
Llevo toda la semana teniendo pesadillas entre que, como quien dice, recién he vuelto a los escenarios de mi infancia, y que he encontrado una foto de la Avenida Gasteiz, entonces puede que todavía de El Generalísimo, en la que estaba el piso donde pasé los primeros años de mi vida. Se trata de una foto en la que todavía aparecen los coches aparcados junto a la acera –entre ellos es de suponer que el primero de mi viejo, el Renault 8 cuya matrícula era la única que he sabido de memoria hasta hoy. Empero, en la foto de marras no constan las jardineras que pusieron años más tarde para impedir que la peña cruzara de una acera a otra por donde le salía del higo, sobre todo desafiando al instinto asesino de los kamikazes motorizados que la cruzaban a diario como si fuera una circunvalación. Eso en una época en la que lo del límite de velocidad dentro de las ciudades sonaba como a cosa de novela de George Orwell. De hecho, no había semana en la que no se produjera un atropello delante de nuestras narices y a veces incluso con el desenlace fatal que todos podemos imaginar. Pero claro, por muy a lo Fernando Alonso que pasaran los coches por nuestra calle, tampoco te ibas a tomar la molestia de acercarte hasta el final de la acera para cruzar con toda seguridad por un paso de cebra con su semáforo, Eso era como de cobardes, peor aún, de europeos al norte de los Pirineos; la vida es peligro y todo lo que no sea así, cuidados paliativos.
El caso es que mi viejo tenía la costumbre de mandarme a comprar sus paquetes de Chester al Marino, el bar de debajo de casa. Sin embargo, a veces a los del Marino se les acababa el tabaco favorito de mi progenitor y éste no dudaba en mandarme -claro que casi que a escondidas para que mi madre no se enterara de que su marido mandaba a una muerte casi segura a su primogénito- al Txiki en la acera de enfrente.
Así pues, ni qué decir que aquello suponía una odisea en toda regla para un mocoso como yo, el cual asumía aquel recado, no ya como uno más de los muchos a los que estaba obligado porque ambos progenitores trabajaban y no les quedaba tiempo para las cosas de la casa, sino como una verdadera misión a vida o muerte.
De modo que me he visto en sueños cruzando la Avenida a la vez que esquivaba la muerte en forma de amenaza de atropellos inminentes al paso como centellas de todo tipo de vehículos motorizados. Una hazaña que se repite tras obtener el paquete de Chester en el Txiki al encarar la vuelta a casa por el mismo trayecto que a la ida.
En fin, los huevos de corbata hasta que llego a mi portal, subo las escaleras hasta el primero y cuando llamo al timbre de casa me abre un señor que enseguida reconozco como el sastre de la esquina de nuestra acera y ni rastro a sus espaldas de la peluquería de mi padre.
- Pasa, pasa, que ya tengo hecho tu traje a medida.
- ¿De verdad tengo que llevar un traje con corbata, americana y zapatos castellanos?
- ¿Tú quieres ser alguien en la vida o no?
- Si va a ser de esta guisa casi prefiero que no.
- Tú harás lo que digan tus padres que para eso me han pagado el traje,
Esa fue la pesadilla del lunes al martes, porque la noche del martes volví a soñar que era un crío al que su padre mandaba a por tabaco al bar de la acera de enfrente. Entonces también volvía a sortear el peligro de muerte inminente para al rato regresar a casa sano y salvo con el paquete de Chester. Y en eso que llamo a la puerta del piso y me abre una señora que enseguida reconozco como la famosa Lola Flores –ahí en mi subconsciente la anécdota de cuando ésta apareció en la peluquería de mi viejo exigiendo que se la atendiera por delante del resto de las clientas, dado que tenía que actuar en breve en La Coquette, la famosa sala de fiestas de la época en nuestra ciudad, justo al lado de nuestro portal, a lo que mi progenitor se negó en redondo porque para él la prioridad eran sus clientas de toda la vida y no una folclórica con aires de diva por muy valiente, poderosa y dueña jardín de espinas y rosas que fuera-. No tardo ni medio minuto en darme cuenta de que la Lola de marras exhibe una elegancia como de madame de salón del oeste, algo que compruebo nada más echar una ojeada al interior donde estaba la peluquería de mi viejo y descubrir que hay media docena de muchachas de esas que se dicen de vida alegre esperando sentadas a que asome un cliente.
- Pasa, pasa, que nosotras también te vamos a hacer un traje a medida.
La noche del miércoles, y tras driblar a los fitipaldi de rigor, llego al piso y al llamar a la puerta me aparece un barbudo embutido en una chilaba blanca y con un gorro de esos que se ponen los matarifes moros para degollar infieles el día del Eid-al-Adha o Día del Cordero.
- Pasa, pasa, justo ahora el imán estaba a punto de iniciar la oración recitando los siete takbir antes de pronunciar la jutba (‘sermón del viernes’).
La noche del jueves a hoy me he visto cruzando hasta la acera de enfrente donde estaba el Txiki, una vez más a por el tabaco del viejo. Luego he vuelto a casa como si fuera Jesús de Nazaret caminando sobre las aguas, vamos, casi que flotando entre los kamikazes con ruedas y así; todo me la soplaba.
Creo que en mi subconsciente empezaba a estar ya harto del sueño recurrente de la semana. Así que llamo al timbre de casa esperándome encontrarme cualquier cosa, cualquier cosa rara. Y en efecto, cómo no, resulta que abre la puerta un señor mayor con barba blanca y muy simpático que enseguida reconozco como el veterano periodista, poeta de la Zurriola y entusiasta gastrónomo Félix Maraña. Me temo que he ido a parar a una de esas casas de comida que hay en los primeros pisos de los cascos viejos de las ciudades como a las que me llevaba mi señor padre; en concreto al viejo Urola de Donosti, o puede que fuera al Otano de la calle San Nicolás en Pamplona, qué más da.
- No hay carta. Nosotros vamos sacando platos y tu comes lo que te dé la gana. Empezamos con fritos caseros, txistorra de Arbizu, morcilla de Larrasoaña, cogollos de Tudela con anchoas y vinagre, revuelto de hongos, puerros a la vinagreta, pimientos asados con papada ibérica, pimientos rellenos de bacalao, pochas con piperras y almejas, txerripatas o patitas de cerdo, oreja de cerdo rebozada, bacalao ajoarriero con huevo poché, chipirones a la plancha con patatas manaderas y alioli de ajo negro, merluza a la koxkera, solomillo a la plancha con pimientos asados, chuletillas de cordero, gorrín -ahí ya me cosco de que sí, es el Otano de Iruña-, callos y morros, y ya de postre torrija caramelizada, tarta de queso, trufas de chocolate, cuajada de la Ulzama con miel, tabla de quesos Idiazabal y Roncal con nueces y membrillo, sorbetes varios.
- Ya sabes, así hasta que revientes.
Ni qué decir que hoy me he levantado de la cama con sensación de empacho, que todavía la tengo. Puede que incluso hoy no coma. Bueno, tampoco exageremos, es viernes y toca pasta; macarrones con una mistura de boloñesa y salsa española con su carne picada, champiñones, zanahoria, calabacín picado, parmesano a esgalla y la imprescindible albahaca fresca.