jueves, 13 de octubre de 2016

ES TIEMPO DE FOLLETÍN




Están o quieren canonizar a Patria de Fernando Aramburu como la novela de los años de plomo del terrorismo etarra y no se me antoja nada más innecesario. Para empezar, sí, es probable que Aramburu haya escrito las páginas más certeras y emotivas sobre el terrorismo de ETA y sus consecuencias; pero, eso fue en Los Peces de la Amargura. En ese libro de relatos el donostiarra se acercaba al tema a través de diferentes puntos de vista que ayudaban a que el lector compusiera su propio retrato. Incluso en los Años Lentos había un algo de verdad autobiográfica en la historia que contaba a raíz de un hecho concreto; digamos que la reconstruía desde su punto de vista como escritor, su grano de arena en el mosaico compuesto por los diferentes y siempre subjetivos puntos de vista con los que el lector se podrá acercar o ilustrar sobre los aciagos años que nos ocupan. Sin embargo, en Patria uno sospecha una ambición desmedida, un pujo por querer escribir la novela definitiva sobre el tema, la más completa, ya digo que hasta canónica. De resultas, se adivina desde el primer momento la lejanía de todo tipo con la que el autor aborda una historia de más de seiscientas páginas que pretende contenerlo todo y casi, casi, que sentar cátedra al respecto. Para ello, cómo no, usa y abusa del narrador omnisciente como un Tolstoi abordando a través de su Guerra y Paz la invasión napoleónica de su país. Y ese el gran problema de la novela, que su planteamiento resulta tan pretencioso como literariamente reiterativo, artificioso, incluso rancio: la Gran Novela del Terrorismo de ETA. Claro que el libro tiene pasajes muy emotivos, que pone el dedo en la llaga de muchas de las cosas que hasta no hace mucho nadie antes había puesto, lo había hecho poco o casi que de refilón. Tampoco es de extrañar que lo hagan porque dado el tema, y más en concreto la materia narrativa a su disposición, resultaba prácticamente obligado recrear la ceguera fanática de los asesinos y de los que los apoyaban, la cobardía generalizada o las secuelas del terrorismo. A decir verdad, se diría que Aramburu proporciona a los lectores de Patria todo aquello que esperan encontrar en un libro que algunos presentan como la novela definitiva sobre ETA; satisface, casi diría que colma, todas sus ideas preconcebidas al respecto. Todo, absolutamente todo lo que todos o muchos ya sabemos o podemos llegar a saber a poco que escarbemos en los montones ingentes de documentación, testimonios o simples experiencias personales. De hecho, resulta muy evidente a partir de las doscientas primeras páginas, las mejores del libro porque, siendo como es éste de una fractura literaria prácticamente decimonónica, son aquellas donde el autor lleva a cabo la puesta en escena de sus historia y sus personajes fiel al más puro estilo naturalista. A partir de ese número más o menos aproximado de páginas Patria se convierte en un verdadero folletín que el autor resuelve con la maestría que le caracteriza para satisfacer a los aficionados, declarados o no, de dicho género. Literariamente es una tremenda decepción. Ni arriesga nada, ni aporta nada nuevo. Acaso, y siquiera porque creo que se trata de uno de los aspectos menos tratados, tanto en literatura como en cualquier otra disciplina, a la hora de abordar el tema de la violencia etarra y los años que tan solemne y tristemente llamamos de humo, Patria pone en escena el resentimiento social que caracterizo a una gran parte de la sociedad vasca hacia ese pequeño emprendedor nacido en su seno, "uno de los nuestros", que arriesgaba para crear riqueza, por supuesto que para sí mismo antes que nada, faltaría, y en consecuencia también trabajo para otros. Me refiero a todo aquel que en medio de la paranoia igualitarista de la época fue identificado de inmediato con los explotadores de verdad, los que abusaban de su complicidad con el poder franquista, o heredado de éste, para explotar a conciencia al trabajador. Pretender labrarse una fortuna era tachado de inmediato de conveniencia con el enemigo, o lo que es lo mismo, de sospechoso de traicionar, siquiera ya sólo distanciarse del pueblo trabajador vasco compuesto casi que en exclusiva por asalariados y pequeños autónomos sin demasiado éxito pecuniario. Digamos que buena parte de la sociedad vasca sucumbió, y aquí ya reconozco que nos ponemos estupendos, al mito secular del igualitarismo vasco directamente heredado de ese otro de la hidalguía universal y previamente pasado por el marxismo y otros ismos en boga de la época. En todo caso, como poco sirvió de coartada ideológica y hasta identitaria para camuflar lo que era simple y puro resentimiento de clase ante el éxito del vecino, sólo eso. Con todo, me habría gustado que esa historia me la hubiera contado el Txato en primera persona o cualquiera de su familia, incluso su verdugo y puede que hasta la madre de éste, el personaje más caricaturizado de la novela. Me habría gustado que Patria hubiera tenido más alma literaria, humana, y menos omnisciencia de conde ruso que se acerca a la historia de su pueblo desde su dacha particular. Pero claro, la primera persona no aguanta seiscientas páginas. De hecho ni puede, ni debe. Lo que en literatura es contención, precisión, pulso, en el folletín es exceso de todo tipo. Aquí de lo que se trata es de ofrecer un novelón, término que en nuestra época de repugnancia generalizada hacia todo lo excelso, o siquiera ya sólo hacia lo artísticamente ambicioso, tiene que ver más con el volumen de la obra antes que con cualquier otra cosa. Aquí de lo que se trata es de llevar a escena una historia que emocione y atrape al lector desde la primera hasta la última página utilizando todos los recursos a disposición de un buen artesano de la pluma, el más destacado de todos ellos aprovecharse de los prejuicios y/o la buena fe del lector, es decir, de la predisposición del lector a tragarse lo que le echen porque el tema obliga, para colarle todo tipo de lugares comunes, apuntes más que discutibles cuyo origen no es otro que el cúmulo de prejuicios propios del autor, situaciones cogidas por los pelos y un final de traca, de verdadera traca en cuanto a imposible más forzado y hasta ridículo con el único fin de ponerle el broche final al simbolismo de la parábola que encierra el folletín en cuestión.

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