lunes, 24 de octubre de 2022

AMIODIOZKO GUTUN BAT

 


Berak ez zekien idazten amodiozko gutunak
Hasi ohi zen zurrun: "Andere agurgarria..."
Ia guztiak ziren derrigorrez hitz tuntunak
Saioa suertatu zitzaion zinez barregarria.
"Bazara, laztana, nire bizitzaren izar bakarra",
Nola da posible, arren, tamainako txorakeria.
Bilatzen zuen oro izaten zen erantzun zatarra.
"Bada, berori, neskatila bat limurtzen miraria."
Berak ordea hartu zituen hitz horiek seriotan,
Eta bigarren gutun bat igorri zion pozarren,
"Has gaitezen, bai, lehenbailehen amodiotan!",
Jaso zuen atoan erantzuna dena argitzearren.
"Jaun agurgarria, ulermena agian lausoturik,
Ez da inola ere zu anker zauritzea nire asmoa,
Baina, asmatu behar zenuke inori idatzi aurretik
Amodiozko gutun guztiak; a zelako erridikuloa!"

COMED Y BEBED MALDITOS, Y CALLAD, SOBRE TODO CALLAD

 Aquí un artículito de un servidor, de esos de ir haciendo amigos por ahí: "COMED Y BEBED MALDITOS, Y CALLAD, SOBRE TODO CALLAD": https://www.lapajareramagazine.com/comed-y-bebed-malditos-y-callad-sobre-todo-callad?fbclid=IwAR2jJxXf4YY_sNoodV1MRRGxBKjnkeJRgMLJAYHQoMJ-bHDesrldIQqfmm8


 

 El reciente fallecimiento del afamado periodista Jesús Quintero, probablemente uno de los mejor entrevistadores de toda la Historia de la radio y la televisión en España, ha sido motivo para recordar, tanto uno de sus más celebrados editoriales televisivos en el que despotricaba con su elegancia e ironía habituales contra el elogio de la ignorancia que, según él y también un servidor, se ha instalado en nuestra sociedades desde hace varias décadas, como por el episodio, profusamente difundido a través de las redes sociales, sucedido durante una conferencia en la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Málaga en el que Quintero arremete

ostensiblemente contra el periodista Carlos Alsina, conductor del programa matinal de Onda Cero. En dicho episodio Quintero criticaba sin pelos en la lengua la tendencia de la televisión y los medios actuales a ofrecer única y exclusivamente entretenimiento en lugar de información y cultura. Aseguraba Quintero que la calidad televisiva se encontraba por los suelos por culpa de unos directivos que habían descubierto que podían hacer grandes audiencias ofreciendo basura, o lo que es lo mismo, una televisión cuyo único objetivo es entretener al respetable con chismorreos de todo tipo y, sobre todo, agitando las más bajas pasiones del pueblo llano, cuando más bajas mucha más audiencia. Por el contrario, el periodista Carlos Alsina le replicaba que él era un dinosaurio de los medios, alguien incapaz de reconocer que su tiempo ya había pasado y que la radio y la televisión que se hacían ahora respondían a otros intereses del público que nada tenían que ver con los de su época. A su vez, Quintero, ya elevando el tono e incluso incorporándose de su asiento para dirigirse a Alsina en tono no tanto amenazante como apabullador, le acusaba de ser un mal compañero y peor profesional, un esbirro de sus directivos y, sobre todo, uno de los principales culpables de que la información en España se hubiera convertido en un editorial continuo a servicio de la ideología del emporio comunicativo de turno.

Por desgracia, Alsina tenía razón cuando le reprochaba a Quintero que era un dinosaurio de la comunicación, alguien al que se le respetaba y elogiaba por lo excelso de su trabajo en el pasado, programas míticos que varias generaciones tenemos en la retina de la memoria y entre los que destacan entrevistas memorables a los personajes más conspicuos y no de la sociedad española de la época, los cuales además ya son verdaderos documentos históricos para el estudio de la España desde la muerte de Franco hasta nuestros días, pero al que se le consideraba no apto para el tipo de periodismo que triunfa ahora en la radio y en la televisión.

¿Y por qué no era ya apto Quintero? Pues porque lo suyo requería una predisposición por parte del oyente o el telespectador consistente en querer saber, entender y sobre todo escuchar el testimonio de personas, o ya solo ideas e incluso emociones, que podían hacerle reflexionar sobre un montón de cosas en los que probablemente nunca antes había reparado porque su día a día iba por otro camino, es de suponer que por el de ganarse el pan de cada día de la mejor manera que pudiera como la inmensa mayoría. Esa predisposición exigía un mínimo esfuerzo intelectual que la televisión de nuestros días, mucho más que en la radio donde todavía se pueden encontrar oasis de verdadero periodismo, parece haber desechado por principio. Al contrario, la televisión de ahora, incluso buena parte del resto de medios, parece empeñada en no molestar al telespectador bajo ningún concepto con cualquier cosa que, por lo que sea, pueda exigirle un esfuerzo de atención, no digamos ya de comprensión, el cual, y de nuevo por lo que sea, lo obligue a replantearse ciertas cosas, siquiera ya solo a formarse una idea propia sobre el asunto en cuestión.

De ese modo, y como los gurús de la cosa, enseguida se dieron cuenta de que los programas del corazón con los que rellenan sus parrillas televisivas solo llegaban a un sector de la población muy determinado socioculturalmente por muy amplio que sea, se imponía encontrar la piedra filosofal con la que poder mantener todo el tinglado sin renunciar a su objetivo de impedir a toda costa que la audiencia pudiera sentirse obligada a pensar por sí misma como consecuencia de una programación en la que se la obligara a conocer cosas que desconoce, a escuchar testimonios ajenos que les hicieran ver que el mundo es más ancho de lo que hay alrededor de su ombligo, incluso a aprender cosas que ellos jamás se habían planteado que podían existir. Entonces descubrieron que los programas de cocina no solo servían para rellenar las franjas del mediodía con cocineros del tipo de Karlos Arguiñano, que lo mismo que te enseña a hacer una merluza en salsa verde te cuenta un chiste del mismo color. ¿A quién no le gusta comer? A todos. Pero, sobre todo, ¿qué puede haber de polémico, de subversivo incluso, en una musaka de berenjenas? Nada, absolutamente nada. Alrededor de una mesa de cocina, de unos fogones, se puede reunir gente de todas las ideologías y condición con el único fin de departir durante horas alrededor de la elaboración de una tarta Selva Negra. ¿Y cuál es la pieza fundamental de todo lo que tiene que ver con la cocina? El cocinero, por supuesto, quién si no. Así que al principio fue Arguiñano quien ejerció de adelantado de los conquistadores de las parrillas televisivas que vendrían más tarde, abonando el terreno para que cualquier tipo que diera bien en la tele con delantal y la labia suficiente para disertar sobre lo humano y lo divino en cuestiones gastronómicas, todo ello mientras se maneja entre los pucheros sin aburrir al respetable, pudiera tener su propio espacio, muchas veces ya incluso sin necesidad de que el cocinero fuera vasco.

Al mismo tiempo, no dudaba encumbrar al Olimpo de la fama a cocineros de renombre como Arzak o Adriá cuyo restaurantes estaban revolucionando la restauración tal y como la habíamos conocido. Algo del todo lógico, faltaría, pero que con el tiempo, y a la vista del tipo de portadas en las que empezaron a aparecer, en concreto aquellas en las que hasta hacía nada solían hacerlo personajes de la política, la ciencia, la filosofía, el cine, incluso escritores, pintores, artistas de lo que también hasta hace nada era el Arte con mayúsculas. De repente aparece el concepto de “grandes cocineros”, profesionales de un oficio tan digno y respetable como cualquier otro, por supuesto, a los cuales glosan sus éxitos empresariales como pocas veces se acostumbra a hacer con cualquier tipo de emprendedores, es de entender que en la convicción por parte del medio en cuestión de que la noticia de la apertura del nuevo restaurante del correspondiente cocinero de relumbrón es una noticia a la altura del descubrimiento de la vacuna del Ébola o la inauguración de una retrospectiva de las mamarrachadas del megafamoso y supuesto artista Damien Hirst. Empiezan también las rencillas entre las estrellas de la restauración patria como la que mantenía el fallecido Santi Santamaría con sus colegas de estrellato a cuenta de la cocina de fogones de toda la vida y esa especie de alquimia con nitrógeno líquido y otras mierdas químicas a las que apuntaron muchos para lo de epatar al personal convirtiendo un servicio de comida en un espectáculo de prestidigitación. 
Pero, sobre todo, comienzan a aparecer émulos de Arzak y Adriá por todas partes y a todos los niveles. No hay provincia, ciudad mediana o ya solo villorrio del tres al cuatro en el que la mayoría de sus habitantes conozcan antes al cocinero de relumbrón del lugar que a un paisano destacado por su trabajo en el campo de la ciencia, la cultura, la industria o cualquier otro campo del verdadero saber y mejor hacer. Y lo peor de todo es que muchos de ellos no tardan en saltar, desde la prensa local que los saca en sus portadas como si en realidad fueran miembros destacados de la comunidad en la que viven y que contribuyen con su trabajo al bienestar y desarrollo del resto en lugar de simples profesionales de lo suyo –hasta que se inventaron lo del Basque Culinary Center para la cosa esa del autobombo y el reclamo turístico; en esencia una FP de toda la vida con pretensiones-, los cuales, como mucho, te alegran la vida en lo que dura una jamada y no precisamente en plan altruista sino con la inevitable sangría para el bolsillo de cada cual, hasta los medios ya a nivel autonómico o estatal en los que se convierten en los nuevos líderes de opinión, aunque esa opinión sea en esencia acerca de la conveniencia de comer siempre productos de temporada y la importancia de rescatar la cocina de nuestros abuelas para, una vez quitada la mayor parte de la grasa que antes la hacía indigerible para los estómagos más delicados, poder transmitirla así a las nuevas generaciones, se entiende que ya con una tabla de calorías mucho más asequible para este futuro de runners e instagrammers en el que estamos instalados.

“Tranquilo, que lo de los cocineros ya pasará, como todas las modas” me solía decir mi difunto padre cuando asistíamos estupefactos a la profusión de programas de cocina en todos los canales y a todas horas, que lo hacíamos porque a ambos nos encantaba la cocina y no dudábamos en hacer nuestros pinitos en los fogones –de hecho, este que suscribe esta acerada crítica al gremio de los cocineros de relumbrón  es el cocinillas de su casa y un aficionado a todo lo que tenga que ver con la gastronomía en todas sus vertientes, en realidad un tripasai de cuidado, que es como se dice en el País Vasco a los tragones con ínfulas de gastrónomos-. Y lo decía porque él, que como maestro industrial en el ramo de la peluquería había empezado con su propio salón y había acabado al frente de la academia de peluquería de la que durante décadas salieron la mayoría de las peluqueras de nuestra provincia y alrededores, recordaba los años en los que el oficio de la peluquería también alcanzó cotas de estrellato gracias a conocidos peluqueros de relumbrón como Llongueras, Ruphert el peluquero de las estrella o Alberto Cerdán (nótese, sí, que tanto en esto como en la cocina, siquiera en un primer momento, llama la atención la ausencia de féminas). Una época, hacía los años setenta y principios de los ochenta, en la que dichos peluqueros también obtuvieron una atención mediática desproporcionada para lo que realmente aportaban a la sociedad. Como que no había programa de entretenimiento en el que no faltara una entrevista a Llogueras o a Rhupert para que hablaran de todo menos de su trabajo. Eso o la profusión y difusión de las galas de peluquería, siempre envueltas en un halo de glamur y exclusividad que las convertía en verdaderos acontecimientos sociales allá donde se celebraban, las cuales nada tenían que envidiar a los campeonatos gastronómicos que proliferan por todas partes como setas en otoño lluvioso al estilo del de Queso de Pastor Idiazabal, el nacional de Tortilla de Patata, el Mundial de Callos Pedro Martino o los infinitos del Pincho y la Tapa a lo largo y ancho de toda la piel de toro de esto que todavía se llama España, por no hablar de castas, espichas o lo que sea para refrescar el gaznate antes de sentarse a la mesa a papear ya en serio o ya directamente de pie.

Pero no podía estar equivocado mi difunto padre, porque no ha sido flor de un día, una moda pasajera. La obsesión por la cocina parece que ha venido para quedarse. De hecho, los espacios dedicados a la cocina, ya sean televisivos o celebraciones de cualquier tipo, no solo no remiten, sino que incluso están alcanzando verdaderas cotas de absurdo como el que representa a todas luces el éxito sin precedentes de MasterChef, y en especial su secuela con famosetes de todo tipo. Un programa que yo no sabría calificar si de concurso de cocina o de corrala de profesionales de la farándula y el periodismo venidos a menos. Un programa que ha conseguido que dichos famosos regresen a las casas de una mayoría bastante amplia de españoles, esto si hacemos caso a los índices de audiencia, ya no para hablarnos de su trabajo, ni siquiera para contarnos chascarrillos o ya directamente sus miserias más vergonzantes, sino simple y llanamente para verles hacer el ridículo entre los fogones y así poder ser humillados públicamente por unos supuestos entendidos que ejercen de jueces. En cualquier caso, es el ejemplo prístino de que la cocina ha devenido en la excusa perfecta para entretener al respetable sin que tenga que soportar las peroratas de unos famosetes empeñados en promocionar sus trabajos o en vender vete a saber qué discurso ideológico y con qué fines; rollos los menos, espectáculo, y cuanto más cutre mucho mejor, todo el rato.

Porque no hay nada más fuera de lugar que ponerse a hablar de política, o de cualquier otra cosa por el estilo, mientras se cocina. Se le puede a uno quemar lo que tenga en la cazuela e incluso amargar el vino que ha abierto para pimplarse mientras se aplica con una lasaña de calabacín. Y sobre todo, que no es de recibo sacar a colación lo de Putin, o lo que sea de Sánchez, Feijoo o cualquier otro, mientras se está preparando la comida que luego se pondrá en la mesa. En la cocina hay que hablar siempre de cosas intrascendentes y a ser imposible relacionadas con lo que se tiene entre las manos, el precio de las alcachofas este año o lo tarde que llegan los tomates. No procede enfadarse por culpa de la actualidad, o de lo que sea, antes de sentarse a la mesa porque el momento es para abrir el apetito y poco más. Los programadores lo saben y por eso nos llenan la parrilla de programas de cocina a todas horas. El caso de la televisión autonómica vasca es, por ejemplo, digno de estudio sociológico. Se diría que no hay programas, ya no solo de cocina tal cual con sus correspondientes repeticiones a todas horas en euskera y castellano, sino incluso de divulgación o entrevistas en los que no haya un cocinero al mando sacando tiempo para marcarse un plato o, como poco, desviar el tema de conversación hacia la comida. Como que tienen a uno de los hijos del famoso Arguiñano tan pluriempleado en castellano y euskera con varios programas a la vez que uno empieza a temer que lo vayan a quemar antes de tiempo, siquiera antes de que pueda volver a intentar el salto a Madrid, a ver si ahora sí, e incluso, quién sabe, hasta el otro lado del charco como ya hizo su padre en su momento. El caso es que no falte uno, dos y hasta tres programas de cocina al día, no se vaya a poner nerviosa la audiencia y le cuelen un programa cultural o de investigación periodística por todo el morro.

Imagínense que en lugar de estar pegados a la pantalla viendo al cocinero de turno preparar unos callos de bacalao con salsa de soja, eso a la vez que arenga al respetable acerca de las maravillas de la cocina de fusión o les informa acerca del ganador del concurso de potera de alubias celebrado el pasado fin de semana, a los programadores en cuestión les da por rescatar formatos televisivos como los que presentaba Jesús Quintero en su época y que además fueron líderes de audiencia, programas donde la gente que tiene cosas interesantes que decir va y las dice, programas en donde el campo de visión del ciudadano medio se amplía miles de veces más allá de ese otro circunscrito en exclusiva a la cocina de un plató o a la mesa donde lo más interesante que le pregunta el entrevistador a su invitado es si el revuelto de setas con foi que le ha preparado está muy subido de sal o no. Inaceptable, ¿qué sería lo siguiente, reponer La Clave de Balbín
Menos mal que ya estamos lo suficientemente idiotizados, y en especial tan complacidos de nuestro nulo interés por todo lo que no sea satisfacer nuestras necesidades más primarias como llenar la panza y tirarnos pedos, el elogio de la ignorancia del que hablaba Quintero, que todo lo que sea recordarnos que la curiosidad por las cosas que no nos atañen directamente no tiene porque significar un peligro en sí mismo, ya es concebido directamente como una ofensa en toda regla a la dignidad del ciudadano medio. Pero tranquilos, comed y bebed, malditos, y callad, sobre todo callad.

 

Txema Arinas

Oviedo, 21/10/2022

viernes, 21 de octubre de 2022

LA CHICA QUE ESCRIBIA CARTAS - PASCAL DUNIET/KARLOTA ROCHA

 Reseña de LA CHICHA QUE ESCRIBÍA CARTAS de Pascal Buniet y Karlota Rocha para la revista del género negro ELSAYÓN: https://elsayon.com/la-chica-que-escribia-cartas-resena...


   Lucía, alumna de cuarto en un instituto de La Laguna, en Tenerife, no regresa a casa al terminar las clases. Al final del día a su madre ya no le cabe duda: desaparecido. La inspectora Elena del Río se encarga del caso temiéndose lo peor, sabe que la desaparición de adolescentes acostumbra a tener un desenlace trágico. Lucía vive con su madre Carolina y es una alumna ejemplar que nunca antes había dado un problema en casa. Carolina viene de una familia adinerada con la que rompió para casarse con un guitarrista bohemio y padre de Lucía, del cual vive separada a causa de sus incompatibilidades en el día a día, razón por la que siguen manteniendo una relación de pareja más o menos estable. La inspectora dirige su investigación hacia el entorno del padre músico y sus colegas, mientras trata de averiguar por qué el mejor amigo de la desaparecida, Daniel, también desapareció con su familia unos pocos días antes. Lucía es una gran lectora y entre sus escritores preferidos se encuentra un youtuber de moda que vende libros como churros aprovechando su fama en las redes sociales. Lucia anhela convertirse en escritora, por lo que hace sus pinitos escribiendo unas cartas que encabeza dirigiéndose a un personaje ficticio con un “Querido alguien, querido tú” Las horas se suceden una tras otra sin que la investigación de la inspectora del Río dé grandes resultados, por lo que la angustia no deja de crecer entre los familiares y amigos de Lucía temiendo lo peor. Asimismo, y a pesar de haberse entretenido en demasía con varias pistas falsas, las pesquisas de la inspectora del Río acaban confirmando, después de recorrer paso a paso el camino que hizo la muchacha desde que salió del instituto hasta que ya no se supo más de ella, que su marcha no fue voluntaria.

  He aquí lo que se podría denominar a primera vista una trama clásica de lo que se conoce como novela enigma, es decir, una historia con un crimen de fondo que se resuelve como si fuera un rompecabezas y en donde apenas hay sangre y la resolución del crimen consiste en saltar de un sospechoso a otro hasta encontrar al verdadero culpable, con toda seguridad el que menos lo parece. Se trata de una forma explotada hasta la saciedad por autores como Agatha Christie o P.D. James y que no suelen plantear otra dificultad al lector que la de obligarle a agudizar su instinto a lo largo de la lectura del texto con la esperanza de que consiga identificar al culpable. Sin embargo, también se trata del género, o acaso un subgénero dentro de la novela negra, menos prestigiado ya que se considera poco más que un pasatiempo intrascendente con poca o ninguna ambición literaria. Nada que ver con lo que los críticos consideran que debe ser la novela negra pura y dura, donde no se trata tanto de descubrir al culpable, sino también, cuando no sobre todo, de razonar acerca de las causas las causas y las consecuencias de la violencia, lo que impele al lector a plantearse más de una pregunta acerca del entorno sociocultural e histórico en el que se desarrolla la trama.

   Pues bien, en el caso de La chica que escribía cartas catalogarla como de simple novela enigma, o lo que es lo mismo, de mero juego consistente en adivinar la razón o el responsable de la desaparición de Lucía, es algo que no le hace justicia bajo ningún aspecto. Porque no se trata solo de casi trescientas páginas de mero entretenimiento en las que lo único que hay que hacer como lector es dejarse llevar por la inspectora Elena del Río siguiendo las pistas falsas que surgen a lo largo de su investigación hasta llegar a la correcta. Ni mucho menos, en La chica que escribía cartas la resolución del misterio, pues hasta que no se confirma que la desaparición de Lucia ha sido involuntaria no se puede tildar de crimen,  resulta una excusa perfecta para que los autores nos adentren de lleno en el mundo de los adolescentes de nuestra época. Y lo hacen tanto a través de las cartas de Lucia –basadas en realidad en las que la coautora Karlota Rocha escribió con catorce y quince años- y en las que expresa las opiniones, ilusiones y temores que le sugiere a una adolescente el mundo que va descubriendo a medida que se hace mayor, como de las pesquisas de la inspectora entre los amigos y profesores del instituto de Lucia. Un mundo que el propio coautor de la novela –en realidad el verdadero autor de la mayor parte de esta si dejamos a un lado la adaptación de las cartas de Karlota Rocha-, cuando le preguntan en la entrevista que le realizan para la página web de la editorial Mar Editor acerca de la diferencias entre los adolescentes de hoy en día y los de su época, define de la siguiente manera:

Lo es en muchos aspectos pero no en todos. Las normas, la disciplina, las libertades han cambiado. No soy de los que dicen que todo era mejor antes. A cada uno le toca vivir y afrontar su época. La diferencia es, claro, la tecnología. No existía Internet, ni teléfono móvil por ejemplo. En ese sentido son mundos diferentes. Pero no tan distintos en lo personal, en lo íntimo. La adolescencia sigue siendo el mismo paso de la infancia al mundo adulto. El decorado ha cambiado pero los actores siguen haciendo el mismo papel. Permanecen los mismos miedos, dudas e inseguridades. En los institutos existen los mismos grupos que antes: los chulos, los tímidos, los que se preocupan y los que pasan. Algunos disfrutan de esa época a tope, otros lo sufren a tope. C’est la vie!

 Así pues, se podría decir que La chica que escribía cartas es una ocasión única para que un lector adulto pueda adentrarse en esa realidad que el día a día puede hacer pasar desapercibida incluso a los que tenemos hijos en la edad, siquiera porque, como todos bien sabemos, siempre hay un aspecto de la intimidad de los adolescentes, no tanto oculto como reservado, al que simple y llanamente no tenemos acceso porque tampoco tenemos derecho a ello. De todos modos, también una buena ocasión para reflexionar acerca de cómo y cuánto han cambiado los hábitos e inquietudes de los chavales que también fuimos nosotros, algo que a lo que, por lo general, los adultos solemos acercarnos con no poco reparo y hasta hastío, ya sea por incomprensión o simple y llana falta de interés. Y así y todo, como bien recalca Pascal Buniet, serán otras modas, otras inclinaciones, puede que también otras prioridades, pero, como suele ser lo habitual en estos casos, lo que condiciona el comportamiento de los chavales de ahora no deja ser más de lo mismo, lo de todas las épocas habidas y por haber, en realidad a lo que estamos condenados todos porque la condición humana siempre es la misma.

Con todo, tampoco es ese el único tema de cierta enjundia que se nos presenta en La chica que escribía cartas, pues la pista que lleva a la inspectora Elena del Rio a investigar a fondo a Pepón, el profesor de inglés, amigo y compañero ocasional a la guitarra de Freddy, el padre de Lucia, resulta una de las tramas secundarias más interesantes de la novela por lo que tiene de sincera y certera reflexión acerca de la mancha indeleble que dejan sobre el individuo las falsas acusaciones por culpa de la práctica incapacidad de la mayoría de los seres humanos de deshacerse de los prejuicios, los cuales, más tarde o más temprano y por la razón que sea, acaban siempre haciendo reflotar la sospecha.

-Usted notará, inspectora, que he usado la palabra implicado, no he dicho culpable de. Implicado significa también enredado, comprometido, mezclado. ¿Me entiende? –Elena no respondió y le dejó seguir-. Se lo voy a explicar: si coge a cualquier humano y le restriega, le revuelve en la mierda una y otra vez con ensañamiento, después, a pesar de que le limpie o le friegue, quedará un olor. Le garantizo que ese olor no se quita. Porque aún cuando ha desaparecido físicamente, los que te rodean siguen sintiendo ese olor cuando te ven. Ya no lo tienes, pero ellos lo sienten, en su mente. ¿Me entiende? He tenido que venir aquí, tan lejos, y empezar de nuevo para sentirme limpio. Por eso he tenido miedo, porque presiento que va a empezar de nuevo. Y usted es la primera que se ha acercado a mi atraída por ese olor. (pag. 133)

La chica que escribía cartas – Pascal Buniet/Karlota Rocha 

 Se trata, pues, de uno de los aspectos más interesantes de la novela, siquiera, y aunque esto es una opinión mía completamente subjetiva, el que más singulariza a la novela aunque se presente como algo secundario dentro de la resolución del caso de Lucia. Y no porque ese otro aspecto de los adolescentes con su mundo digitalizado y los eternos problemas de adaptación de aquellos con inquietudes al margen de los monotemas al uso entre la mayoría de la chavalada no tenga interés, que lo tiene y mucho, en especial lo relacionado con el mundo de los youtubers y el gancho no del todo inocuo que tienen entre los jóvenes de hoy en día, así como también lo tiene todo aquello relacionado con la vida bohemia del padre de Lucia y su incapacidad innata para amoldarse a los convencionalismos que se espera de cualquier persona adulta, sino, sobre todo, por la contundencia con la que está tratado.

  En cualquier caso, la prueba irrefutable de que La chica que escribía cartas no es una novela enigma canónica, sino más bien una que aprovecha el cánon para hacer verdadera literatura negra. Y lo hace no solo porque aspira a algo más que entretener, sino también por la maestría con la que está escrita para que todo fluya a la perfección gracias a una escritura en la que destacan, por un lado, la brevedad de los capítulos que hace que la historia adquiera una celeridad que se ajusta a la perfección a la atmósfera de angustia y urgencia en la que está envuelta toda la historia, y por el otro, las descripciones breves pero muy concisas, con unos diálogos muy eficaces porque van al grano y donde no hay giros o expresiones que desentonen en el intento de procurar hacerlo excesivamente coloquiales como suele el caso de muchas novelas del género donde suelen llevar la mayor parte del peso, algo además encomiable si tenemos en cuenta que, exceptuando de nuevo las cartas de Lucia inspiradas en esas otras de Karlota Rocha a su misma edad, Pascal Buniet no escribe en su lengua materna sino en el castellano aprendido después de años de residencia en Tenerife. No en vano estamos hablando de un autor consolidado, con varios títulos a sus espaldas, escritos tanto en castellano como en francés (Des larmes d´espoir (2014), La verdadera historia de Gloria T (2015), Sombras en la meta (2018), L´ombre du coureur (2019), La muerte sabía a chocolate (2020).) e incluso ha sido galardonado con el IX Premio Wilkie Colllins de Novela Negra. Un autor de solera que además es lo suficientemente generoso como para compartir la autoría de esta novela, en la que, insisto, es él quien lleva la mayor parte del peso narrativo, con su antigua alumna del taller literario de Tegueste, la estudiante en el IES La Laboral de La Laguna Karlota Rocha, la cual aporta, como ya he señalado antes, las cartas que inspiraron esta interesante y trepidante historia.

© Txema Arinas. Oviedo, octubre 2022. Todos los derechos reservados

EN PELLEJO AJENO

                                    
 

Anoche soñé que estaba de vuelta al campo del Aranako donde me tocó hacer de ayudante del utillero durante mi Prestación Social "Prostitutoria" -la cual consistió básicamente en llegar de empalmada y casi siempre borracho a primeras horas del sábado o el domingo para, tras echar la pota en los servicios, limpiar los vestuarios y pintar las líneas del campo con el carrito aquel que echaba la pintura blanca; ni qué decir tiene que no fueron ni una ni dos ni tres, las veces que el utillero, un abuelete super majo, y al que tuve el placer de ver un día en bolas cubierto con jabón, me tuvo que quitar de las manos el cacharro porque aquello amenazaba con parecerse a un cuadro de Kandinsky-. Peor aun, he soñado que iba de árbitro y me tocaba pitar un partido, algo que he relacionado también de inmediato con mi Prestación Social Prostitutoria porque los primeros meses de esta tuve que asistir a un cursillo para árbitros donde se creían que nos íbamos a empollar de memoria el reglamento de los cojones para que luego pudieran llamarnos a arbitrar cuando a ellos les viniera en gana partidos de la regional preferente alavesa como entre el C.F Mahastiak de Labastida y el Adurtzabal del barrio vitoriano de Adurtza. Una pretensión que a los de la federación de árbitros de Álava no les quedó otra que descartar de lleno desde el momento en el que varios de los que teníamos que acudir a aquel cursillo expresamos, con toda la contundencia y falta de tacto de la que éramos capaces aquellos jóvenes airados de los 90 -intento recordar cuál de los zumbados con los que me rodeaba debió soltar aquello precioso y tan de la época de que la FBA estaba colaborando con las fuerzas represivas del Estado Español, pasma y militares todos a una, en su objetivo de doblegar a la juventud vasca alegre y combativa...-, nuestra intención de sabotear los partidos en el caso de ser llamados para arbitrar en serio. Luego ya se tomaron la revancha mandándonos de ayudantes de los utilleros a campos de fútbol como aquel del Aranako en Betoño. En cualquier caso, nunca podré agradecer como debiera..., ¿debería?, a la Federación Alavesa de Fútbol, gracias a su desinteresada colaboración con el ministerio de Defensa, la oportunidad única que me ofreció para conocer a fondo el sórdido y cansinamente testosterónico mundo de los vestuarios de los campos de fútbol de no me acuerdo qué categoría de mierda regional. En cualquier caso, ahí estaba yo durante mi pesadilla de la semana, vestido de pantalón corto y con un pito en la mano, de los de árbitro, digo.

- ¡ÁRBITRO, HIJO DE PUTA, QUE NO TIENES NI PUTA IDEA! -me chillan desde las gradas, si es que las hubiera de verdad en el Aranako, que me parece que no; pero, como el bocazas tiene toda la razón del mundo, ni me inmuto.
- ¡LO QUE TENÍAS QUE ESTAR ES EN EL BAR CON TUS AMIGOTES ECHANDO LA PARTIDA! -oigo que me grita otro.
- ¡SI NO SABES NI CORRER, CÓMO SE NOTA QUE A TI LO QUE TE PONE ES TIRARTE EN EL SOFÁ DELANTE DEL TELEVISOR A JUGAR AL FIFA2022! -y otro.
- ¡PARA QUÉ TIENES LOS COJONES SI ERES INCAPAZ DE SACARLE UNA TARJETA A NADIE! -Bufff..., me digo que voy a tener que sacarle una roja a algún jugador, más que nada para disimular o algo así.
- ¡ÁRBITRO VENDIDO, SEGURO QUE LUEGO TE LA CHUPAN LOS DEL MAHASTIAK EN EL VESTUARIO! -Pero bueno, esto ya está pasando de castaño a oscuro, me voy a cabrear de verdad y la voy a tener con el (i)rrespetable.
- ¡LOS TÍOS NO VALÉIS PARA NADA, SOLO PARA QUEJAROS DE TODO Y ECHAR EL POLVO DEL SÁBADO A LA NOCHE!

Ahí ya me revuelvo contra las gradas. Entonces descubro que la mayoría del público está compuesto por féminas que me dirigen todo tipo de gestos obscenos y amenazantes, algunas incluso bajan hasta la cancha para escupirme, y suerte que la gente del club ha conseguido interceptar a un par de ellas que venían directamente a soltarme un par de hostias. No acabo de entender lo que está pasando, sólo sé que temo por mi integridad física y que ha llegado el momento de interrumpir el partido. Así que me preparo para pitar el final llevándome el pito a la boca cuando, y como no podía ser de otra manera, despierto de un sobresalto.

- ¿Qué coño estabas soñando que te acabas de despertar silbando? -me pregunta mi amada esposa quitándose las legañas de los ojos.
- Creo que he tenido una revelación feminista.
- Y yo que pensaba que ibas a tener una pesadilla con la exministra británica y Ayuso...
- Eso otro día, otro.
- De acuerdo, pero luego no se te ocurra contar tu pesadilla en tu muro de Facebook, que ya sabes que mucha gente entiende todo al revés, o más bien no entiende o no quiere entender nada, y se van a pensar que te estás choteando de las mujeres y del feminismo cuando es precisamente todo lo contrario, una parodia del machismo en los campos de fútbol, que vas a tener que explicarlo todo.
- Por supuesto, por supuesto...

domingo, 16 de octubre de 2022

GUERRA - LOUIS FERDINAND CELINE

 






Louis-Ferdinand Céline
Novela
Éditions Gallimard
París (Francia), 2022
ISBN: 978-2072983221
192 páginas

He aquí una de esas curiosidades editoriales que dicen que podría, si no revolucionar, porque ya es muy difícil que se revolucione nada en la cada vez más anquilosada República de las Letras por pura redundancia de todo lo que se nos anuncia como revolucionario, puede que sí al menos zarandear un poco los ánimos de la extraña legión de los letraheridos, es decir, los incondicionales de la llamada Literatura con mayúscula y, ya más en concreto, los admiradores de la tan fascinante como controvertida obra de Louis-Ferdinand Céline. A estos últimos, entre los que supongo que debería incluirme, siquiera ya sólo en recuerdo de la fascinación, sobre todo estética e incluso sensorial, que reconozco haber experimentado en su momento con la lectura de Voyage au bout de la nuit (Viaje al fin de la noche, 1932) y Mort a credit (Muerte a crédito, 1936) como consecuencia de la, esa sí, verdadera revolución estilística, siquiera ya sólo expresiva, de una literatura esencialmente autoficcional —una fascinación que sólo tiene parangón con la posterior decepción que cualquier lector de Céline medianamente decente debe sentir a su vez cuando se enfrenta a los panfletos antisemitas que escribió más tarde y en los que resulta ya imposible encontrar el menor atisbo de la genialidad que caracterizaba sus primeras obras porque el odio no sólo es un mal consejero espiritual sino también literario—, la publicación de cualquiera de los textos inéditos del doctor Destouches debería suponerles siempre un motivo de alegría, por no hablar del morbo de volver a leer una obra del escritor francés ocho décadas después de que fuera escrita, ochenta años de silencio tras los que sale a la luz exponiéndose al juicio implacable del paso del tiempo. En mi caso, sin embargo, utilizo el condicional porque, una vez leído Guerra, y aun reconociendo que he disfrutado de su lectura muy por encima de la mayoría del resto de las que llevo a cuestas durante este mismo año, he tenido la sensación, no sólo al final sino también durante todo el proceso de lectura, de que se trataba de una obra inacabada, a la espera de unos últimos toques por parte de su autor, y por ello un texto que Céline probablemente no habría autorizado que viera la luz si hubiera podido evitarlo. ¿Por qué si no fue relegado al cajón entre sus otros inéditos mientras que sí autorizó, o le autorizaron, la publicación de Muerte a crédito varios años más tarde? De hecho, no son pocas a lo largo del texto las notas a pie de página en las que se nos advierte de que el autor había tachado tal o cual término para poner otro, del subrayado de frases enteras y, así en general, de todos esos apuntes que los autores realizan durante el proceso de corrección de sus obras. Es evidente que el autor no estaba todavía del todo satisfecho con su texto y que por eso prefirió posponer la corrección definitiva para cuando la tuviera a bien. Un hecho innegable que nos hace plantearnos, a nosotros como lectores y a los expertos como hipotéticos responsables de reivindicar el respeto al legado del autor para que el prestigio de su obra no se vea menoscabada por decisiones que aparentan tener que ver más con decisiones exclusivamente comerciales que con cualquier otra consideración, acerca de la conveniencia o no de editar Guerra como si en realidad fuera una obra acabada. De cualquier manera, Guerra aparenta ser en esencia una especie de borrador, ya no del Viaje al fin de la noche que había sido publicado unos dos años antes, sino más bien de su segunda gran novela, Muerte a crédito, en la cual ya no se habla de la guerra, sino donde se evocan los años de formación del protagonista en un ambiente familiar asfixiante y un entorno en el que todo resulta disparatado, hecho de miseria y fealdad.

Con todo, y dejando a un lado la controversia antes citada, de lo que no hay duda alguna es de que en Guerra podemos reconocer el peculiar estilo de Céline desde los primeros párrafos de su última novela editada, la cual, sin embargo, vendría a ser la segunda en orden cronológico, o lo que es lo mismo, mucho antes de que el escritor “chinara”, es decir, enloqueciera o cualquier otro verbo con que los admiradores de sus dos primeras grandes novelas intentamos explicarnos, si bien es cierto que con no poca ingenuidad dado que “el mal”, el antisemitismo feroz e irracional de muchos de los comentarios del autor a través de su alter ego Bardamu, podía vislumbrarse a la perfección entre las líneas de dichas novelas, cómo pudo acabar escribiendo varios de los textos más infames y repulsivos editados nunca. Con todo, resulta curioso comprobar cómo el estilo celiniano que deslumbra en Viaje al fin de la noche y continúa hasta el paroxismo en Muerte a crédito, en Guerra parece poco más que un bosquejo a medio camino entre las dos grandes novelas ya citadas. Así pues, en Guerra no falta, acaso sobra porque hay momentos en los que abruma o ya directamente cansa, dosis ingentes del lenguaje más coloquial, vulgar e incluso ya directamente callejero. Nada sorprendente porque ya tuvimos ocasión de comprobar en Viaje al final de la noche que Céline no fabula sino que maquilla la realidad. Céline quiere ser estilista antes que contador de historias. Es colorista. Concentra todo su trabajo como escritor en la oración, siendo la historia muy secundaria a sus ojos. Así que no es de extrañar que rompa convencionalismos y, como un Picasso de la literatura francesa, se invente un estilo que deforma la realidad para adaptarla a su relato.

En Guerra Céline cuenta, a través del personaje de Ferdinand, sus heridas durante la gran guerra, su hospitalización y su partida hacia Inglaterra. Nos encontramos con un relato ambientado en el frente de la región de Les Flandres durante la I Guerra Mundial que nos remite de inmediato al escenario bélico de los primeros, y más sobrecogedores, capítulos de Viaje al fin de la noche. Céline vuelve a aprovechar su experiencia como soldado cuando sólo tenía veinte años para dar testimonio de todo el horror que le inspira la guerra. El trauma que experimenta lo perseguirá durante mucho tiempo, tanto como los dolores de cabeza de los que será víctima hasta el final de sus días. Céline intenta transmitir al lector este odio contra la guerra, y todo lo que la rodea, ayudado por un vocabulario de la calle, un francés de cuartel y de letrina con el que incluso consigue poner patas arriba buena parte de las construcciones gramaticales de la lengua. Un estilo que el propio Céline calificaría de “antiburgués” y “franco grosero”, el cual se caracteriza por una narrativa esencialmente oral en la que abundan las dislocaciones sintácticas, los giros percibidos como incorrectos e inspirados en lo más expresivo y/o provocador del lenguaje de la calle. Céline asemeja amasar la lengua como un pan antes de ir al horno, prueba todas las posiciones posibles de las palabras en la frase con el único propósito de encontrar la sonoridad adecuada para que el relato fluya como una sinfonía en los oídos del lector. Todavía más, Guerra se confirma como otro intento por parte de Céline, al estilo de lo que hizo en las dos grandes novelas ya citadas y que lo convirtieron en el autor que revolucionó la manera de contar las cosas durante la primera mitad del siglo XX, de echarle un verdadero pulso a la tan cacareada elegancia de la lengua de Molière, o lo que es lo mismo, un empeño premeditado en desagradar a todos aquellos que se la cogen con papel de fumar al establecer lo que es o no correcto a la hora de escribir en francés. Céline libera la lengua de sus corsés académicos, o ya sólo de los convencionalismos de su época, para adecuar sin tapujos el lenguaje a cada tema o situación.

Céline vuelve a escribir sobre la guerra con verdadero desagrado a través de las imágenes más abominables que se habían escrito hasta el momento.

Toda su historia rezuma muerte, heridas putrefactas, olor a orina y heces. Se transpiran olores acres, los vapores nauseabundos del vómito, los flujos del miedo, el sexo y la desesperación. Como ya he dicho, Céline vuelve a escribir sobre la guerra con verdadero desagrado a través de las imágenes más abominables que se habían escrito hasta el momento. Sin embargo, en Guerra no se recrea en el horror sin límites de las escenas bélicas como sí lo hacía en Viaje al fin de la noche. La guerra de esta novela corta es un relato de retaguardia en el que Céline ya ha visto y experimentado todo el horror de la batalla, conoce la capacidad del ser humano para generar y soportar el dolor, incluso aparenta conocer los instintos que animan para lo uno o para lo otro. Céline nos ofrece un discurso descreído e inmisericorde acerca de la condición humana a la que despoja de su supuesta bondad innata porque, al fin y al cabo, su protagonista y alter ego no encuentra otra cosa en sus congéneres que no sea la preeminencia de los instintos más bajos y las motivaciones más abyectas; sexo, dinero, egoísmo, cobardía, mentiras, traición, racismo, misoginia, depravación, etc. Céline hace suya, a sabiendas o no, la visión de Schopenhauer sobre el ser humano. De ese modo, para él todas las creencias metafísicas, políticas o sociales son inútiles, pura palabrería, munición para el autoengaño, engañabobos. Y de ese modo también, el personaje más digno y sincero de la novela, el único que hace “el bien” a diferencia de la hipocresía que caracteriza al resto, no es otro que el de L’Espinasse, la enfermera que masturba a los heridos moribundos con el único fin piadoso de aliviar su agonía.

Se trata de una visión tan descarnada sobre la condición humana en la que no faltan, porque además remite de inmediato a la relación tan intempestiva y vejatoria del pequeño Bardamu con sus padres en Muerte a crédito, las muestras de desprecio con las que el alter ego celiniano de Guerra, Ferdinand, se refiere a sus padres (“No concebían este mundo de atrocidades, una tortura sin límites. Entonces los negaban […] su enorme optimismo, sus tonterías, sus mierdas podridas, que remendaban de todas formas contra todas las evidencias…”) convirtiéndoles en el ejemplo que tiene más a mano, más cercano, de todo aquello que desprecia de las gentes de su época. Porque Ferdinand, el protagonista de Guerra, no sólo es un joven al que la guerra lo ha trastornado por sus horrores y de ahí el desapego con el que observa todo lo que lo rodea e incluso la razón de su actitud descastada y ofensiva para con sus propios progenitores. Ni mucho menos Ferdinand, si bien esto una vez que se conoce el conjunto de la obra de Céline, sólo es el monigote digno de compasión del que se vale el autor para escribir a degüello derribando todo tipo de reparo verbal o racional. Un herido que despotrica contra todos y todo, un herido sobre todo moral al que se le permite todo como consecuencia del sufrimiento soportado durante la batalla, un ser amoral al que se le pueden tolerar sus juicios políticos, antisemitas, racistas, cuestionadores del orden imperante, porque no hacerlo sería casi como pecar de impiedad. ¿La voz de Céline que anuncia el monstruo que vendría después? Pues puede que sí, pero también teniendo en cuenta que incluso el propio Céline no deja de ser otro personaje creado por el doctor Louis Destouches para poner en su boca palabras e ideas que bien podían haber pertenecido a otra ficción en la que el escritor sólo es una puesta en escena provocadora y pública para un público muy concreto y limitado, el literario. De lo contrario sería inexplicable esa constancia en la exageración a todos los niveles que caracteriza a Céline, insisto que la ficción de un escritor que traspasa todos los límites, incluso contra ese mínimo sentido común del que algo debía tener el doctor Destouches y con el que, sólo hacia el final de su vida y como consecuencia de haber conducido a su personaje a lo más oscuro y peligroso del ser humano, ese pozo del que ya le resultaba imposible salir indemne, acabó confundiéndose sin remisión. Pero bueno, tampoco se trata de un caso único dentro de la literatura, todavía menos de la francesa. Céline no ha sido el primero ni el último ejemplo de autor al que los lectores nunca han sabido si tomarle o no en serio todas sus diatribas incendiarias, subversivas o ya directamente disparatadas, un autor que pretende hacer de la exageración un arte literario o al que hay que echarle de comer aparte porque vive en una realidad paralela a la que sus lectores sólo se asoman por pura masoquismo. De hecho, y esto salvando todas las distancias en cuanto a la condición de genio literario de uno por haber revolucionado la literatura del siglo XX con su peculiar propuesta estilística y a la presunción de genialidad del otro, es más que probable que todas las dudas acerca de la verdadera identidad del personaje de Céline sean las mismas que también nos hacemos y seguiremos haciéndonos, no te digo ya nada como le caiga el Nobel, cualquier año de estos, a ese otro enfant terrible de las letras francesas que es Michel Houellebecq.

Resumiendo, leer Guerra de Céline es toda una experiencia en la que el primer reto al que se tiene que enfrentar el lector es superar, tanto la dificultad léxica —en la versión francesa se ofrece un glosario de la lengua popular y el argot médico y militar que aparece en el libro, en el cual se puede observar cómo muchos términos forman ya parte del francés coloquial de hoy en día, y también como otros, pocos, difieren de su significado actual— como la crudeza, ya sea expresiva o visual, la cual puede poner los pelos de punta a los espíritus más finos o remilgados, pero que merece la pena intentar porque no deja indiferente a nadie y, sobre todo, ayuda a plantearse más de una pregunta acerca de la condición humana en según qué circunstancias.