"Dan un miedo que te cagas", comentábamos anoche. Hablábamos de los dichosos capirotes, más omnipresentes en las pantallas de televisión que otra cosa, al menos por estos pagos. Teníamos pensado acercarnos con los nenes hasta la Procesión del Silencio que recorría todo el centro de Vitoria para que éstos supieran de qué iba la cosa y luego ya someternos al preceptivo interrogatorio de nuestros infantes, que como no dan religión entienden poco o nada de penitentes, nazarenos, cristos crucificados y demás parafernalia. M, la mujer de mi primo (un saludo) comentaba que a los críos los capirotes fascinaban tanto como atemorizaban. En seguida nos acordamosde nuestra infancia, y de que en efecto, para muchos de nosotros la primera vez que nos llevaron a ver una procesión nos produjo pesadillas durante una buena temporada. No es para menos, de no ser que estés imbuido por un espíritu religioso que hace sentir cada paso de la procesión, cada nota musical, cada manierismo de las tallas con cristos sufrientes, vírgenes y santos otro tanto, como una especie de comunión mística con tu Dios, versión tres en uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la verdad es que todo lo que rodea el asunto resulta de un tétrico que espanta. A decir verdad, casi todo lo relacionado con la religión católica lo es, partiendo, claro está, del hecho que ésta tenga la larga agonía de un señor en concreto como su pìlar fundamental. De ahí ya luego toda esa mandanga del sufrimiento de buena gana aquí sobre la tierra para luego ya disfrutar en la otra vida, esa devoción por el martirio (concepto que siempre me ha fascinado por la incongruencia que encierra en sí exaltar el mismo como el gesto máximo que puede hacer un cristiano por su fe al mismo tiempo que su iglesia condena el suicidio como una afrenta contra el Creador, de lo que sólo puedo colegir que su Dios es harto egoista, esto es, que si uno se expone a perder la vida por él todo son parabienes y no pocas canonizaciones; pero, si ya lo haces por cualquier otro motivo, entonces no, no le vale, es pecado) y, en general, todo lo relacionado con el dolor y el sacrificio para alcanzar no se sabe bien qué beneplácito divino; insisto, de existir su Dios sería para preocuparse, pues no parece poco cabroncete ni nada.
De cualquier modo, y si bien uno en sus tiempos mozos era un anticlerical a marchamartillo, que todo lo relacionado con la cruz y el clero que me ponía a mal parir, que para procesiones aquellas ateas de los convulsos ochenta en mi ciudad, si bien todo ello resultado tanto de mi evolución personal a fuerza de lecturas y lo que éstas ayudaban a darle al coco, como, no podía ser de otra manera, de haber estudiado en un colegio de frailes, si bien con más profesores seglares que otra cosa, y desde luego que más abierto en casi todo que el resto de colegios religiosos, esto es, de una religiosidad y sensibilidad más arraigada en el país que esa otra del nacional-catolicismo español, y aún y todo..., hoy en día sigo igual de descreído y hasta militante en el ateismo como la única actitud vital e intelectual lógica para un espíritu libre e inteligente (lo siento, todos tenemos derecho a nuestra cuota de prejuicios), pero tiendo más a respetar, incluso a intentar empatizar, con el fenómeno religioso, que no deja de ser en parte consustancial a la condición humana por la razón que sea, histórica, cultural, sicológica incluso. Así pues, los creyentes que con su pan, su hostia, se lo coman, allá ellos y el proceso interno por el que hacen caso omiso a la razón y se entregan de lleno a su reverso, la fe, que haberlos los hay por pura inercia, la mayoría, y otros por convencimiento. Por lo que a mí respecta, y tras este alarde de arrogancia atea con cierto tufo paternalista también por mi parte, me limito a destacar que, como casi todo en la vida, servidor tampoco es ajeno al fenómeno religioso como cuestión meramente histórica, sociológica y en especial artística. Siendo así, cómo no admirar los logros de la devoción católica en este último campo en concreto, ya sea la belleza de sus iglesias o las obras que inspiraron a tantos artístas movidos por la fe o de encargo.
De ese modo, uno recuerda pasos de las procesiones sevillanas verdaderamente destacables, siquiera lo fueran sólo por su elaboriosidad, el empeño del artista en crear unas tallas cuyo fin último era conmover al creyente. Ahora bien, luego ya lo que uno piensa del tan famoso, ensalzado y hasta sacralizado ambiente de la Semana Santa de Sevilla, con sus locales sin música y Canalsur vomitando beatería las veinticuatro horas, con sus sevillanos de pro vestidos de traje y mantilla como el colmo de lo suyo, el señoritismo como una actiud ante la vida, ya me lo reservo y mucho. Dicho de otro modo, paso de meterme en el terreno de las tradiciones sacrosantas de los demás, paso porque está minado de pasiones telúricas y convicciones de piedra de las que, como poco, lo mejor es mantenerse lo más alejado posible. Si me preguntan, si me insisten, estoy dispuesto a reconocer cierta bellenza estética y musical en la cosa, pero poco más, para quedar bien y como para salir al paso.
En lo tocante a las procesiones vitorianas, y si bien algunas de las tallas que se exhiben, como el Ecce Homo -una talla flamenca del siglo XV-, la Flagelación y el Santo Sepulcro, son de reconocido valor, cualquier comparación con una procesión andaluza o castellana suena a chiste.Y ya no es sólo que la afluencia diste mucho de la de una procesión sevillana o zamorana, apenas cuatro gatos al paso de las tallas y los penitentes por las calles de lo Viejo y el Ensanche mientras el resto de la ciudad sigue a lo suyo y en especial de espaldas a una parafenarlia religiosa que en su tiempo pudo reunir multitudes y ya apenas un poco nutrido grupo de devotos y otros tantos curiosos, cuestión del todo lógica en una sociedad tan desacralizada como la vasca (incluso para lo que ha sido, y es en parte, Vitoria, antaño ciudad de curas y militares, una ciudad a rebosar de iglesias, capillas y conventos -por tener tenemos hasta dos catedrales, ahibalahostiapues-, y cuyo horizonte más reconocible desde lejos es precisamente el de las cuatro torres de sus iglesias medievales; y sí vale, la Procesión de los Faroles en fiestas es el copón bendito y todo lo que se quiera, pero eso ya para otro día), sino que además carece de costaleros, de cofrades que llevan las tallas a hombros, ya que éstas van sobre ruedas, lo que le quita mucha, pero mucha, sustancia a la cosa. Y como parece ser que hasta a los organizadores se les queda corta la cosa, pues innovarse o morir, a tirar de fusión por un tubo, vamos, a mezclar churras con merinas a ver si así atraemos a más peña. De ese modo ayer por segundo año consecutivo la Procesión del Silencio hacía un alto junto a las escaleras de la Iglesia de San Vicente para que un cantaor, a saber de dónde, a saber si profesional o no, cantara una bonita y todavía más sentida saeta a la Virgen. Preciosa la saeta en sí, vuelves a obviar toda la irracionalidad mística que encierran sus letras y, a poco que gustes de cualquier expresión músical, y el flamenco a mí me gusta un rato, la verdad es que estaba extraordinariamente bien cantada, como que daban ganas de pedir un bis y todo. El pero, en cambio, viene de que el canto de una saeta en la capital de las Vascongandas se hacía un acto metido a calzador, para animar la cosa y poco más, pues nada resulta más exótico y anacrónico que el flamenco por estos pagos, tanto o más como ver desfilar a la Legión, o a cualquier otra institución armada, a riesgo de que el cristo que se pueda montar sea muy diferente del que sacan a pasear en ese preciso momento.
Y no sólo la saeta pecaba de fragrante anacronismo, a continuación y como para compensar con algo más vernáculo, siquiera ya solo por ese pujo de llevar el equilibrio lingüístico hasta sus últimas consecuencias, o simple y llanamente para no levantar suspicacias entre la sección más euskaldún de los asistentes, le llegó el turno a un bertsolari -un versificador en lengua vasca- en la misma ventana desde la que antes se había cantado una saeta. Pues mira que no resultaba también poco fuera de lugar ni nada el bertsolari de marras. Será todo lo vernáculo que quieras, pero la bersolaritza -la improvisación de versos en euskera- es una disciplina perfectamente reglada y, por lo general, con un perfil socio-lógico que casa bien poco con la cosa religiosa. De hecho, el bertsolari es por tradición y vocación la figura del juglar contemporáneo que vierte toda la ironía o el sarcasmo del que es capaz en sus versos para cantar todo tipo de temas, casi siempre a contracorriente, o casi, de lo establecido, sobre un escenario y compitiendo con otros bertsolaris en ingenio y acierto rítmico, tanto como que los campeonatos por provincias y el general de Euskal Herria son auténticos acontencimientos públicos que reunen a miles de personas para escuchar cantar y competir a tipos que aquí son verdaderas "starlettes" locales y no sólo para la comunidad vascoparlante.
Ahora bien, todo esto no deja de ser la queja de rigor que da nombre a este blog y más en concreto la de un ateo que, joder, ya que estoy, que hago un esfuerzo por aprehender el trasfondo histórico y cultural de las procesiones de marras, pues qué menos que pedir que respeten la tradición por magra que sea ésta. Vamos, innovar lo justo, que no me vengan con perfomances sacadas de la manga que no cuela, queda cuanto menos "descafeinado". Tanto o más como lo que decía antes de lo de los pasos con ruedas, que digo yo que si es por cofrades, porque hoy en día no hay los suficientes o se nos han hecho tan señoritos que no se quieren magullar los hombros, pues que echen mano de los creyentes más fervientes que hay entre nosotros, que será por latinoamericanos, con lo arraigada y añeja que es su fe trasatlántica, anda que no lo hicieron bien nuestros antepasados misioneros. Eso y que entra de lleno en la lógica del asunto, porque de la misma manera que ayer a la noche se me antojó precioso, todo un ejemplo de integración y en especial de tolerancia por parte de la carcundia vitoriana en un asunto con tanto aroma a rancio tradicionalismo, ver mulatas y negras vestidas de negro con peineta y mantilla; ¿a qué esperan esos devotos machos latinos para echarse las tallas al hombro? Pregunto, sólo pregunto, y una vez más siempre desde el respeto y hasta el convencimiento de que lo uno no quita lo otro, esto es, que de la misma manera que se es ateo también se es ciudadano, y como sospecho que todos estos actos de fe -suerte que ahora ya no tan luctuosos como en su origen...- cada vez tiene más que ver con el turismo que con otra cosa, la otra cosa, pues, por qué no aportar mi grano de arena aconsejando cómo hacerlos más atractivos, auténticos incluso.