domingo, 25 de septiembre de 2022

COCINA DE CONFUSIÓN

 


Será porque ayer me tiré toda la mañana rellenando, rebozando y friendo pimientos, que acabé hasta las mismísimas narices; pero, el caso es que esta noche he tenido una pesadilla de las de aupa.
Resulta que viajaba a una ciudad que enseguida he reconocido como Logroño porque me he visto cruzar el puente de Sagasta cuando me acercaba. Cuatro o cinco horas de carretera desde primeras horas de la mañana, el rugido de mis tripas ya no me dejaba escuchar la música que llevaba puesta. Así que aparco y me dirijo casi que a la carrera hacia la calle Laurel. Entro al primer establecimiento en el que veo una barra con un buen surtido de pinchos y elijo de entre ellos lo que estaba convencido que era uno de oreja de cerdo rebozada con una alegría riojana encima.
- No, caballero, no es oreja de cerdo sino un combinado de verduras con la que intentamos simular el aspecto y la textura.
- ¡No jodas!
- Somos un establecimiento vegano...
- Pues nada, me tomo la alegría y ya me voy a tomar por culo al bar de al lado.
En el siguiente ya entro directamente al comedor porque se me está haciendo tarde para ir de pinchos.
- ¿El señor va tomar el menú?
Respondo que según lo que "hayga". Pero, es echar una miradica a la hoja del menú y empezar a alucinar en colores.
Primeros:
Ensalada de lichis con huevas de esturión de Málaga
Alcachofas crujientes sobre salsa de soja y shitakes
Salmonejo de rambutan con nueces de macadamia y huevo cocido de avutarda coja.
Patatas sin chorizo ni nada de nada (cocidas con agua del Ebro a su paso por Calahorra)
Segundos
Codillo asado de facóquero común con coquitos de Brasil y chufa.
Carrilleras de castor americano al mezcal.
Peces tropicales o de pecera al horno sobre ortigas de viña.
Chipirones en tinta de tattoo vegano.
Postres
Tarta de queso sardo con sus larvas de mosca vivas
Tiramierda (como el tiramisu pero espolvoreando caca de oveja seca rallada)
Pudin de tapioca con helado de wasabi
Miro al camarero con una cara que no acierto a saber si debe ser de asombro o de verdadero mosqueo.
- ¿En serio? Es que no hay nada de la tierra, lo de toda la vida.
- Lo siento, caballero, pero nosotros nos limitamos a adaptar el menú al gusto de nuestros clientes. Ya sabe, cocina moderna, de fusión, cosmopolita y en ese plan.
- Ya, entiendo, la generación que ha crecido viendo MasterChef...
- Le puedo traer la carta si quiere...
Me trae la carta, la abro, la cierro. Estaba deseando llegar a Logroño para meterme entre pecho y espalda unas patatas con chorizo, o en su defecto una menestra, unas pochas, lo que fuera pero de lo de siempre, cocina local, y ahora, mira tú por donde, estoy a punto de levantar las mesa por los aires, pegar a un camarero e ir hasta la cocina para prenderle fuego, qué cosas.
- Si no le gusta lo de carta, también tenemos pimientos rellenos de...
- Ayer me comí más de una docena de los que hice yo; pero, sí, por favor, sácame unos pimientos rellenos.
- Pimientos relleno de tofu...
Hace ya unas horas que me he despertado de semejante pesadilla y todavía sigo teniendo escalofríos.


viernes, 23 de septiembre de 2022

EL CARMONA A JUICIO

 


Anoche soñé que asistía entre el público -por fin un sueño descansado, de esos a los que uno asiste solo como testigo- a un juicio popular. Me refiero a uno de esos juicios con juzgado, aunque no recuerdo si era del estilo de los de los clásicos americanos como Matar a un ruiseñor o La caja de música, o más bien uno a la española como el del tribunal con gente de la calle que absolvió en Vivo al asesino de dos homosexuales porque le compró el argumento de que los mató "porque sentía amenazada su integridad...", o aquel otro en Gipuzkoa que hizo otro tanto con el asesino de dos ertzainas por la cosa esa del "contencioso", y fue soltarlo y a los pocos días ya estaba al otro lado de la "muga" pidiendo el ingreso en ETA como liberado.
El caso es que en el que yo asistía se juzgaba, ni más ni menos, al Carmona, un tipo que me recordaba mucho al matón que tenía acojonada a la peña de los barrios de mi ciudad por los que yo me movía de pequeño. Parece ser que, después de una larga carrera delictiva en la que abundaban hurtos de todo tipo, vandalismo, extorsión a pequeños comerciantes, agresiones varios e incluso una sospecha de asesinato, el Carmona había sido detenido por arrasar, sí, tal cual, arrasar, una cafetería del centro de la ciudad destrozando todo lo que había encontrado dentro al no encontrar el dinero suficiente en la caja y, faltaría, tras la preceptiva paliza a la persona que estaba en ese momento en el local y que solo era un simple empleado y al que, por supuesto, porque esa era el distintivo del matón en cuestión, le rajó la cara con su navaja. Y claro, una cosa es darle el palo a la ciega de la ONCE, tirarle de una patada el puesto de melones al frutero, rajarle la cara con una navaja a los niños peras de paso por su territorio, o, ya directamente, darle una somanta de hostias al vecino que intenta impedir que le roben la cadena y los pendientes a una cría el fin de semana después de su primera comunión. Vamos, que el Carmona había cruzado una línea tan imaginaria como límpida que no debería haber cruzado nunca, en concreto la que separaba el territorio del Carmona compuesto por las calles del oeste de la ciudad donde imponía su ley, del centro de la ciudad donde las autoridades ya no se andaban con bromas, o hacían la vista gorda, porque es precisamente allí donde vive la gente decente y con posibles que paga sus sueldos, o, cuanto menos, elige a los que se los pagan.
Entonces comienza la lectura del veredicto del jurado en la que se absuelve al Carmona de todos sus delitos a pesar de todas las pruebas y evidencias reunidas y presentadas durante el juicio, amén de una larga recua de testigos que declararon en el juicio haber sido desplumados, extorsionados o agredidos por el Carmona de alguna u otra manera. Yo no quepo en mi asombro, así que no dudo en interpelar a los miembros del jurado para que me lo expliquen.
- ¡Cómo vamos a juzgar al Carmona si él no es responsable de sus actos!
- ¿Cómo que no si lleva años haciéndonos la vida imposible a todos los del barrio, si al que más o al que menos le ha robado, extorsionado o ya directamente dado una paliza?
- Pero la culpa no la tiene él, es la sociedad que le obliga a comportarse como lo hace.
- ¿La sociedad?
- Mira en qué familia desestructurada se ha criado, qué pronto abandonó la escuela, cómo lo echaban de todos los trabajos y la persecución a la que era sometido por los municipales en todo momento.
- ¡Coño, porque en su casa nunca se dejaron ayudar, él pasaba olímpicamente de los estudios, en cada trabajo que entraba acababa siempre montándola con los jefes o los compañeros, eso si no se dedicaba a robar todo lo que podía, y ya solo faltaría que la policía no hiciera su trabajo.
- Ya, ya, ya, si nosotros no negamos que sea una mala bestia de cuidado, el matón de todo barrio que se precie y así; pero, el de la cafetería del centro también tiene lo suyo. Mira si no a qué precios cobra el café. Eso si es que no se dedica a explotar a sus empleados o a defraudar hacienda con el IVA.
- Pero eso ya sería problema de las autoridades que tendría…
- Sí, sí, fíate tú de las autoridades, sobre todo del ayuntamiento, seguro que hace la vista gorda con el hostelero mientras al resto de los ciudadanos honrados y trabajadores nos exprimen a impuestos.
- ¿Pero eso qué tiene que ver con el Carmona?
- Todo, porque él solo es una actor, una víctima de este sistema injusto que tienen montado los de arriba y que le obliga a delinquir para sobrevivir…
- ¿Rajándole la cara a un simple trabajador?
- La culpa de lo que le pasó a ese currela la tiene el ayuntamiento…
El caso es que desisto de discutir porque sé que me voy a enfadar ante semejante cerrazón a usar el sentido común por parte de los miembros del jurado. Luego unas pocas semanas después descubro en mí un sentimiento tan incómodo como placentero de júbilo ante lo que considero un ejemplo de justicia poética cuando leo en la prensa local que el Carmona ha desvalijado el negocio de uno de los miembros del jurado, ha asaltado en la calle a la hija pequeña de otro para robarle la cadena y los pendientes de oro, ha destrozado el puesto de prensa de otro al grito “¡Solo cuentan mentiras” y, mira tú lo agradecido que debía estar, le ha rajado la cara con su navaja al presidente del tribunal que lo había absuelto nada más cruzarse con él por la calle; en los mentideros de la ciudad se cuenta el presidente quiso acercarse a saludar al Carmona y que este lo interpretó como un intento de agresión en toda regla, cómo si no iba a interpretarlo si no como solía ser lo habitual en él. Ni qué decir tiene que hoy me he levantado con la sensación de haber dormido a pierna suelta por primera vez en mucho tiempo.

domingo, 18 de septiembre de 2022

MONARQUISMO PARASITARIO

 Artículo para LA PAJARERA MAGAZINE: https://www.lapajareramagazine.com/monarquismo-parasitario

 

 

No quería hablar de la muerte de Isabel II, reina del orbe británico antes y después de que el imperio más grande que ha habido nunca en este planeta se fuera al carajo, como quien dice hace cuatro días si atendemos a lo siempre relativo de los tiempos históricos. No quería hacerlo y no lo voy a hacer. O sí, me temo que al final lo voy a hacer aunque pretenda que sea solo tangencialmente. Porque, por si no fuera ya bastante tabarra la que nos están dando desde hace más de una semana todos los medios a nuestro alcance, que no hay periódico de papel o digital, radio o televisión otro tanto que no esté estirando como el chicle la noticia en sus portadas, todavía resulta muchísimo más irritante la intencionalidad que se intuye detrás de esta desmedida cobertura para despedir el cadáver de una anciana reina extranjera cuyo único mérito para el conjunto de la humanidad fue estar donde estaba, donde le había tocado por cuna, eso y firmar lo que le exigía la constitución de su país que firmara, y ya luego vivir a todo trapo tal y como le correspondía a una de las mayores fortunas del mundo por mucho que dijera –hay que suponer que al servicio de propaganda de la casa real británica- que la señora era de lo más frugal e incluso agarrada; vamos, todo lo agarrada que puede ser alguien que vive a caballo entre varios palacios y tenía a su disposición absolutamente todo lo que le viniera en gana. Extrañas prioridades que además pretenden que también sean las nuestras. 

Prioridades que en el caso de los medios españoles ya no escaman tanto como directamente abochornan. Y no se trata, al menos no por mi parte, de un arrebato de indignación motivado por una pulsión patriotera que no suele existir en mi ánimo por patria alguna, me refiero a la que debería hacer levantar la voz a otros que sí la tuvieran ante el hecho que parecería que el que se ha muerto es el jefe del estado de aquí y no el de allí, es decir, el de una monarquía tradicionalmente hostil y con la que todavía existe el contencioso de la soberanía de Gibraltar. Ni mucho menos, lo que a mí me abochorna es el descaro con el que la prensa española está parasitando la noticia de la muerte de Isabel II, la más longeva de los monarcas que todavía pululan entre nosotros, la soberana, siquiera ya solo de un modo vicario en muchos casos, de la que, aunque duela o acaso moleste a algunos, venga, a fruncir el ceño los patriotas rojigualdos, sigue siendo la civilización que más huella ha dejado sobre la faz de la tierra en los últimos dos siglos: la anglosajona. Parasitando, sí, porque es imposible soslayar que detrás de cada elogio que se hace a la figura de Isabel II como una monarca ejemplar y por lo tanto respetada y sobre todo amada por la inmensa mayoría de sus súbditos británicos, cada mención que se hace sobre la solera de dicha monarquía como ejemplo de que la institución no solo funciona, sino que además lo hace a la perfección si nos atenemos a su grado de popularidad en exclusiva, incluso cada alusión a las polémicas, escándalos o simples “problemillas” protagonizadas en el “pasado” por la reina y el resto de los miembros de su familia, no existe esa intencionalidad a la que me refería antes. Ni más ni menos que hacernos una panegírico por defecto y en toda regla de la institución monárquica

aprovechando que la inglesa –dime tú quién se acuerda de los escándalos del rey de Holanda, Guillermo Alejandro y su consorte, la hija del genocida argentino, Máxima Zorreguieta, los trapos sucios de la familia real belga, las orgias en locales de la mafia del rey de Suecia, Gustavo XVI, los “despistes” fiscales de Margarita II de Dinamarca, o la dudosa idoneidad de la esposa del heredero de la corona noruega, Mette-Marit Tjessem, hija de una familia sin sangre azul que había sido madre soltera con un hombre condenado por tráfico de cocaína; a estas alturas ya casi meros chismes provincianos- es conocida, y además a escala planetaria, no solo por no haber sido interrumpido desde prácticamente los tiempos de Alfredo el Grande y su lucha contra los invasores vikingos –dejando a un lado el episodio del Lord Protector, Oliver Cromwell tras cortarle la cabeza a Carlos I-, sino también, o puede que sobre todo, por sus escándalos. Y por si a alguien le queda alguna duda, que repare en el número de series y películas que tiene a su disposición para recrearse al detalle en las miserias de los Windsor, ya sea para echarse unas risas como con la serie más que regulera The Windsors, o acaso de un modo más formal, con manta y tacita caliente de lo que sea delante de la pantalla tonta, con la exitosa y sin embargo elogiada The Crown. Lo sabemos casi todo de la familia inglesa, desde luego incluso más de lo que nos hubiera gustado saber de nuestros borbones. Sin embargo, vivimos en un mundo tan globalizado como alienado, siquiera ya solo inane y para de contar, que podría decirse que Isabel II era algo así como una monarca a escala planetaria si reparamos en exclusiva en su ubicua presencia mediática, así como la de los miembros de su familia, y no me hagan hablar del culebrón de Lady Di, que ya tuvimos suficiente en su momento. 

Así que como para no echarse de cabeza a glosar las excelencias de Isabel II y su reinado desde la prensa española al unísono o casi. Porque al hacerlo todos sabemos, conscientemente o no, que también están glosando la excelencia de la monarquía española, si bien no tanto por comparación como por aspiración. En efecto, el mensaje que los medios españoles, siquiera esos que llamamos generalistas, nos están intentando inculcar con machacona insistencia, es que la institución monárquica no solo funciona si se lleva bien como han hecho los ingleses –lo de los británicos ya me cuesta más aceptar por mucho que nos vendan también la devoción a la corona de los escoceses incluso al día siguiente de la independencia, la de los galeses e irlandeses del norte -¿por qué ignoran que el Sinn Fein ganó las pasadas elecciones al parlamento local?-,  y qué decir la de los australianos o canadienses con sus referendos a la vuelta de la esquina sobre la condición futura de la jefatura de su estado-, sino que además es tan humana, y por lo tanto imperfecta, como hemos descubierto que era la nuestra después de décadas de ocultismo, cuando no impunidad lacaya, acerca de todo lo relacionado con las “travesuras” de alcoba y cartera del Emérito y los suyos. 

Un auténtico lavado de imagen de la institución monárquica que además funciona a la perfección porque a los defensores de esta solo les queda la carta de las emociones, y por ello de la irracionalidad pura y dura, para justificar la sinrazón de que la jefatura de un estado democrático se herede de padres a hijos por una mera cuestión de hemoglobina. Porque, insisto, no existe argumento racional alguno que pueda hacer digerible a una mente mínimamente lógica y/o cultivada la existencia todavía hoy en día, y siquiera en  nuestro mundo civilizado, porque lo de las monarquías de los países de arena y por estilo mejor lo dejamos para otro momento, de una institución de raigambre única y exclusivamente medieval, un rescoldo de la Historia tras la Revolución Francesa y todo lo que vino después, lo que en el caso de la británica, y de otras por imitación y con diferente éxito, sólo se entiende por el oportunismo de los monarcas ingleses que supieron, o más bien no les quedó otra, que aceptar las exigencias de democracia más que tibia que les fueron planteando sus súbditos –y si no recordemos al pobre Carlos I y su cabeza sin cuerpo…- a lo largo de la Historia, todo lo contrario de lo que hicieron los Borbones en Francia, y el resto de monarquías absolutistas de la época, y así les fue más tarde o más temprano. Y por eso mismo el lavado de imagen solo puede darse desde el lado de lo esencialmente irracional, acudiendo a las emociones de una mayoría de la población como la inglesa, vale, también la británica, que lleva asumiendo de buen grado la institución monárquica por cuestiones que nada tienen que ver con la cabeza sino con el corazón. Por eso lloran desconsolados la muerte de su reina, porque esto no tiene nada que ver con la lógica democrática llevada hasta sus últimas consecuencias, ni mucho menos, sino más bien todo lo contrario. La monarquía británica se sostiene tanto por el apego emotivo como por el más puro y duro pragmatismo: no solo no les molesta sino que además les alegra la existencia, y para de contar.

De modo que eso es exactamente lo que les gustaría a los heraldos monárquicos del Reino de España que sintiera la masa de la ciudadanía española: conformismo y, a ser posible, también un poco de devoción. Sobre todo en estos tiempos en los que parecería que el escenario que habían montado alrededor de la figura de Juan Carlos I para que este representara su función de monarca ejemplar, campechano a más no poder y escrupulosamente neutral como ninguno de sus antecesores en el cargo, se ha venido abajo por culpa de la malintencionada indiscreción, primero de la prensa extranjera que difundió lo de su cacería de elefantes, y luego ya por parte de una prensa española que se dio cuenta de que la paciencia de la ciudadanía, expuesta entonces a una crisis sin precedentes, no estaba dispuesta a tragar con tanta impunidad por parte del jefe del estado y los miembros de su familia. Los españoles, muchos -porque si habláramos de mayoría nos tendríamos que preguntar por qué narices seguimos sin ser una república como nuestros vecinos franceses o portugueses-, que simple y llanamente se hartaron, o al menos parecieron hacerlo, de tanta Edad Media a cuenta del relato maquillado e institucionalizado a la fuerza de la sacrosanta Transición. Pero ahí está el problema, el mismo de siempre para cualquier momento histórico habido y por haber, que solo es una minoría más o menos concienciada la que lidera la protesta, la que evidencia el malestar, y el resto la secunda según cómo, cuándo y por qué, por lo general en tiempos de crisis como la del 2008 y dependiendo también de lo rápido y eficaces que sean los defensores de la institución monárquica, en este caso el bipartidismo de esta Segunda Restauración Borbónica y otros que se les suman con renovada

devoción, en dar un golpe de timón, como hicieron con la coronación de Felipe VI“el Preparau”, o con los apaños judiciales de rigor para que todo acabe “como si nada hubiera pasado”. Al fin de cuentas, para qué engañarnos, la mayoría tan silenciosa como intrínsecamente conservadora de las sociedades más o menos acomodadas como la española, siquiera ya solo de las que no viven al borde de un verdadero abismo político o económico como suelen estarlo muchas del llamado tercer mundo, suele ser reacia a los cambios de calado por principio, aunque sea algo en realidad tan superficial como cambiar la condición de la jefatura del estado, algo que no supondría hecatombe política, social o económica alguna por mucho que nos hagan creer lo contrario según la costumbre de cifrarlo todo al miedo para sostener lo insostenible. De modo que los heraldos de la monarquía española ni siquiera estaban necesitados de esta exaltación monárquica como caída del cielo para insuflarse ánimos a sí mismos y de paso a las masas esas de las que hablaba Ortega y Gasset con tanta condescendencia como acierto cuando la consideraba en su conjunto esencialmente influenciable, según en qué y por quién manipulable –y el que nos ocupa sería un ejemplo tan prístino como cristalino- , por responder en exclusiva a estímulos irracionales, emotivos. No, porque solo hay que fijarse en el renovado entusiasmo con el que tertulianos de todos los colores y sueldos se aplican a defender la corona de Felipe VI, a la par que procuraran desestimar, cuando no ridiculizar,

toda legítima aspiración republicana por parte de partidos que enseguida se dan prisa en calificar de minoritarios, algo así como un capricho de cuatro exaltados que no cuentan con el apoyo de la gente –y además todos más o menos a la izquierda del espectro político, con lo que se evidencia una y otra vez la inviabilidad de una alternativa republicana a corto medio plazo dado que cualquier proyecto republicano que no sea capaz de sumar a gente de derechas, que no sea transversal, está condenado al fracaso sin remedio- tal y como lo refrendan y refrendarán las urnas con la inmediata restauración del bipartidismo borbónico, con el cuento de que se trata un rey de otra pasta, nada que ver con su padre, en realidad la versión mejorada y sobre todo más adecuada para poder hacer de él un remedo de Isabel II en España

 

Txema Arinas

Oviedo, 15/09/2022

viernes, 16 de septiembre de 2022

NIÑO CON RUEDA

 

                                     

Está semana he tenido uno de esos sueños recurrentes que le acompañan a uno de por vida. Sin embargo, creo que antes debería poneros en antecedentes. Resulta que cuando era un mocoso, creo que sería hacia los doce o trece años, me enamoraba siempre de alguna dependienta joven de los establecimientos a los que mi madre me mandaba a hacer la compra. Así como lo digo, no había hija de la pescatera del barrio, sobrina del carnicero echando una mano a su tío o joven pariente lejana recién llegada del pueblo para trabajar en la pollería, de la que no me enamorara perdidamente. Y si tenemos en cuenta, como ya he contado aquí en más de una ocasión, que mi progenitora tenía la manía de mandarme a tiendas cada vez más alejadas de nuestra calle porque siempre, pero siempre, acababa mal disponiéndose con el tendero de turno por el quítame ahí esos plátanos demasiado pasados o las chuletas del otro día soltaban más agua que el pantano de Ullibarri en abril, vamos, cuando todavía llovía como llovía antes. A decir verdad, puede que lo mío se asemejara a algo así como una especie de turismo sexual sin salir de la zona oeste de mi ciudad. Pues bien, recuerdo haber caído rendido una vez más ante los encantos de una joven dependienta del ultramarinos, colmado, abacería o como se le dijeran entonces a esas tiendas que teniendo casi de todo no llegaban a ser un super como los de ahora. La tienda en cuestión se encontraba en la calle Badaia de mi ciudad, ya a cierta distancia de la Avenida Gasteiz donde vivía, siquiera para el canijo que era yo entonces. ¿Es que no había más comercios por mi zona? Pues ya lo acabo de decir; mi vieja y mi temor a que un día de esos acabará mandándome a hacer la compra hasta Miranda o Bilbao. En cualquier caso, se trataba de una calle por la que solía pasar casi todas las tardes para llevar productos de la peluquería de mi padre hasta la academia que tenía en Cercas Bajas, junto al casco viejo de la ciudad y justo enfrente de la casa de los Uralde o de la Yedra; lo digo porque anda que no he dejado volar yo la imaginación poco ni nada siendo un mico mirando a través de la ventana de la academia la fachada cubierta de yedra de aquella casa y ya muy en especial la terraza en plena muralla. Para llegar hasta Cercas Bajas tenía dos trayectos paralelos, uno subiendo por la calle antes mencionada, el otro por Beato Tomás de Zumárraga, eso según me diera el aire. Pues bien, eso hasta que, como ya he dicho, caí perdidamente enamorada de la chavala que le echaba una mano a su madre en la tienda de Badaia. Como no me bastaba con ir a hacer la compra hasta allí una vez a la semana, también aprovechaba a pasar casi todas las tardes enfrente de la tienda de mi amada con la escusa de los recados hasta Cercas Bajas.
Entonces, al pasar delante del colmado o lo que fuera, solía ralentizar el paso al objeto de poder así echar una miradita a través del escaparate confiando que esta se cruzara con la de ella, así no le quedaría más remedio que responder a mi saludo con su correspondiente sonrisita pubescente. Sí, ya lo sé, más patético imposible. ¿Y la moza, cómo era la moza, por qué no la describes? Pues mira, eso todavía es más patético, porque no me acuerdo ni una pizca de cómo era ella, así te lo digo.
Pero, tranquilos, que la cosa todavía puede ser más patética. Pues resulta que un día mi viejo me mandó a buscar la rueda pinchada del coche que había llevado a arreglar a un garaje de Beato Tomás de Zumárraga o alrededores. Debía hacer meses que no pisaba esa calle en beneficio de la otra paralela. Así que iba yo desde casi desde lo más alto de Beato, casi antes de llegar a Cercas Bajas, rodando la rueda calle abajo hacia la Avenida, con las manos ya cubiertas de mugre y la cara otro tanto por haber estado tocándomela todo el rato sin darme cuenta, vamos, hecho un cromo, cuando de repente me cruzo con la dependienta de Badaia y su madre. Pues no va la vieja y le suelta a su hija nada más verme: “¡Mira, el hijo del peluquero, si parece un negrito que acaba de robar la rueda de un coche!” No volví a pisar la calle Badaia en mucho tiempo, todavía menos a hacer la compra a aquella tienda por muy pesada que se pusiera mi madre, zapatilla mediante o no.
Pues bien, aquel episodio tan chusco como intrascendente se convirtió en una de esas pesadillas que se repiten a lo largo de la vida, cuando menos te lo esperas y sin saber nunca muy bien a santo de qué. De modo que esta semana he vuelto a soñar que bajaba Beato Tomás de Zumárraga empujando la rueda que acababa de recoger del garaje al que me había enviado mi viejo; pero, en esta ocasión, como en realidad en tantos otros sueños, la pendiente de la calle era tan inusitadamente pronunciada que la rueda se me acababa escapando de las manos y tenía que correr detrás de ella y cuesta abajo saltándome los semáforos de las calles transversales, primero Domingo Beltrán y la Calle Gorbea, y luego ya pasada la Avenida, Fernández de Leceta, calle Argentina… Sin embargo, no lo conseguía y la rueda seguía rodando hasta llegar a la Avenida de los Huetos, donde de repente, y por esas cosas que tienen los sueños, podía atisbar el mar Cantábrico en la lejanía desde una altura tan extraña como imposible; que ya me dirás tú de qué, como mucho el río Zadorra y para de contar. De modo que ahora el sueño, qué digo, la pesadilla en toda regla, iba de impedir a toda costa que la rueda desembocara en el mar. Pufff, con deciros que cuando me he despertado de golpe tenía toda la sobrecama sudada…


lunes, 12 de septiembre de 2022

 



  Gaur oso goizean goiz gure etxearen ondoko parkean zehar maldan gora eta behera nenbilela, inoizko untxi bilketa edo agian batzarrik handiena. Orduantxe nire paretik zebilen alegiazko ibiltari bati galdezka aritu natzaio.


- Nola da posible hainbeste untxi...?

- Erresuma Batuko erregina Isabel II.ren zerraldoa parketik noiz pasatuko zain ari dira.

- Benetan? -eta honekin batera inoiz egin dudan galderarik txatxuena alegiazkoa izanda ere.

- Ezetz? Aizu, motel, egunotan hedabideak ematen ari diren matrakari, eta batik bat kalaka amaigabekoari, erreparatuz dena da posible, ezta?

- Baliteke bai, eta dena monarkiarekiko atxikimendu emozionala bezain irrazionala kosta ahala kosta sustatze aldera.

- Besterik ezean...

domingo, 11 de septiembre de 2022

SIN TOCAR EL SUELO - JOKIN MUÑOZ

 Reseña para la revista LETRALIA: https://letralia.com/lecturas/2022/09/10/sin-tocar-el-suelo-de-jokin-munoz/


Jokin Muñoz
Jokin Muñoz fue uno de esos escritores que decidieron romper el consenso, nunca escrito y todavía menos expresado públicamente, que parecía impedir a los escritores en lengua vasca ser críticos con la realidad social y política que vivía el País Vasco como consecuencia de décadas de violencia terrorista. Fotografía: Galaxia Gutenberg

No habrás de hallar nuevos sitios, ni encontrarás otros mares. Te seguirá la ciudad. Las calles donde deambules serán las mismas. En estos mismos barrios te harás viejo.

“Conque era esto… ¡Qué pasada!”. Vuelve a leer el texto entero. Luego busca y encuentra vídeos en internet sobre ese mismo poema. Le parecen hermosos. Busca también a Cavafis. Contempla divertida su aspecto. “¡Si hasta se parecen!”. Le gustaría tener a su abuelo sentado junto a ella en el borde de la cama, como lo hacía cuando era pequeña, para que le hablara de su ciudad.

Jokin Muñoz, Sin tocar el suelo.

El escritor navarro Jokin Muñoz es toda una figura en el panorama de las letras euskaras. Yo incluso diría que es un referente para muchos lectores en lengua vasca en función de su singularidad como escritor a la contra de lo que solía ser la tónica general dentro de un mundo tan reducido y en buena parte ideológicamente monolítico como el de la literatura en euskera. ¿Por qué? Pues no me voy a andar con rodeos. Al contrario de lo que suele creer todo aquel que se acerca al mundo del euskera con los prejuicios propios tejidos alrededor de su condición de lengua minoritaria, inescrutable y hasta no hace nada en continuo retroceso, a lo que hay que añadir el misterio que envuelve todo lo relacionado con su origen, la lengua vasca, y siempre dejando a un lado toda la tradición oral procedente de la Edad Media recogida mucho más tarde, tiene una tradición escrita que se remonta al año 1545 con la edición de la antología de poemas amorosos, religiosos y de enaltecimiento de la lengua vasca escrita por el navarro Bernat Etxepare, Linguae Vasconum Primitiae, a lo que hay que añadir la aparición en el año 2004 del llamado Manuscrito del alavés Joan Pérez de Lazarraga (1548-1605) como ejemplo extraordinario de una narrativa profana y emparentada con las corrientes literarias propias del Renacimiento. A partir de entonces la literatura vasca experimenta todo tipo de avances y retrocesos como resultado de las diferentes circunstancias históricas a las que está sometida la comunidad lingüística vasca. La circunstancia más notoria de todas es tanto la falta de unidad política de los territorios donde se habla la lengua vasca, como el fracaso del empeño del sacerdote protestante Joanes de Lizarraga, a instancias de la reina de Navarra Juana de Albret, de crear una lengua literaria, y por lo tanto unificada, tomando como modelo su traducción del Nuevo Testamento. Con todo, y a pesar de la proscripción sufrida por la lengua vasca en los ámbitos de la educación y administración de todos los reinos y estados en los que era la lengua mayoritaria del pueblo, también conoció su época dorada durante el siglo XVII gracias a la llamada Escuela de Sara, formada por un grupo de escritores, procedentes en su mayoría del triángulo formado por las localidades labortanas de Sara, San Juan de Luz/Donibane Lohizune y Ziburu, los cuales fundaron una corriente homogénea dentro de la literatura en lengua vasca en cuanto a estilo y temática, esencialmente religiosa.

“Sin tocar el suelo”, de Jokin Muñoz
Sin tocar el suelo, de Jokin Muñoz (Galaxia Gutenberg, 2022).
Disponible en Amazon

Jokin Muñoz
Novela
Galaxia Gutenberg
Barcelona (España), 2022
ISBN: 978-8418807909
216 páginas

Sin embargo, eso que hoy conocemos como literatura vasca contemporánea, es decir, la que nace sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX con la unificación de la lengua vasca tras el Congreso de Aránzazu en 1968, y la modernización, o siquiera ya sólo la homologación definitiva de la literatura vasca con el resto de corrientes literarias de nuestro entorno europeo y occidental, la cual inicia Gabriel Aresti (1933-1975) y apuntala José Luis Álvarez Enparantza, Txillardegi (1929-2012). A partir de ese momento surgirán varias generaciones de escritores cuya principal característica es, no sólo su compromiso con la modernización de la lengua y en concreto la consolidación de su forma unificada, batua, sino también con una concepción de lo vasco desde un prisma nacionalista casi que en exclusiva, si bien que con las consabidas excepciones, de las cuales, por cierto, el propio Aresti fue el más destacado de los que podríamos llamar “disidentes”. Una disidencia que no tenía que serlo tanto frente al consenso casi generalizado de la intelectualidad vasca, y muy en especial de aquella que se expresaba en euskera, acerca de las razones y fines del nacionalismo vasco, en todo caso una ideología completamente legítima y sobre todo comprometida con la defensa de la lengua vasca y la promoción de su cultura, sino de rechazo hacia ciertas máximas o conductas relacionadas con ese pensamiento mayoritario, el cual durante décadas, se fuera o no nacionalista, y como consecuencia de la aceptación por convencimiento propio o mera conveniencia de una mentalidad de resistencia frente a un hipotético enemigo externo, impidió, siquiera obstaculizó, la imprescindible mirada crítica sobre lo propio y, ya más en concreto, una condena sin tapujos del terrorismo etarra y todo lo que lo rodeaba. Hablamos de la ausencia de una mira autocrítica que, por si fuera poco, suele ser una de las principales características de cualquier literatura merecedora del calificativo de moderna.

Jokin Muñoz fue uno de los primeros y pocos escritores en lengua vasca que se atrevieron a escribir sobre esa violencia soterrada.

Pues bien, Jokin Muñoz Trigo (Castejón, Navarra, 1963) fue uno de esos escritores que decidieron romper el consenso, nunca escrito y todavía menos expresado públicamente, que parecía impedir a los escritores en lengua vasca ser críticos con la realidad social y política que vivía el País Vasco como consecuencia de décadas de violencia terrorista. Una crítica que en el caso de Muñoz, y al contrario de lo que solía ser lo habitual en los contados autores en euskera que se decidían a abordar dicha realidad, no lo era tanto para abundar en la idea tan discutible como políticamente interesada de un País Vasco invadido y oprimido por un enemigo externo que le impedía disfrutar de una libertad completa de acuerdo con las aspiraciones nacionales de la mayoría de sus ciudadanos, circunstancia de la que además hacían derivar toda la violencia que se padecía, como para destacar o denunciar las consecuencias que el ejercicio de esa violencia, ya fuera la de ETA muy en concreto o cualquier otra, tenían en el día a día de los ciudadanos de nuestro pequeño, nunca del todo definido y además casi siempre mal avenido país. Dicho de otro modo, Jokin Muñoz fue uno de los primeros y pocos escritores en lengua vasca que se atrevieron a escribir sobre esa violencia soterrada, la cual, más allá de la tan dolorosa como asumida frecuencia de los atentados de ETA, la represión policial con sus abusos y las más que probadas torturas padecidas por muchos ciudadanos vascos —y aquí me remito al informe encargado por el Gobierno Vasco a un grupo de expertos nacionales e internacionales y encabezado por el reconocido médico forense y profesor de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) Francisco Echeberria, en el que se documentan más de cuatro mil casos de torturas entre 1960 y 2014 y se apunta a la existencia de un número todavía mayor sin determinar—, y ya en especial la continua e insoportable tensión política que afectaba a prácticamente todo lo relacionado con el espacio público por culpa de la coacción continua y violenta por parte de la organización terrorista y sus simpatizantes a todo aquel ciudadano que no pensara como ellos, había acabado convirtiéndose en parte de la rutina de una sociedad mentalmente atrincherada en las convicciones de piedra de cada cual.

De ese modo, Jokin Muñoz es autor de las novelas Hausturak (Rupturas, 1995), Joan zaretenean (Cuando os habéis ido, 1997) y Antzararen bidea (2007), esta última Premio de la Crítica y Premio Euskadi de Literatura 2008 y editada en castellano con el título El camino de la oca (2008). Como cuentista publicó el volumen Bizia lo (2003), con el que obtuvo el Premio Euskadi de Literatura 2004 y que fue traducida como Letargo. Nos encontramos, por lo tanto, no sólo ante un autor destacado por su compromiso contra la violencia, sino también a un autor premiado por una obra en la que se reflexiona tanto acerca de las causas de esa violencia como de sus consecuencias, una reflexión ante todo humana sobre la crudeza de un conflicto en el día a día de los ciudadanos de a pie mucho más allá de la política como una cosa exclusiva de los titulares de prensa. En cualquier caso, hablamos de un autor que destacó en su momento por hablar de esas cosas tan cotidianas y notorias en la sociedad vasca, pero de las que pocos escritores euskaldunes habían hablado antes con tanta desenvoltura literaria como franqueza humana. Algo que en cualquier literatura normalizada de veras, es decir, en una en la que la mirada crítica hacia la sociedad a la que pertenecen sus autores suele ser lo habitual, pero que en la vasca no se había hecho hasta entonces con tanta claridad, incluso podríamos decir que con tanta valentía, y esto por mucho que moleste recordarlo a todos aquellos, escritores o no en diferente grado de tibieza e incluso complicidad, que ahora, cuando ETA ya es sólo el recuerdo de una pesadilla, acostumbran a escandalizarse cuando se les recuerda que hasta hace prácticamente cuatro días la crítica a la organización terrorista y a su mundo por parte de la intelectualidad en lengua vasca era una excentricidad de cuatro renegados a los que enseguida se les colgaba el sambenito de españolistas o ya directamente de malos vascos e incluso de colaboradores con el enemigo.

Así y todo, y tras publicar y recibir el Premio de la Crítica y el de Euskadi de 2008 por su novela El camino de la Oca, no se vuelve a saber más de Jokin Muñoz durante más de una década, para ser exactos hasta este mismo año, 2022, cuando publica con la editorial Galaxia Gutenberg la novela Sin tocar el suelo en castellano.

¿Qué ha pasado durante todo ese tiempo? Pues según ha contado el propio Jokin en más de una entrevista, se ha dedicado a compaginar la docencia con la (co)educación de sus cuatro hijos, por lo que tuvo que renunciar a la escritura para no delegar sus obligaciones como padre en su mujer. Eso y que al final, bromea él, acabó cogiéndole gusto al hecho de no tener que escribir, lo cual se me antoja, como debería saber todo aquel que se dedica a un oficio, o lo que sea, tan obsesivo como absorbente, lo más parecido a superar una adicción de las relacionadas con el alcohol o las drogas. Esas son las declaraciones de Jokin Muñoz para explicar su ausencia como autor de renombre, siquiera en lo que respecta al siempre reducido mundo de las letras vascas, y eso tras obtener, insisto, varios de los galardones más importantes y prestigiosos que se pueden otorgar a un escritor en lengua vasca, por lo que nadie tiene derecho a especular con otros motivos distintos a los que han sido la comidilla durante mucho tiempo entre los seguidores del escritor navarro cuando se preguntaban: “¿Dónde está Jokin Muñoz? ¿Por qué no ha vuelto a publicar nada nuevo?”. Como que ya se empezaba a hablar de una especie de Salinger de la literatura vasca, el autor que tras triunfar con uno o varios libros se niega a publicar más libros y además se aparta de todo foco mediático relacionado con la literatura sin que nadie acierte a adivinar a santo de qué.

Muñoz nos cuenta varias historias entrelazadas en las que el pasado de los protagonistas está inexorablemente unido al lugar de cada cual durante los años más duros del llamado conflicto vasco.

Y de repente, quince años más tarde, aparece Sin tocar el suelo escrita directamente en castellano y publicada por una de las editoriales españolas de mayor prestigio, siquiera para todos aquellos que todavía consumen Literatura con mayúscula. Muñoz nos cuenta varias historias entrelazadas en las que el pasado de los protagonistas está inexorablemente unido al lugar de cada cual durante los años más duros del llamado conflicto vasco, aquellos en los que ETA y su mundo se sintieron tan fuertes que incluso llegaron a creer que podrían haber ganado de un momento a otro el pulso que mantenían con los poderes del Estado español. La primera historia comienza en tiempo presente con la comparecencia en la inauguración del Festival de Jazz de San Sebastián de Koldo Gartzia, un personaje al que acaban de nombrar diputado foral de Cultura y que perteneció en los años ochenta a un comando de apoyo a ETA. Koldo es de Pamplona y euskaldunberri, es decir, alguien que ha aprendido la lengua vasca de adulto. Koldo aprendió euskera con tanto éxito como devoción, por lo que enseguida se dedicó a escribir literatura infantil en esa lengua. Incluso ganó un Premio Euskadi de literatura infantil en euskera. También ha escrito algunos artículos de opinión en prensa, de esos en los que nunca se dicen las cosas a las claras y se procura condescender siempre con la opinión que se cree mayoritaria entre el público que frecuenta los medios cercanos al mundo nacionalista, o ya solo vasquista, en los que él escribe. Koldo coincide en ese acto organizado por la institución para la que trabaja con dos antiguos amigos a los que hacía mucho tiempo que había perdido de vista: Luis y Leire. Luis Areta se nos presenta como la antítesis del anterior personaje. Es un hombre dedicado en cuerpo y alma a la literatura. Dirige un club de lectura en Madrid, donde conoció a Tere, su actual compañera. También trabaja como profesor de Lengua y Literatura Española en un colegio madrileño. Luis Areta es euskaldunzaharra, alguien que conoce la lengua vasca desde pequeño. Además escribe en ella prácticamente en secreto. De hecho, esconde en su ordenador una nutrida colección de poemas a los que accederá en secreto Ana Mei, la cuarta protagonista de este cruce de historia de continuos saltos en el tiempo. Ana es la nieta de su mujer, una chica de dieciocho años y de origen asiático en constante conflicto con su madre adoptiva, Inés. Ana canta en un juvenil grupo musical llamado Aldea Saun. El propio nombre de dicho grupo es una errónea traducción ortográfica que ha hecho la muchacha de la palabra vasca zaun (ladrido) al escuchárselo a su abuelo Luis, por cuyo pasado nunca del todo claro siente un interés cada vez mayor a medida que va descubriendo cosas que le eran completamente desconocidas. De ese modo, Ana será la pieza clave que nos introduzca en el pasado oculto, tanto de su abuelo Luis como de aquellos personajes como Koldo y Leire que se cruzaron con éste en una época en la que cada cual tuvo que decidir qué postura tomaba frente a la omnipresencia de la violencia etarra y también la reacción, no siempre democrática o cuanto menos ética, que ésta provocaba.

Una historia de relaciones personales con la violencia como telón de fondo que bien podía haber sido una más de las que Jokin Muñoz había tejido en sus novelas escritas en euskera, además de premiadas y traducidas posteriormente al castellano. Sin embargo, uno tiene la impresión de que precisamente por eso, por haber escrito ya en sus anteriores novelas acerca de las consecuencias que la violencia etarra tiene para los individuos de a pie, en esta ocasión Muñoz se limita a utilizarlas como telón de fondo de una historia en la que el verdadero protagonista ni siquiera es un individuo, sino una lengua: el euskera. De ese modo, y teniendo como hilo conductor, siquiera como simple excusa, los poemas escritos en euskera que la adolescente Ana encuentra en el ordenador de su abuelo, los cuales despertarán en ella un inusitado interés ante el reto que supone intentar descifrar lo que se dice en una lengua que le es tan extraña como misteriosa, lo que de verdad se ofrece al lector es una declaración de amor a la lengua vasca y su cultura. Así pues, la historia del triángulo formado por Luis Areta y sus viejos y olvidados amigos Koldo y Leire, con los que se reencontrará en su San Sebastián natal con motivo del acto del que hablamos al principio, sólo sería un pretexto para intentar introducir al lector en castellano en todo lo relacionado con las susodichas lengua y cultura vascas. De hecho, el joven Luis Areta se acercó al mundo de la izquierda abertzale, en concreto al de los amigos de Leire y Koldo, todos ellos miembros de Jarrai —las juventudes de Herri Batasuna y la más que probada cantera de militantes de ETA—, tanto por la atracción que sentía por Leire como por su compromiso con el euskera, el cual creía compartir con aquel mundo de la izquierda abertzale hasta que un hecho luctuoso le hizo replantearse sus amistades y, sobre todo, alejarse lo máximo posible de aquel entorno en el que lo cultural parecía estar siempre supeditado a la política, puede que incluso a eso otro que denominaban, con tanta prosopopeya como inclemencia, “lucha armada”.

Dicho lo cual, es evidente que el autor no ha querido limitarse a la enésima entrega de una de esas historias que se supone que deben componer eso tan genérico como indefinido que hemos dado en llamar el “relato” de los “años de plomo”, expresión ya más que acuñada a fuerza de repetirla hasta la saciedad para hablar del período más crudo del terrorismo etarra, en este caso un relato tan crudo y realista como el que ya nos tenía acostumbrado en sus anteriores libros en euskera, y más en concreto un retrato de la juventud vasca y navarra de la época comprometida con la violencia terrorista, siquiera ya sólo de la que flirteó con todo lo que rodeaba al terrorismo etarra por las razones que fuera; como el propio Luis en su convicción de que la izquierda abertzale era la más comprometida con la defensa y el fomento de la lengua vasca. Un relato en el que contrasta el estilo directo y sin florituras, fiel hasta el extremo del lenguaje y los giros de la época, puede que incluso inspirado en aquel ambiente de rudeza extrema y no poca mugre ambiental y moral, la cual, por cierto, nos es tan familiar a los oriundos de aquellas tierras, un ecosistema de “barricada”, con ese otro relacionado ya en exclusiva con la literatura en general y la poesía en lengua vasca en particular. Se trata de un tono más relajado y hasta exquisito que, al centrarse en el descubrimiento que hace Ana de las poesías en euskera de su abuelo, sirve al autor para hablarnos no sólo de la belleza expresiva de la lengua vasca, recurriendo tanto a ejemplos clásicos como autores contemporáneos, sino incluso del poder evocador de la poesía para hacer la vida no más llevadera, sino más hermosa. No encontramos, a decir verdad, en una verdadera apología del euskera como lengua viva y sobre todo exótica, siquiera a oídos no euskaldunes, que contiene momentos en los que el que suscribe estas líneas no puede evitar experimentar cierto rubor.

Mei ha llevado el ordenador a la cocina y lo ha colocado sobre la mesa. Ahora come despacio el plato de paella mientras salta de un momento a otro. Cuando alguno reclama su atención, para, agranda el texto y lo lee en voz alta. Le fascina esa mezcla de consonantes inhabitual en castellano: tz, ts, tx… (página 102).

El lector que aquí escribe conoce ya de antemano ese mundo del euskera y la cultura vasca de los que habla el personaje de Luis con no poca delectación, por lo que tampoco descubre nada.

Como ya he dicho, se trata de la parte más introspectiva y a la vez exquisita del libro, sobre todo en contraste con esa otra lírica o casi de las canciones del llamado rock radical vasco de la época y que nos remite a los famosos eslóganes, cuando no verdaderos mantras, al estilo del “Martxa eta borroka” (Marcha y lucha) o el “Jaiak bai, borroka era bai” (Fiesta sí, lucha también). Luego ya, que Jokin Muñoz haya conseguido el que parece ser el verdadero propósito de esta novela, transmitir al lector el hechizo que el personaje de Ana siente por la poesía escrita en euskera, y acaso también parte de su afán de querer aprender todo lo posible acerca de ésta, y todo ello mezclado con la historia del triángulo amoroso entre los jóvenes jarraitxus y el buenazo de Luis con el terrorismo etarra de telón de fondo, pues ya es harina de otro costal. Servidor es incapaz de aventurar si el texto cumple su presunto objetivo porque no se siente un lector neutral, y menos ajeno, que se acerca a una historia donde le van a hablar de un mundo que desconoce y que hasta puede que acabe encandilándolo por su hipotético exotismo. A decir verdad, el lector que aquí escribe conoce ya de antemano ese mundo del euskera y la cultura vasca de los que habla el personaje de Luis con no poca delectación, por lo que tampoco descubre nada, sino que más bien contempla, a veces sin poder evitar hacerlo con el ceño fruncido, ciertas aseveraciones acerca de la lengua vasca y su literatura que a él se le antojaban excesivamente idealizadas, puede que con más ánimo panegirista que otra cosa. Con todo, se trata de un amor que también comparto y que por eso mismo insisto que llega a ruborizarme cuando lo veo descrito con tanto entusiasmo como, para qué negarlo, naturalidad. Entonces me digo que ojalá Sin tocar el suelo consiga ese propósito implícito de su autor de infundir el embeleso que siente él por el euskera al lector ajeno a nuestra lengua y su cultura, ese lector que además suele ser mayoritariamente monolingüe en castellano y por lo tanto expuesto al desprecio secular que ha existido en España hacia la lengua vasca al considerarla, así grosso modo, algo exclusivo de aldeanos poco o mal romanizados, una lengua sin valor alguno para la vida moderna, como mucho un objeto de museo y pare de contar, una lengua que además ha servido de coartada ideológica o sentimental al nacionalismo vasco que consideran excluyente sin ambages, y no digamos ya cómplice de los asesinos de ETA. Una lengua, pues, que ante todo, acaso para la plana mayor de los lectores castellanoparlantes, apenas es otra cosa que una excentricidad a la que se apegan cuatro románticos e incluso fanáticos de esos que odian a España y los españoles por principio, dado que por algo prefieren creer que ya no la habla nadie, todavía menos que nadie vive, ama, sufre o ríe pensando en ella teniendo a mano una lengua de la envergadura del castellano, todo ello, faltaría, con el único propósito de afianzar sus prejuicios recurriendo a la ignorancia como coartada. Pero claro, siempre se nos dice que, pese a la vigencia más que contrastada de todos esos prejuicios, incluso de la renovada hostilidad hacia todo lo que no sea castellano en exclusiva y que se percibe en muchas, demasiadas, manifestaciones públicas y particulares en ese país llamado España que no acaba de aceptar del todo su pluralidad identitaria, y más en concreto su diversidad y riqueza lingüística, siempre podrá haber un modesto nicho de lectores tan libres de esos prejuicios como proclive a interesarse por todo aquello que les es extraño. Un lector, además, que no esté dispuesto a aceptar como artículo de fe un relato sobre el conflicto vasco en el que el blanco y el negro no sólo sean la norma, sino también un calco inequívoco del discurso oficial y hasta institucional de una de las partes al estilo de Patria de Fernando Aramburu, o dicho de otra manera, aquello que en ningún momento contribuye a ampliar el punto de vista de las cosas con esa cosa tan molesta como son las dudas o los datos que cuestionan convicciones de piedra, sino más bien todo lo contrario. Siquiera ya sólo un número de lectores lo suficientemente sensibles a todo lo relacionado con la cultura para que podamos decir que este sentido empeño de Jokin Muñoz en acercar el euskera y su cultura a los erdaldunes, es decir, a aquellos que desconocen la lengua vasca, ha tenido éxito. Ojalá sea así, en serio; a mí en concreto nada me haría más ilusión que poder desdecirme de todos mis malos augurios al respecto.