lunes, 4 de marzo de 2013

HISTORIAS DE EL SITIO Y OTRAS PROPIAS



La mayoría de los días pasan sin ton ni son, pero hoy he tenido una mañana harto novelesca, vamos, que por un lado me han hecho una entrevista para Radio Rioja Alavesa a cuenta de mi novela negra MUERTE ENTRE LAS VIÑAS y ya de paso también me han dado opción hablar del resto, una entrevista en la que me da que a falta de tablas lo que me ha salido es un tablón, pero bueno, la verdad es que le estoy muy agradecido a Juantxo, el responsable de la emisora, tanto por el interés como por oportunidad de comentar cosas de la novela que fuera de la Cuadrilla, o incluso del Paisito que decíamos él y yo, apenas se conocen y todavía menos se entienden. Luego la cosa novelesca ha seguido con una inesperada oferta editorial que a saber, otra cosica que no viene al caso con la cosa esta de los libros de por medio, y ya como colofón, un artículo en el El Correo de esos para rellenar hojas con efemérides históricas, el cual, mira tú por dónde, me ha traído de inmediato a la memoria una de las fuentes que utilicé para perpetrar mi novela EL SITIO. Se trata probablemente de la más incomprendida de mis novelas hasta la fecha, cuando no el resultado de una sobredosis por mi parte de Faulkner y Juan Benet a dos manos, empezando por la propia editorial, que no sabía, no supo nunca, de qué iba la cosa, como bien dejó patente en la sinopsis –amén de en la misma portada del libro, que sospecho que no sabían cuál elegir y que sólo se les ocurrió una foto del Pretendiente y su señora en uniforme para despertar la curiosidad sobre la novela independientemente del argumento de ésta o de cualquier otra consideración- que me hicieron para la contraportada "El Sitio nos sumerge en esa ciudad provinciana durante dos años a través de unos personajes que la pluma de Txema Arinas esculpe con la precisión del orfebre, siempre en un primer plano, y cuya razón de ser, la ciudad sitiada, no deja de ser una excusa que incluso para el lector llega a pasar desapercibida." Lo digo porque no les habría costado nada preguntarme directamente cuál era la excusa esa que pasaba desapercibida, entonces les hubiera contestado que el sitio al que se somete mi ficticia ciudad del norte en plena segunda carlista sólo era una excusa para hablar de las relaciones decimonónicas entre los hombres y mujeres, y por ende quizás también hasta nuestros días. Esto es, una metáfora de cómo mientras ellos pierden la cabeza obsesionados por un sitio que nunca acaba de producirse, mientras a cosas que creen más inmediatas y trascendentales, siquiera ya sólo como mero pretexto para añadir un poco de emoción a sus vidas en medio del insoportable letargo provinciano, ellas no es que permanezcan al margen de lo que ocurre a su alrededor, como si ese sitio definitivamente imaginario de la ciudad no fuera con ellas, sino que en realidad son las verdaderas sitiadas por su condición de mujeres en una sociedad, decimonónica en el caso de la novela, en las que el ejército que pone sitio a sus vidas no es otro que el compuesto por todos y cada uno de los hombres que aparecen en ellas.



De cualquier modo,  ya digo que una de las fuentes que utilicé para un pasaje de mi novela no fue que uno de los episodios nacionales de Galdos, el XIV, y todavía más en concreto el pasaje del que hoy hacía mención El Correo en su artículo:

"Salió sin sombrero. En el patio que daba a la calle San Francisco esperaba una carretela, la del marqués de la Alameda. Desde el convento, entonces cuartel, descendió por la Plaza Vieja, la calle Prado y el campo de las Brígidas. Poca gente había en la calle y a la entrada del paseo. El honrado pueblo de Vitoria hizo al mártir los honores de un respetuoso duelo, alejándose del teatro de su martirio. Las personas que acudieron a verle pasar le compadecieron silenciosas. Algunas le miraron llorando. Durante el trayecto fúnebre Montes de Oca habló algo con el capellán, menos con el coronel. El sol hería de frente su rostro, y con su mano bien firme, no afectada ni de ligero temblor defendía sus ojos de la viva luz. La parte de ciudad que recorrió dejaba en su alma impresión de soledad, de silencio, de olvido. Creyó que muriendo él, moría también Vitoria, la que había sido capital del efímero reino de Cristina”. Hasta aquí el relato de Galdós en su episodio nacional 14.

Que cómo lo hacía y por o para qué. Pues bien, aquí debería decir que eso lo tendría que averiguar uno leyendo el libro. Al fin y al cabo, cuando uno fabula su propia historia, crea sus personajes y construye el escenario sobre el que se desarrolla la trama de la novela, lo hace no tanto con la única ayuda de su imaginación en crudo como del uso que ésta hace de las fuentes que usa para documentarse, tanto de la época en la que la localiza como de las emociones o reacciones de las personas de entonces. De ese modo, y aunque cambian los nombres, las situaciones y hasta el contexto, a continuación me permito la imprudencia, o no, de desvelar en qué pasaje de El Sitio me acompañó el espíritu de Galdos en todo momento o casi.



Descendían los prisioneros maniatados, entre las bayonetas de la escasa media docena de regulares que había permanecido en la ciudad y las imprecaciones del populacho, la cuesta que comunica la ciudad amurallada con el convento de San Francisco. En contraste con sus subordinados, los cuales se mostraban exhaustos, polvorientos y desmayados por la fatiga, al principio Escalada parecía esforzarse por caminar erguido, probablemente queriendo demostrar una firmeza de espíritu  como último, vano y sobre todo patético desafío a sus enemigos. No obstante, fue llegar hasta el patio del convento donde pareció desvanecerse esa pose forzada de dignidad marcial que no era sino la secuela postrera de una arrogancia sin límites. De repente, el cabecilla apostólico, el cual apenas unas horas antes había penetrado en nuestras calles a sangre y fuego, y no andaría muy descaminado si dijera que ante la visión de su amigo el presbítero Clemente Gil y otros eclesiásticos, aparentaba ausente, como si ya se hubiera resignado a dejar de ser parte de este mundo, apenas un espectro en espera de su consagración como tal. Fue tras el largo abrazo de su amigo, y sobre todo al término de la bendición de éste, que Zornoza nos ordenó a los de la milicia y a los regulares conducir a Escalada y a los otros dos desgraciados hasta la tapia al lado de la estatua de uno de los dos reyes godos que flanqueaban la entrada al convento y cuyo hecho más renombrado en las crónicas de su época no fue otro que el de someter a sangre y fuego a los por entonces indómitos naturales del país. En ese momento, el comandante, acaso acuciado por lo espantoso del momento, desatendió la costumbre de pedir voluntarios para formar el pelotón de ejecución ordenándonos a los de la milicia a que nos aprestáramos diez metros delante de los condenados. Reconozco que tarde en reaccionar, incluso que sólo cuando ya estaba formado el pelotón y el presbítero había comenzado a discutir con el comandante para que le permitiera dirigir él mismo el pelotón, empecé a considerar el despropósito que suponía para un hombre de mis ideales participar en tamaña salvajada. Una cosa era defender con las armas la ciudad y sus gentes y otra cosa muy distinta colaborar en la política represiva e inhumana del Alto Mando. Nunca la había apoyado por considerarla más propia de la sañuda cerrilidad de los militares que de los principios que deben regir en todo momento la conducta de un verdadero defensor de la Libertad, un apóstol de la fraternidad entre todos los hombre y amante de la vida por encima de todo. Cualquier cosa con tal de eludir un cometido que inmediatamente después me haría sentir a la misma altura de aquellos a los que considero mis enemigos precisamente por su brutalidad en el trato con todos aquellos que no comulgamos con su fe, y también en especial por la impunidad con la que comenten sus actos, llamados de castigo, encomendándose a un Dios que si lo es permite es porque a las postre es tan impío como ellos.  Pues así mismo se lo hice ver a Zornoza cuando todavía acababa de escuchar las palabras del presbítero en respuesta a los ruegos de los demás eclesiásticos que consideraban aquella petición de sus compañeros un auténtico sacrilegio; “caballeros, la Religión me prohíbe mandaros hacer fuego. Por lo tanto, caballero oficial, cumpla usted con su deber…”.

-¡Que lo hagan los regulares!



Txema Arinas – El Sitio

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