Sin embargo, y dejando a un lado el rigor y hasta el cariño con el que describe ese rincón del norte de la provincia de Álava, a decir verdad el triángulo formado por los dos pantanos, el de Ullivarri-Gamboa y el de Urrúnaga y sus proximidades, limítrofe con sus provincias hermanas -esto según la terminología de inspiración (pos)foralista tan al uso entre los nativos-, también me ha llamado poderosamente la atención cómo ha conseguido recrear en una pequeña o mediana –eso ya según el juicio de cada cual- capital de provincia como Vitoria-Gasteiz, un escenario tan atractivo, incluso propicio, para el desarrollo de dos tramas negras que acabarán confluyendo hacia el final del libro. Pero no lo hace porque considere como vitoriano que esa actividad criminal por parte doble esté fuera de lugar en una ciudad que los naturales tendemos a considerar tan plácida como aburrida, una Vetusta como cualquier otra en la que no suele pasar nada digno de ocupar los titulares de la prensa a cualquier escala. No, ni mucho menos, no me sorprende nada lo bien integradas que están ambas tramas en la realidad de una ciudad tan aparentemente tranquila y segura como Vitoria porque no comparto ese imaginario del vitorianico de a pie, que es como decir el de cualquier natural de una ciudad de tamaño medio de nuestra geografía, el cual consiste en ignorar, a consciencia o no, toda realidad que no tenga que ver directamente, sobre todo si la cuestiona, con la idea autocomplaciente que se tiene del lugar donde se vive y que por lo general suele corresponder a épocas anteriores e idealizadas sin el más mínimo rubor. No me sorprende solo porque hay que hacer un verdadero ejercicio de autoengaño para creerse que  una ciudad de más doscientos cincuenta mil habitantes puede estar exenta de la cuota de lumpen o criminalidad que le corresponde como a cualquier otra de su entorno, sino también porque la misma novela negra nos ha enseñado que cualquier rincón del planeta, hasta el más apartado, siempre que esté poblado por más de dos ejemplares de nuestra misma especie, es un lugar propicio para ambientar una historia negra, y ahí está la llamada novela negra rural para corroborarlo.

Así pues, cómo no celebrar la agudeza con la que Beltrán de Otálora describe los bajos fondos que toda ciudad tiene por mucho que les complazca a algunos pensar que eso es cosa de las grandes capitales e incluso de otras latitudes, nunca de estas tan económica y socioculturalmente autosatisfechas como en la que vivimos, aquí el insoportable ensimismamiento ombliguista de los naturales de las regiones ricas siempre presente. Unos bajos fondos que aquí como en todas partes son habitados por los más desfavorecidos de entre nosotros, la gente con menos recursos económicos que vive el día a día siempre sobre la cuerda floja y que, aunque no de forma exclusiva, suele coincidir con esos nuevos ciudadanos llegados de fuera para buscarse una nueva vida en condiciones siempre de precariedad y a merced de todo tipo de abusos, empezando por los de su propia gente. Un lumpen que siempre ha existido a la escala que tocara en cada momento, pero que en esta España del XXI y en una ciudad como la que nos ocupa, suele ser frecuentado por inmigrantes como Tatiana, la protagonista de la primera trama de la novela, la cual regenta una peluquería  después de haberse pasado años entre centros de menores, una superviviente de la mala vida a la que parecen condenadas algunas personas como ella por la razón que sea, aunque casi siempre tiene que ver por haber coincidido con las personas equivocadas. Tatiana descubre que una amiga suya ha muerto calcinada junto al novio de esta dentro de un coche abandonado junto al pantano de Ullibarri, así que, ante sus reticencias a acudir a la policía por esa desconfianza innata que la gente de su condición siente hacia los que en teoría deberían proteger a todos los ciudadanos sin importar su origen o clase social, decide investigar por su cuenta.

No obstante, el caso del asesinato de la amiga de Tatiana y su novio está en manos de un oficial de la Ertzaintza, Josu Aguirre, con sus pujos de detective joven y ambicioso que no duda en ir por su cuenta y hará que acabe enfrentado con sus mandos y compañeros. De ese modo, el autor nos introducirá en el pequeño mundo de los conflictos internos de la policía autonómica vasca, los cuales están intrínsecamente relacionados con los años de la lucha antiterrorista y las secuelas que esta ha dejado entre sus miembros. Por si fuera poco, hay que sumar un tercer protagonista a la historia, Mikel Arrizabalaga, un antiguo escolta en la época del terrorismo de ETA reconvertido en guarda forestal y cuya principal ocupación consiste en perseguir a los cazadores furtivos que se mueven en las inmediaciones de los pantanos. Mikel acabará colisionando con un compañero de trabajo cuyas actividades como guarda forestal son tan turbias como su propio pasado y a través del cual llegará hasta Iñaki Pérez de Arrilucea, responsable de un grupo de disidentes de la izquierda abertzale  descontentos con la decisión de ETA de dejar las armas. De cómo los caminos de los tres protagonistas, la peluquera Tatiana, el oficial de la Ertzaintza Josu Aguirre y el guarda forestal Mikel Arrizabalaga, acaban convergiendo alrededor de una trama mucho más complicada y sobre todo sorprendente de lo que podría parecer en un primer momento, es de lo que va Tierra de Furtivos.

En cualquier caso, y por muy atractivo que pueda resultar el argumento de Tierra de furtivos para aquellos que juzgan el valor de una novela negra por lo original, rebuscado o no, pero siempre sorprendente, de la trama en exclusiva, lo mejor del libro es precisamente aquello que justifica su adscripción al género negro con todas las de la ley, es decir, con la definición clásica que diferencia una novela negra de una exclusivamente policial. Una diferencia que suele hacerse siempre en función de que la resolución del crimen no sea tanto el objetivo principal o único de la novela como una mera excusa para hablarnos de un determinado contexto negro o criminal y, muy en especial, de las personas que lo habitan. De ese modo los personajes de las novelas negras suelen ser individuos con problemas de adaptación o integración, personajes marginales o a contracorriente, los cuales suelen cuestionar la clásica y maniquea división entre buenos y manos, pero que nos sirven de guías perfectos para adentrarnos en unas realidades que nos son desconocidas, o cuanto menos lejanas, por tener que ver siempre con lo más negro, peligroso, de nuestras sociedades, aquello de lo que procuramos mantenernos a distancia, pero cuyo atractivo, siquiera ya solo por mero morbo, es innegable.

En Tierra de furtivos no cabe duda alguna que su autor nos quiere hablar del presente del País Vasco tras décadas de terrorismo etarra y cómo muchas de sus secuelas todavía son perceptibles en individuos que en su momento se vieron implicados de lleno en la lucha antiterrorista como el ex escolta Mikel, o ámbitos como el de la propia policía autonómica, e incluso antiguos militantes o supuestos “combatientes” del lado de los terroristas que se niegan a aceptar la derrota y aquellos jóvenes fanáticos y hasta idiotizados por una más que dudosa, a decir verdad nociva, épica del pasado, jóvenes en manos de tarados manipuladores como el tal Iñaki Pérez de Arrilucea. Así pues, Óscar Beltrán de Otálora nos habla de un mundo oscuro de necesidad, siquiera de un lumpen con label propio como es todo lo que rodea al radicalismo filoetarra reacio al reciclaje democrático en el que está inmersa la izquierda abertzale oficial alrededor de Bildu, el cual, insisto, conoce a la perfección como periodista que ha cubierto las noticias relacionadas con el terrorismo etarra durante décadas. Y es precisamente en esa ambientación de la trama de Tierra de Furtivos en el, insisto, peculiar y peliagudo escenario sociológico vasco a los diez años de la tregua indefinida de ETA donde la novela de Beltrán de Otálora brilla en toda intensidad. Todavía más, se diría que el género negro le viene de perlas para hablarnos de las trastiendas de una sociedad traumatizada durante décadas por el terrorismo etarra. Unas trastiendas de las que ya nos han dejado su propia versión autores como Fernando Aramburu con su exitosa Patria (2016), Edurne Portela con Mejor la ausencia (2017), Ramón Saizarbitoria con Maturtene (2012), Iban Zaldua con Como si nada hubiera pasado (2018) y todos los que se quieran y/o se puedan sumar a la lista; pero, que en caso de Tierra de Furtivos y al presentarse bajo la forma de novela adquiere un interés especial por la forma como el autor desarrolla la trama alrededor de ese contexto de la Euskadi después de ETA. Una forma, por otra parte, que en este caso se me antoja muy lograda para hablarnos, siempre con el pretexto de la historia criminal que nos ocupa, sobre las entretelas de aquellos que estuvieron en primera línea del frente de la lucha antiterrorista y también al otro lado de la trinchera. Una forma también de hacer llegar esta versión del relato sobre lo sucedido en el País Vasco durante décadas a un público mucho más amplío del que lee la llamada novela literaria, o ya solo pura y dura, al estilo de los autores antes citados. Una forma además mucho más cercana y sobre todo fidedigna que la de cualquier otra novela negra que haya tratado anteriormente el tema y en las que, por lo general, repito que lo que abunda es el turismo literario y el cliché a mansalva –y aquí excuso en citar ejemplo alguno porque me tendría que remitir a las novelas negras, o exclusivamente policiacas, como las de un tal Gálvez en Euskadi del recientemente fallecido Jorge M. Reverte y no es cuestión de entrar en polémicas innecesarias-.

De ese modo, la novela está tan apegada al contexto sociopolítico vasco que hay momentos que me tengo que plantear hasta qué punto ciertos aspectos como la existencia de ese grupo de jóvenes disidentes que entrena el tal Pérez de Arrilucea en el monte puede resultar fuera de lugar, un exceso de imaginación, pura fantasía, para un lector ajeno a todo lo nuestro. Y no porque Beltrán de Otálora haya pecado precisamente de fantasioso forzando la realidad para hacer más atractiva la trama de su novela, sino más bien todo lo contrario. Porque la realidad, por lo general desconocida para la mayoría más allá del País Vasco y Navarra, es que no solo existen esos disidentes de la izquierda abertzale dispuestos a retomar las armas en cualquier momento, en realidad un prototipo de militante tan fanatizado como intratable que la mayoría de vascos hemos conocido a lo largo de nuestra vida, sino que además supera y con creces toda la literatura que se le pueda echar al asunto tal y como lo demuestran los hechos sucedidos hace apenas unos días de cuando escribo esta reseña. Me refiero a la guerra declarada a puñetazos y patadas en el Casco Viejo de San Sebastián por los jóvenes de la GKS (Gazte Koordinadora Sozialista) contra los miembros de las juventudes de la izquierda abertzale oficial a la que acusan de traidores por haberse rendido al Estado Español para convertirse en socialdemócratas renunciando a la lucha por la consecución de una Euskadi socialista e independiente. Así pues, insisto, poco o nada de fantasioso o gratuito puede haber en Tierra de Furtivos estando ambientada en un contexto como el vasco en el que la realidad parece empeñada en superar siempre la ficción por muy difícil de creer que pueda resultar para el de fuera. A decir verdad, un auténtico filón para el género que todavía no se ha explotado del todo, a menos no sin los reparos que durante décadas supuso para muchos autores acercarse a un terreno donde, lo quisieran o no, la política iba a acabar impregnando buena parte del texto.

Con todo, y una vez reconocido lo mucho que me ha satisfecho, reitero que por momentos incluso hasta deslumbrar, el retrato del contexto sociopolítico vasco que hace Beltrán de Otálora en Tierra de furtivos, así como la presentación de la mayoría de sus personajes –si bien tampoco puedo evitar pensar que la construcción de los de ciertos altos cargos de la Ertzaintza tienden en demasía hacia la caricatura-, también tengo que confesar algo que reconozco ser completamente subjetivo, puede que una de esas manías mías que se dan de bruces con lo que es el gusto mayoritario de los aficionados del género negro. Me refiero a lo que considero el habitual exceso de páginas de la mayoría de las novelas negras que publican las grandes editoriales. Algo así como si estuvieran convencidas de que el aficionado solo está dispuesto a pagar el precio de una novela negra a partir de las doscientas páginas. Incluso como si no mereciera la pena considerar una novela negra en serio por debajo de ese número de páginas. Lo digo porque soy un firme convencido de que lo bueno cuanto más breve mucho mejor, lo cual, trasladado a la novela, viene a significar que más allá de las doscientas páginas es muy difícil que la historia de una novela sea verdaderamente redonda de no tratarse de un folletón en toda regla o una obra genial al estilo de El Quijote de Cervantes o el Ulises de Joyce. Sin embargo, y por lo que respecta a la novela negra, todavía resulta más fragrante, pues no hay un género que esté más sujeto al trinomio clásico del inicio, nudo y desarrollo. Un trinomio cuya perfección reside casi siempre en el perfecto equilibrio entre sus tres partes. Y ese es precisamente el problema de la mayoría de las novelas negras de un tiempo a esta parte, que pecan de desequilibrio, por lo general en el desenlace, el cual parece alargarse como un chicle en la boca de su autor con el único fin de epatar al lector con las escenas de acción, o despistarlo alambicando todo lo posible el desenlace. Creo que algo de eso es lo que le pasa a Tierra de furtivos hacia el final de la novela, sobre todo si pienso en la huida… eterna de los protagonistas por los parajes que rodean los pantanos alaveses; puede que ellos, al estar en forma, no acusen el cansancio a través de no sé cuántas páginas de persecución; pero, yo he acabado extenuado.  Ahora bien, reitero que esto es una percepción subjetiva de alguien que parece estar siempre a la contra de lo que se estila ahora en el género negro, donde sospecho que impera dedicar buena parte del talento narrativo de los autores, y el de Beltrán de Otálora está mejor que bien acreditado en esta novela, a la narración de las escenas de acción, quién sabe si en la convicción de que la escritura tiene que competir de alguna manera con la preeminencia contemporánea en todos los aspectos de la imagen. En cualquier caso, una pejiguera que en nada desmerece el placer que me ha proporcionado la lectura Tierra de Furtivos por todo lo mencionado antes a lo largo de esta reseña.

Txema Arinas

Oviedo, 10/06/2022




lunes, 20 de junio de 2022

LA ESTAFA VERDE

 Artículo para la revista LA PAJARERA MAGAZINE: https://www.lapajareramagazine.com/la-estafa-verde?fbclid=IwAR2gpEh7TZYiHm2uIQTgDDCSE6-t94C6jA-6UKebh6nMH1PppvXxRpWN-


El argumento principal de la nueva temporada de la serie danesa Borgen, la cual tiene como protagonista a la política Birgitte Nyborg como ministra de exteriores en un gobierno de coalición en el que su partido, minoritario, mantiene una férrea postura ecologista, nos plantea una cuestión sumamente interesante acerca de los límites y contradicciones de la política ambiental. Se ha descubierto petróleo en Groenlandia, territorio autónomo dentro del Reino de Dinamarca y al que se le reconoce el derecho a la autodeterminación en el caso de que sus 
ciudadanos estuvieran dispuestos a asumir una hipotética independencia. Parece ser que ese momento ha llegado con el oro negro que facilitaría una independencia al más genuino estilo de una monarquía del Golfo Pérsico. Sin embargo, la ministra Nyborg se resiste a permitir la explotación de ese tesoro negro bajo la superficie groenlandesa con el pretexto de que su gobierno está en contra de la explotación de la industria de combustibles fósiles por contaminante y a favor de la transición ecológica. Como resulta que Groenlandia todavía está bajo soberanía danesa, el encontronazo entre los dirigentes autónomos groenlandeses y la ministra Nyborg no tarda en llegar. Ella argumenta que trabaja por el beneficio común, no solo de los ciudadanos daneses sino sobre todo del conjunto de la humanidad, que esa es su obligación como política comprometida con la defensa del medio ambiente y que no cederá ante los intereses particulares de unos pocos. Los representantes del gobierno autónomo lo tienen bien claro: ¿Con qué derecho les niega ahora el gobierno de Copenhague la explotación de uno de sus recursos naturales, unos recursos que podrían acabar con el atraso endémico en el que vive la mayoría de la población groenlandesa de
origen inuit en una tierra tan extrema como la suya, después de haberlos colonizado en contra de su voluntad para aprovecharse durante siglos de su riqueza natural, de haberlos marginado históricamente considerándolos
ciudadanos de segunda y haberles impuesto su lengua y cultura, cuando lo único que pretenden ahora es aprovechar ese mana llovido del cielo en forma de oro negro para quitarse de encima la dependencia danesa? ¿Acaso están
obligados los groenlandeses a sacrificar su futuro por el bien del conjunto de la humanidad renunciando al progreso que otros llevan ya décadas disfrutando, y eso mientras Dinamarca sigue y seguirá por mucho tiempo comprando
combustibles fósiles a países de tan dudoso compromiso democrático como la práctica totalidad de las monarquías árabes de la península arábiga y similares? Se trata de un argumento harto conocido, el de los países que hasta hace nada eran considerados subdesarrollados o, cuanto menos, en vías de desarrollo, siquiera ya solo para diferenciarlos de ese primer mundo por lo general occidental, cristiano y blanco, que una vez subidos al carro del progreso, como sería el caso de colosos como China o India, responden a las acusaciones de los países occidentales acerca del daño que su vertiginoso proceso de industrialización está provocando al medio ambiente con el mismo argumento que los groenlandeses: ¿por qué vosotros si pudisteis contaminar todo lo que os dio la gana y más y no nosotros no? La respuesta, por supuesto, es muy obvia: porque nosotros hemos contaminado tanto el planeta, hemos destruido el ecosistema con tanta saña, que si ahora vosotros hacéis lo mismo nos vamos ya definitivamente todos al garete de aquí a unos años.

Sin embargo, ¿tienen o no tienen razón esos países, hasta hace nada en vías de subdesarrollo, cuando les reprochan a esos otros instalados ya en el desarrollo desde hace décadas, que ellos también tienen derecho a su trozo de la tarta? Todavía más, ¿acaso no resulta muy evidente, a la par que lógico, que la conciencia ecológica sea antes que nada la consecuencia de la reflexión de los ciudadanos del primer mundo desarrollado y además democrático en
 mayor o menor medida? Dicho en plata: ¿es la ecología un asunto de ricos al estilo de los daneses de Borgen? Peor aún: ¿se trata de una preocupación exclusiva de aquellas sociedades que se pueden permitir el lujo de enarbolar la bandera verde porque los cambios o transformaciones que supondría una verdadera transición ecológica no afectaría en esencia su nivel de desarrollo, que como mucho generaría alguna que otra molestia o gasto a los particulares sin poner en riesgo su condición de ciudadanos del primer mundo rico y autosatisfecho? Algo que, sin embargo, si podría afectar a esos otros países que todavía no han completado el paso de una economía dependiente en exclusiva de sus recursos naturales a otra industrializada porque ralentizaría esa emancipación definitiva. Se trata, por supuesto, de una cuestión no solo económica, sino también moral: ¿con qué derecho exigen los ricos de toda la vida a los nuevos que lo sean menos, incluso que renuncien a serlo teniendo la oportunidad y todo ello por el bien del conjunto de la humanidad? En cualquier caso, una cuestión a escala planetaria que también podemos reducirla a la escala en la que nos movemos a diario los ciudadanos de a pie: ¿con qué derecho nos exige el poder político y económico que sacrifiquemos parte de nuestro bienestar, vulgo, el dinero de nuestro bolsillo, en pro de una transición ecológica de andar por casa, esto es, pequeños cambios, renuncias y dispendios de cada cual que supuestamente contribuyen a hacer más sostenible el planeta, cuando la destrucción del ecosistema sigue siendo imparable porque las grandes industrias contaminantes, como la de los combustibles fósiles, y con ellos todos los gobiernos que las sostienen, incluso que dependen de ellas para su propia existencia, no están dispuestos a emprender en serio ese cambio de aquí a medio o corto plazo, es decir, hasta que no les quede otra porque ya no hay gallina de los huevos de oro.

Me estoy refiriendo, claro está, al maremágnum de dudas que genera eso que llamamos economía verde. En principio todos somos ecologistas a poca conciencia que se tenga sobre los problemas de nuestro planeta. Hemos explotado y contaminado tanto que no son pocos ya los expertos de verdad que avisan de un colapso inminente de aquí a un plazo no muy lejano. Por lo tanto, algo hay que hacer para revertir esa carrera loca hacia el colapso. El problema es que de repente no solo los ciudadanos nos hemos vuelto ecologistas, sino también casi todos los partidos políticos, de los cuales no pocos han autorizado todo tipo de agresiones al medio ambiente cuando gobernaban, e incluso la mayoría del sector productivo entre los que no faltan sectores que son o han sido responsables directos de dichas agresiones. Eso o que por lo menos no dudan en subirse al carro de la ecología en la convicción de que eso es lo que reclama la mayoría de sus electores o consumidores. Y ahí empieza el problema, porque cuando todos se reclaman ecologistas la pregunta que hay que hacer es: Entonces, ¿Quiénes están favoreciendo, o cuanto menos permitiendo, las actividades contaminantes que además provocan el aceleramiento del cambio climático que padecemos?

Todos son ecologistas y por eso adoptan políticas llamadas verdes cuyo objetivo es tanto intentar paliar en la medida de lo posible el calentamiento climático como concienciar a la población sobre el tema. De ese modo, los políticos 
toman medidas que se suponen encaminadas hacia una sociedad más ecológica, y parte de la industria presume de haberse puesto las pilas readaptando su producción a las nuevas necesidades de lo que han dado en llamar la economía verde. Y a nadie debería parecerle mal que se pongan las pilas con la ecología, faltaría, al menos a nadie que no sea un necio negacionista del calentamiento climático o acaso un egoísta contumaz para el que todo lo que no le afecte directamente a él se la trae floja, o lo que es lo mismo, mientras pueda vivir como vive sin tener que preocuparse por el estado de sus ríos porque no sabe ni dónde se encuentra el de su pueblo, por la desertificación del planeta porque vive en el norte verde y lluvioso de su país o cualquier otra cosa por el estilo. Pero claro, luego llegan esas políticas verdes y el ciudadano del común descubre que en muchos, acaso demasiados, casos se trata de la impostura al uso entre los políticos, ese aparentar que se hace algo cuando luego por detrás es todo lo contrario. De ese modo nos encontramos que hay pagar una tasa ecológica para poder ir a las Baleares cuando todo su modelo económico se sostiene sobre el turismo de masas que ha destrozado su litoral y pone en peligro los recursos naturales de las islas triplicando o cuadriplicando su población durante las temporadas altas e incluso apostando por las visitas de los grandes cruceros y no digamos ya si recordamos que el aeropuerto de Mallorca es el de mayor tráfico aéreo durante los meses de vacaciones.
Medidas verdes para paliar los daños al medio ambiente que origina el tráfico en las ciudades como la tarjeta que recién acaba de imponer el ayuntamiento de Gijón a los ciudadanos para que identifiquen sus vehículos según su
capacidad contaminadora, lo cual obligará a aquellos que tengan coches más viejos y por lo tanto peor adaptados
 para la cosa verde a alejarlos del centro, es decir, de donde viven. Una medida no solo improvisada de la noche a la
mañana y que supone un nuevo dispendio para el ciudadano del común, sino además un perjuicio para aquellos con las rentas más bajas que no pueden cambiar su trasto a cuatro ruedas por un último modelo con todos los adelantos para ser respetuosos con el medio ambiente a los que la industria automovilística dedica parte de su I+D a sabiendas de que ahí está el nuevo negocio de nuestra época. Un negocio que, a poco que escarbes en la propaganda ecológica de muchas empresas, enseguida descubres que es el tocomocho de toda la vida de los pícaros reconvertidos en probos emprendedores. Los ejemplos, por desgracia, amenazan con ser infinitos, y van desde el camelo del bioplástico del que solo el 25% de su composición es biodegradable y 75% restante polímeros industriales fabricados con petróleo, la tomadura de pelo de las compañías de palma aceitera que crean departamentos de “sostenibilidad” y se involucran en procesos y compromisos que pretenden abordar los problemas que ellos mismos crean, especialmente la deforestación, la estafa revelada por las autoridades de Reino Unido que han condenado a una serie de empresas energéticas que vendían energía producida mediante combustibles fósiles como energía limpia procedente de fuentes renovables a millones de hogares, a esas otras en apariencia pequeñas o anecdóticas 
noticias que nos hablan de timos que hasta pueden resultarnos divertidos como la macroestafa en España con 15 toneladas de uvas vendidas como ecológicas en Nochevieja cuando de tales no tenían nada.
Otras cosas ya no nos resultan tan simpáticas, y no me refiero solo a aquellas que tienen que ver con las contradicciones del día a día como cuando vamos al super y, con la escusa de lo ecológico, nos obligan a pagar la bolsa de plástico, o nos la prohíben sustituyéndola por otra el doble o el tiple de cara, mientras ellos siguen distribuyendo catálogos del papel, con su gasto de reciclaje, grapado, tintes, distribución, humos a la atmósfera y bla, bla, bla. Vamos, repercutiendo el gasto de sus mínimos de política ambiental directamente en el cliente. Me refiero a noticias que sublevan de verdad al ciudadano como cuando se entera de tramas como la trama del reciclaje en la provincia de Sevilla en 2020, todo un conglomerado de empresas en connivencia con determinadas administraciones locales que con el cuento de la lucha a favor del medio ambiente estafaban a los usuarios de varias comarcas cobrándoles tasas de tratamiento de residuos sin llevar a cabo la separación de estos, dado que luego los llevaban a unas supuestas plantas de reciclaje donde se deshacían de estos por varias vías, bien enterrándolos como en Estepa, bien haciéndolos chatarra como en Aznalcóllar, todo ello a la vez que el dinero que no se invertía en el reciclaje se destinaba ya se pueden imaginar ustedes a quiénes. Lo más curioso es que a veces ni siquiera se pueda achacar a la mala voluntad de los que nos gobiernan sino más bien a su ignorancia. Como en el caso de las nuevas aceras ecológicas de Bilbao anunciadas para
 absorber CO2 durante sus 15 años de vida. Unas acercas 60% más caras que las anteriores aunque nadie sabe cómo absorberán de verdad el CO2 de marras porque se trata de un proceso químico que se vende como la repanocha, costo y consumo medioambiental cero, sin emisiones de dióxido de carbono, pero que luego los verdaderos entendidos desmontan con datos de todo tipo evidenciando que lo que les han vendido a los políticos ni se ha contrastado previamente ni es científicamente posible. Claro que todo esto parece, y probablemente lo es, pecata minuta en comparación con la que algunos denominan la gran estafa medioambiental y que no es otra que la llamada revolución verde de Norman Borlaug. La razón es tan sencilla como evidente: el aumento de rendimientos por hectárea y hora trabajada se hace a costa de un consumo de energía desorbitado, procedente de unos combustibles fósiles que comienzan su declive.

¿Significa todo esto que la lucha ecologista es toda ella una estafa? Por supuesto que no, porque, entre otras cosas, de lo que estamos hablando es de los fallos, abusos o contradicciones que existen en toda actividad humana, sobre todo cuando es de las dimensiones como la que nos ocupa.
Porque la lucha contra el deterioro de medio ambiente no es una tarea de un día para otro, ni siquiera el empeño de unas instituciones concretas, un sector productivo concreto o unos particulares concretos, sino más bien la suma de todo ello ahora y en el futuro. Una lucha larga y constante para intentar revertir los daños que le hemos causado al planeta y en la que todos los chanchullos, arbitrariedades o meras negligencias que hemos comentado más arriba no dejan de ser la excepción que confirma la regla: algo se está haciendo.

Empero, el problema no es solo saber si lo que se está haciendo es suficiente, si se hace bien más de lo que ya 
sabemos que está mal hecho, incluso de si algunos tendrían que hacer el doble o triple de lo que hacen porque a ellos les compete más que al resto por su responsabilidad directa en el desastre ecológico al que está abocado nuestro planeta. El problema también es saber hasta qué punto todos los fallos, abusos o contradicciones en el ecologismo pueden minar el compromiso de la mayoría de nosotros por culpa de unos pocos.

Porque no nos podemos engañar, la inmensa mayoría de los ciudadanos del común nos movemos esencialmente por impresiones y emociones. Es imposible, insisto que por lo menos en lo que atañe a la mayoría de nosotros, estar al tanto de todo y en todo momento. La información pormenorizada de las cosas es un lujo al alcance de los muy implicados. El resto accedemos a las migajas de la información que nos ofrecen los medios, y siempre en función de vete a saber qué intereses, o reaccionamos instintivamente a las noticias que cuestionan la eficacia e incluso la buena fe de eso que llamamos políticas verdes. De modo que poco podemos hacer por convencer a un ciudadano de a pie de que lo verde es una obligación para con nuestro planeta porque este está al borde del colapso, si cada tanto tiempo aparecen noticias que cuestionan la sinceridad o la eficacia de las medidas que toman los que nos gobiernan e incluso los que deberían hacer acto de contrición por haber contribuido activamente al desastre. El ciudadano de a pie simple y llanamente no traga con la hipocresía que percibe en los políticos que de la noche a la mañana se cuelgan la etiqueta de verdes para ganar puntos entre el electorado o la doble moral de las empresas que publicitan su compromiso ecológico al mismo tiempo que siguen contaminando.

Pero todavía resulta peor cuando esa hipocresía parece venir de las filas de aquellos a los que por su ideología y/o activismo creemos comprometidos con el cambio ecológico como es el caso de los partidos de izquierda, y lo que percibe el ciudadano del común es que todo su compromiso se reduce a crear normas, parches verdes, cuyo gasto, y aquí da igual si solo monetario o generando molestias en el día a día de la gente, repercute directamente ya no solo en la mayoría de los ciudadanos de a pie, sino sobre todo en aquellos con menos recursos. Políticas verdes que amenazan a hacer al pobre todavía más pobre porque para estar a la altura de las exigencias de lo verde se ven obligados a renunciar a sus coches viejos y contaminantes sin posibilidad de reemplazo. Políticas verdes que suponen un dispendio para las instituciones, las cuales evidentemente se ven obligadas a desviar recursos, y

cuyos resultados concretos son más bien magros en lo que se refiere a la defensa de medio ambiente. Políticas verdes como celebrar la obtención de galardones a mayor gloria de las autoridades de turno mientras las calles de las
ciudades amenazan con convertirse en basureros improvisados, y que los ciudadanos identifican de inmediato con el postureo tan del gusto de nuestros políticos. Todo ello, insisto una vez más, menudencias en comparación con el reto al que nos enfrentamos, pero que, sumadas una tras otra, contribuyen al descrédito de las llamadas políticas verdes entre unos ciudadanos a lo que de repente les obligan a pagar una nueva tasa con el calificativo de ecológica o verde, un nuevo certificado para algo por lo que ya había pagado previamente o que paga cada cierto tiempo en calidad de impuesto de lo que sea, como resultado de la última ocurrencia del político de turno para poder así blasonar su compromiso con el medio ambiente. Todo ello, claro está, y como apuntaba al principio que pasaba en Mallorca a modo de ejemplo, mientras el ciudadano del común observa cómo esos mismos políticos, siquiera sus partidos al nivel que sea, siguen haciendo la vista gorda con los verdaderos problemas ambientales de sus territorios, cómo siguen permitiendo vertederos descontrolado, vertidos de empresas que ya disponen de una partida destinada a pagar las multas de chichinabo que les pone la administración, y, así en general, con cualquier actividad verdaderamente contaminante, destructiva, la cual, sin embargo, supone enfrentarse a unos intereses políticos y económicos ante los que los amigos de inventarse tasas o certificados ecológicos por cualquier tontería suelen permanecer callados. Así crece el descrédito de lo verde entre el ciudadano del común y con él también el peligro de que muchos se decanten por los discursos populistas que enarbolan el negacionismo ecológico. Porque, reconozcámoslo, nunca faltarán entre nosotros individuos aquejados de cierta pereza mental por defecto, gente para la que negar la mayor siempre será más fácil y cómodo que pararse a pensar en la complejidad inherente a todo, 
gente para la que el exabrupto instintivo y la propensión a atajar todos los problemas a las bravas suelen ser la única respuesta que sus cabezas parecen estar capacitadas. Gente, para decirlo en plata de una vez por todas, que es carne de ultraderecha a poco que esta les ponga su programa de obviedades, tergiversaciones y proposiciones tan contundentes como irrealizables delante de las narices. Por eso resulta tan importante que la defensa del medio ambiente, así como todas y cada una de las políticas verdes que se toman en su nombre, respondan siempre a una coherencia que el ciudadano del común pueda entender y sobre todo asumir, empezando por saber separar la paja del grano, es decir, el postureo de las fruslerías ecológicas que no van a ninguna parte de la verdadera política orientada a poner freno a la destrucción imparable y a gran escala de nuestro planeta por parte de los verdaderos culpables. Todo lo demás no niego que sea importante por muy humilde que aparente ser su escala, cada grano de arena contribuye siempre a la montaña; pero, por favor, sin que sirva de coartada para el abuso, el postureo e incluso el ridículo como cuando uno sale de casa y se da de bruces con la furgoneta amarilla por todos los costados de

Correos y lee el eslogan impreso en grandes letras negras sobre uno de las laterales: Esta furgoneta es verde”. Que sí, que seguro que el motor es eléctrico y todo lo que tú quieras, que hasta te reconozco el guiño irónico o algo así; pero, no solo la ética es importante, la estética también tiene lo suyo.

Txema Arinas
Oviedo, 15/06/2022