domingo, 16 de octubre de 2022

GUERRA - LOUIS FERDINAND CELINE

 






Louis-Ferdinand Céline
Novela
Éditions Gallimard
París (Francia), 2022
ISBN: 978-2072983221
192 páginas

He aquí una de esas curiosidades editoriales que dicen que podría, si no revolucionar, porque ya es muy difícil que se revolucione nada en la cada vez más anquilosada República de las Letras por pura redundancia de todo lo que se nos anuncia como revolucionario, puede que sí al menos zarandear un poco los ánimos de la extraña legión de los letraheridos, es decir, los incondicionales de la llamada Literatura con mayúscula y, ya más en concreto, los admiradores de la tan fascinante como controvertida obra de Louis-Ferdinand Céline. A estos últimos, entre los que supongo que debería incluirme, siquiera ya sólo en recuerdo de la fascinación, sobre todo estética e incluso sensorial, que reconozco haber experimentado en su momento con la lectura de Voyage au bout de la nuit (Viaje al fin de la noche, 1932) y Mort a credit (Muerte a crédito, 1936) como consecuencia de la, esa sí, verdadera revolución estilística, siquiera ya sólo expresiva, de una literatura esencialmente autoficcional —una fascinación que sólo tiene parangón con la posterior decepción que cualquier lector de Céline medianamente decente debe sentir a su vez cuando se enfrenta a los panfletos antisemitas que escribió más tarde y en los que resulta ya imposible encontrar el menor atisbo de la genialidad que caracterizaba sus primeras obras porque el odio no sólo es un mal consejero espiritual sino también literario—, la publicación de cualquiera de los textos inéditos del doctor Destouches debería suponerles siempre un motivo de alegría, por no hablar del morbo de volver a leer una obra del escritor francés ocho décadas después de que fuera escrita, ochenta años de silencio tras los que sale a la luz exponiéndose al juicio implacable del paso del tiempo. En mi caso, sin embargo, utilizo el condicional porque, una vez leído Guerra, y aun reconociendo que he disfrutado de su lectura muy por encima de la mayoría del resto de las que llevo a cuestas durante este mismo año, he tenido la sensación, no sólo al final sino también durante todo el proceso de lectura, de que se trataba de una obra inacabada, a la espera de unos últimos toques por parte de su autor, y por ello un texto que Céline probablemente no habría autorizado que viera la luz si hubiera podido evitarlo. ¿Por qué si no fue relegado al cajón entre sus otros inéditos mientras que sí autorizó, o le autorizaron, la publicación de Muerte a crédito varios años más tarde? De hecho, no son pocas a lo largo del texto las notas a pie de página en las que se nos advierte de que el autor había tachado tal o cual término para poner otro, del subrayado de frases enteras y, así en general, de todos esos apuntes que los autores realizan durante el proceso de corrección de sus obras. Es evidente que el autor no estaba todavía del todo satisfecho con su texto y que por eso prefirió posponer la corrección definitiva para cuando la tuviera a bien. Un hecho innegable que nos hace plantearnos, a nosotros como lectores y a los expertos como hipotéticos responsables de reivindicar el respeto al legado del autor para que el prestigio de su obra no se vea menoscabada por decisiones que aparentan tener que ver más con decisiones exclusivamente comerciales que con cualquier otra consideración, acerca de la conveniencia o no de editar Guerra como si en realidad fuera una obra acabada. De cualquier manera, Guerra aparenta ser en esencia una especie de borrador, ya no del Viaje al fin de la noche que había sido publicado unos dos años antes, sino más bien de su segunda gran novela, Muerte a crédito, en la cual ya no se habla de la guerra, sino donde se evocan los años de formación del protagonista en un ambiente familiar asfixiante y un entorno en el que todo resulta disparatado, hecho de miseria y fealdad.

Con todo, y dejando a un lado la controversia antes citada, de lo que no hay duda alguna es de que en Guerra podemos reconocer el peculiar estilo de Céline desde los primeros párrafos de su última novela editada, la cual, sin embargo, vendría a ser la segunda en orden cronológico, o lo que es lo mismo, mucho antes de que el escritor “chinara”, es decir, enloqueciera o cualquier otro verbo con que los admiradores de sus dos primeras grandes novelas intentamos explicarnos, si bien es cierto que con no poca ingenuidad dado que “el mal”, el antisemitismo feroz e irracional de muchos de los comentarios del autor a través de su alter ego Bardamu, podía vislumbrarse a la perfección entre las líneas de dichas novelas, cómo pudo acabar escribiendo varios de los textos más infames y repulsivos editados nunca. Con todo, resulta curioso comprobar cómo el estilo celiniano que deslumbra en Viaje al fin de la noche y continúa hasta el paroxismo en Muerte a crédito, en Guerra parece poco más que un bosquejo a medio camino entre las dos grandes novelas ya citadas. Así pues, en Guerra no falta, acaso sobra porque hay momentos en los que abruma o ya directamente cansa, dosis ingentes del lenguaje más coloquial, vulgar e incluso ya directamente callejero. Nada sorprendente porque ya tuvimos ocasión de comprobar en Viaje al final de la noche que Céline no fabula sino que maquilla la realidad. Céline quiere ser estilista antes que contador de historias. Es colorista. Concentra todo su trabajo como escritor en la oración, siendo la historia muy secundaria a sus ojos. Así que no es de extrañar que rompa convencionalismos y, como un Picasso de la literatura francesa, se invente un estilo que deforma la realidad para adaptarla a su relato.

En Guerra Céline cuenta, a través del personaje de Ferdinand, sus heridas durante la gran guerra, su hospitalización y su partida hacia Inglaterra. Nos encontramos con un relato ambientado en el frente de la región de Les Flandres durante la I Guerra Mundial que nos remite de inmediato al escenario bélico de los primeros, y más sobrecogedores, capítulos de Viaje al fin de la noche. Céline vuelve a aprovechar su experiencia como soldado cuando sólo tenía veinte años para dar testimonio de todo el horror que le inspira la guerra. El trauma que experimenta lo perseguirá durante mucho tiempo, tanto como los dolores de cabeza de los que será víctima hasta el final de sus días. Céline intenta transmitir al lector este odio contra la guerra, y todo lo que la rodea, ayudado por un vocabulario de la calle, un francés de cuartel y de letrina con el que incluso consigue poner patas arriba buena parte de las construcciones gramaticales de la lengua. Un estilo que el propio Céline calificaría de “antiburgués” y “franco grosero”, el cual se caracteriza por una narrativa esencialmente oral en la que abundan las dislocaciones sintácticas, los giros percibidos como incorrectos e inspirados en lo más expresivo y/o provocador del lenguaje de la calle. Céline asemeja amasar la lengua como un pan antes de ir al horno, prueba todas las posiciones posibles de las palabras en la frase con el único propósito de encontrar la sonoridad adecuada para que el relato fluya como una sinfonía en los oídos del lector. Todavía más, Guerra se confirma como otro intento por parte de Céline, al estilo de lo que hizo en las dos grandes novelas ya citadas y que lo convirtieron en el autor que revolucionó la manera de contar las cosas durante la primera mitad del siglo XX, de echarle un verdadero pulso a la tan cacareada elegancia de la lengua de Molière, o lo que es lo mismo, un empeño premeditado en desagradar a todos aquellos que se la cogen con papel de fumar al establecer lo que es o no correcto a la hora de escribir en francés. Céline libera la lengua de sus corsés académicos, o ya sólo de los convencionalismos de su época, para adecuar sin tapujos el lenguaje a cada tema o situación.

Céline vuelve a escribir sobre la guerra con verdadero desagrado a través de las imágenes más abominables que se habían escrito hasta el momento.

Toda su historia rezuma muerte, heridas putrefactas, olor a orina y heces. Se transpiran olores acres, los vapores nauseabundos del vómito, los flujos del miedo, el sexo y la desesperación. Como ya he dicho, Céline vuelve a escribir sobre la guerra con verdadero desagrado a través de las imágenes más abominables que se habían escrito hasta el momento. Sin embargo, en Guerra no se recrea en el horror sin límites de las escenas bélicas como sí lo hacía en Viaje al fin de la noche. La guerra de esta novela corta es un relato de retaguardia en el que Céline ya ha visto y experimentado todo el horror de la batalla, conoce la capacidad del ser humano para generar y soportar el dolor, incluso aparenta conocer los instintos que animan para lo uno o para lo otro. Céline nos ofrece un discurso descreído e inmisericorde acerca de la condición humana a la que despoja de su supuesta bondad innata porque, al fin y al cabo, su protagonista y alter ego no encuentra otra cosa en sus congéneres que no sea la preeminencia de los instintos más bajos y las motivaciones más abyectas; sexo, dinero, egoísmo, cobardía, mentiras, traición, racismo, misoginia, depravación, etc. Céline hace suya, a sabiendas o no, la visión de Schopenhauer sobre el ser humano. De ese modo, para él todas las creencias metafísicas, políticas o sociales son inútiles, pura palabrería, munición para el autoengaño, engañabobos. Y de ese modo también, el personaje más digno y sincero de la novela, el único que hace “el bien” a diferencia de la hipocresía que caracteriza al resto, no es otro que el de L’Espinasse, la enfermera que masturba a los heridos moribundos con el único fin piadoso de aliviar su agonía.

Se trata de una visión tan descarnada sobre la condición humana en la que no faltan, porque además remite de inmediato a la relación tan intempestiva y vejatoria del pequeño Bardamu con sus padres en Muerte a crédito, las muestras de desprecio con las que el alter ego celiniano de Guerra, Ferdinand, se refiere a sus padres (“No concebían este mundo de atrocidades, una tortura sin límites. Entonces los negaban […] su enorme optimismo, sus tonterías, sus mierdas podridas, que remendaban de todas formas contra todas las evidencias…”) convirtiéndoles en el ejemplo que tiene más a mano, más cercano, de todo aquello que desprecia de las gentes de su época. Porque Ferdinand, el protagonista de Guerra, no sólo es un joven al que la guerra lo ha trastornado por sus horrores y de ahí el desapego con el que observa todo lo que lo rodea e incluso la razón de su actitud descastada y ofensiva para con sus propios progenitores. Ni mucho menos Ferdinand, si bien esto una vez que se conoce el conjunto de la obra de Céline, sólo es el monigote digno de compasión del que se vale el autor para escribir a degüello derribando todo tipo de reparo verbal o racional. Un herido que despotrica contra todos y todo, un herido sobre todo moral al que se le permite todo como consecuencia del sufrimiento soportado durante la batalla, un ser amoral al que se le pueden tolerar sus juicios políticos, antisemitas, racistas, cuestionadores del orden imperante, porque no hacerlo sería casi como pecar de impiedad. ¿La voz de Céline que anuncia el monstruo que vendría después? Pues puede que sí, pero también teniendo en cuenta que incluso el propio Céline no deja de ser otro personaje creado por el doctor Louis Destouches para poner en su boca palabras e ideas que bien podían haber pertenecido a otra ficción en la que el escritor sólo es una puesta en escena provocadora y pública para un público muy concreto y limitado, el literario. De lo contrario sería inexplicable esa constancia en la exageración a todos los niveles que caracteriza a Céline, insisto que la ficción de un escritor que traspasa todos los límites, incluso contra ese mínimo sentido común del que algo debía tener el doctor Destouches y con el que, sólo hacia el final de su vida y como consecuencia de haber conducido a su personaje a lo más oscuro y peligroso del ser humano, ese pozo del que ya le resultaba imposible salir indemne, acabó confundiéndose sin remisión. Pero bueno, tampoco se trata de un caso único dentro de la literatura, todavía menos de la francesa. Céline no ha sido el primero ni el último ejemplo de autor al que los lectores nunca han sabido si tomarle o no en serio todas sus diatribas incendiarias, subversivas o ya directamente disparatadas, un autor que pretende hacer de la exageración un arte literario o al que hay que echarle de comer aparte porque vive en una realidad paralela a la que sus lectores sólo se asoman por pura masoquismo. De hecho, y esto salvando todas las distancias en cuanto a la condición de genio literario de uno por haber revolucionado la literatura del siglo XX con su peculiar propuesta estilística y a la presunción de genialidad del otro, es más que probable que todas las dudas acerca de la verdadera identidad del personaje de Céline sean las mismas que también nos hacemos y seguiremos haciéndonos, no te digo ya nada como le caiga el Nobel, cualquier año de estos, a ese otro enfant terrible de las letras francesas que es Michel Houellebecq.

Resumiendo, leer Guerra de Céline es toda una experiencia en la que el primer reto al que se tiene que enfrentar el lector es superar, tanto la dificultad léxica —en la versión francesa se ofrece un glosario de la lengua popular y el argot médico y militar que aparece en el libro, en el cual se puede observar cómo muchos términos forman ya parte del francés coloquial de hoy en día, y también como otros, pocos, difieren de su significado actual— como la crudeza, ya sea expresiva o visual, la cual puede poner los pelos de punta a los espíritus más finos o remilgados, pero que merece la pena intentar porque no deja indiferente a nadie y, sobre todo, ayuda a plantearse más de una pregunta acerca de la condición humana en según qué circunstancias.

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