viernes, 16 de diciembre de 2016

LOS NUEVOS CRISTIANOS DE CIRILO


Leo que el año que viene ya no habrá toros en las fiestas de mi ciudad, que ninguna empresa acepta las condiciones leoninas que le ha puesto el ayuntamiento para organizar la feria en la plaza de toros, y, aunque en principio es un tema que ni me va ni me viene, hay algo dentro de mí que rechina. Porque no me gustan los toros, nada; pero siento que una vez más y de repente van desmantelando el mundo de nuestros mayores. De hecho, lo primero que me ha venido a la cabeza al leer la noticia ha sido mi padre. Mi padre llevándome a ver el paseillo de los blusas a los toros cuando era un mico, mi padre con el bocadillo para ir a ver los toros y de regreso jurando que no volvería más porque en Vitoria todos los años, y por lo que fuera, que ni idea, las grandes estrellas siempre pinchaban. Mi padre la primera y última vez que me llevó muy de chico a ver una corrida y de la que recuerdo, antes que la repugnancia a la vista de la sangre o el hecho mismo de la muerte de la bestia, el tedio inmenso padecido durante todo el tiempo que duró la faena. Y ni siquiera era un aficionado de verdad y menos aún un enterado, que ni iba todos los años a la plaza ni se desvivía por estar al tanto de todo lo relacionado con la tauromaquia. Empero, para mi padre, como para la mayoría de los de su generación, los toros formaban parte de su mundo, de lo que habían conocido desde pequeños, del calendario según el que transcurrían sus vidas. Y no, nunca se le pasó por la cabeza que fuera un espectáculo criminal, monstruoso, denigrante, como señalan los animalistas. No porque la lidia, como la matanza del cerdo o de cualquier animal de los que él también crió de pequeño en su pueblo para el consumo familiar, o para sacarse unas perrillas, formaban parte de una u otra manera, siquiera ya sólo de refilón, de su vida. Y por eso también sé, porque me lo expresaba de gesto y de palabra, aunque yo no compartiera ni su afición ni tampoco esa concepción exclusivamente utilitarista de los animales tan del campo, que sentía verdadero disgusto, a la par que desprecio, cuando escuchaba las descalificaciones de los animalistas hacia los aficionados a los toros o su condena de la explotación de los animales por el hombre en la opinión de que los derechos de ambos están a la misma altura. Yo lo entendía porque el discurso animalista descalifica a todas las generaciones que han compartido su vida en el campo con los animales y a las que jamás se les pasó por la cabeza que un toro, vaca, oveja, cerdo, gallina, perro o lo que fuera, podía tener los mismos derechos que una persona: los animales podían inspirar distintos sentimientos según la persona y el bicho en cuestión; pero, si eran domésticos era precisamente porque tenían alguna función, utilidad, para la casa, ni más ni menos que como desde el Neolítico hasta nuestros días.

El animalismo lucha para erradicar el sufrimiento animal en la convicción de que ese debe ser el objetivo de cualquier persona de buenos sentimientos que se precie. Lo hace como una verdad revelada y de ahí que aquellos que han visto la luz también empiecen a ver inmediatamente después al resto de sus congéneres como pecadores. Y como es una verdad revelada, y por lo tanto indiscutible, tampoco se pueden permitir el lujo de discutir con aquellos que no ven las cosas como ellos, con los pecadores. Inútil pues rebatirles que el sufrimiento es parte consustancial de la vida, tanto como la crueldad que deriva del modo de explotación de los animales para el consumo humano, una crueldad similar a la que hay implícita en la caza de un depredador cuya naturaleza le obliga a matar para alimentarse. El animalismo establece que no es necesaria esa crueldad, que podemos alimentarnos sin recurrir a la carne, que debemos hacerlo si queremos ser mejor personas. Pero el problema es que la idea de querer ser mejores que los demás, los más concienciados, sensibles y justos con la naturaleza y en especial con los animales, no sólo resulta insoportablemente narcisista, un capricho al alcance de occidentales bien servidos de todo, sino también de una ingenuidad intelectual y de un a prepotencia moral sonrojantes, sobre todo en lo que tiene de darse de bruces con la propia condición humana, cruel, contradictoria, depredadora. Se trata en realidad de esa absurda y aún así recurrente obsesión de una parte de la humanidad a lo largo de la Historia por obligar al resto a que asuma su credo en la convicción de que además lo hace por su bien. Así pues, el animalismo se me antoja la versión actualizada del mesianismo de otras épocas, propio de una sociedad de nuevos ricos que tienen satisfechas la mayoría de sus necesidades y que por lo tanto se pueden permitir el lujo, ya sea de tratar a los animales como si de verdad fueran sus semejantes, ya sea de renunciar a ese gran logro de nuestra civilización, siquiera en nuestro mundo occidental, porque ser animalista y vegano en Etiopía como que no, que es poder acceder al consumo diario de carne que antes era exclusivo de las clases pudientes. Pero huelga todo intento de convencer a los animalistas que por lo menos respeten el libre albedrío de las personas, porque estos, como todo aquel dueño de una fe revelada, no les basta con dar sentido a su existencia defendiendo una causa que según ellos les hace mejores personas que el resto. No, es un movimiento proselitista por naturaleza, por eso no pararan en mientes hasta imponernos a todos su moral, esa distorsionada escala de valores que les permite a muchos desdeñar el sufrimiento humano al ponerlo a la misma altura que el de los animales. La praxis de su lucha no se basa en el convencimiento sino en la imposición mediante la militancia activa contra todo aquello que les disgusta o contradice. Por eso amedrentan a los aficionados a los toros haciendo que la sola idea de acudir a la plaza se les haga cuesta arriba porque nadie quiere ser insultado o señalado, eso cuando no exhiben su demagogia a través de puestas en escena de sus reivindicaciones que simulan defender causas que están a la misma altura de todas aquellas más nobles y reales que ha habido a lo largo de la Historia. Vencerán porque recurren al chantaje emocional con el que provocan la duda del ciudadano del común acerca de lo correcto o no, porque le hacen creer que el progreso es lo que ellos dictan y todo lo que les contradice cosa del pasado, reacción. Los animalistas dictan donde está el bien y en qué nos equivocamos, y sobre todo quiénes somos los malos por pensar como pensamos, esto es, por no pensar como ellos. En resumen, que cada vez que observo cómo imponen sus ideas a la gente de buena voluntad que por mor de no querer ser tachada de lo peor, gente ignorante y/o indiferente al sufrimiento animal, se doblega a su demagogia mesiánica, más Hipatia me siento frente a los cristianos de Cirilo.

*Y todo este rollo por saltarme la hora del paseo vespertino a causa del frío.

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