martes, 21 de febrero de 2017

UN MICO EN BICI



De pequeño, y como a casi todos los críos de mi época, me encantaba montar en bici. La primera que tuve fue un regalo de mis tíos de Venezuela, no recuerdo si me la trajeron de allá o era una BH; no hay nada más vitoriano que una BH. Al principio iba con ruedas de apoyo, hasta que mi padre decidió que ya era hora de andar en condiciones y me llevó una tarde a una plazuela que había en la calle Beato Tomás de Zumarraga paralela a la Avenida Gasteiz donde vivíamos. Allí recuerdo temblar mientras mi padre le quitaba las ruedas de apoyo a la bicicleta; creo que aquello y la siempre hipotética operación de fimosis fueron los desvelos más importantes y constantes de mi infancia. Ya sin las ruedas de apoyo y montado a la bici sólo quedaba echar a andar. En realidad era mi padre quien me empujaba para que tomara impulso. El resultado era siempre el mismo; me mantenía en línea durante los primeros metros y ya a mitad de trayecto empezaba a inclinarme hacia el asfalto para acabar estampándome inexorablemente sobre él. Y así no sé cuántas veces de seguido, tampoco las que insistí a mi padre para que lo dejáramos, que no había manera, nunca aprendería. Eso hasta que en una de esas, a saber cuál, mi padre harto de mis lamentos y lloriqueos, y supongo que todavía más de ver cómo se sucedían las patéticas estampas de su hijo mayor flaqueando sobre el sillín antes de ir a parar al suelo para regocijo de la chavalería del barrio y sus progenitores, agarró la parte trasera de la bici y, tras proferir uno de aquellos sonoros cagüendioses con los que parecía paralizarse el mundo a nuestro alrededor, me empujó con tal fuerza que yo ya no paré de dar vueltas en bici hasta que tuve uso de razón y me cambié a un vehículo con motor.

Daba vueltas en bici todas las tardes alrededor de nuestra manzana, por las trochas y veredas abiertas en la campa que hoy ocupa el Palacio Europa, por los alrededores del Seminario, a veces incluso más allá de San Martín y Txagorritxu, llegar hasta el parque de Arriaga y volver era la mayor proeza que podía hacer en bici siendo un mico. Lo hacía sobre la acera porque apenas había cumplido los seis años y hacerlo sobre la carretera se me antojaba un suicidio. Eso hasta que una de esas, yendo como loco por la acera de debajo de mi casa, al ir a cruzar la esquina donde todavía está la Brasileña, me llevé por delante a la abuela de Amurrio, un compañero del cole, el cual además nunca supe si era familia más o menos lejana de mi abuelo y era por eso que había tan mala intención en aquella señora hacia mi persona, algún asunto de tierras, herencias mal repartidas o vete a saber qué. El caso es que la vieja me retuvo la bici amenazándome con llamar a los municipales, amenaza que no hizo sino acentuar mi enojo ante la sarta de improperios que me llevaba ya un rato profiriendo, por lo que ni corto ni perezoso le arrebaté de golpe la bici de las manos provocando casi que fuera a parar de nuevo al suelo. Se ve que la señora me la tuvo jurada desde entonces, porque me recuerdo obligado a escupirla a la cara un día a la salida del cole que, a saber con qué motivo, que no lo sé, se lanzó sobre mí cogiéndome de una oreja. Por suerte también recuerdo que mi madre me sacó la cara desde el primer momento y hasta creo que prometió también escupirla ella misma a la cara si volvía a ponerme las manos encima.

Ya más crecidito seguía utilizando la bici los sábados a la mañana para hacer excursiones por los alrededores de la ciudad en compañía de varios amigos del cole. Nuestro destino preferido era llegar hasta la cueva de los Goros en las inmediaciones de Huetos. Eso era así porque la carretera de Astegieta todavía era de las menos frecuentadas y podíamos ir en grupo sin temer ser arrollados constantemente por algún vehículo. Sin embargo, el recorrido más atrevido y ambicionado solía ser ir hasta el santuario de Estibaliz por la vieja carretera que partiendo del polígono de Uritiasolo conducía hasta la aldea de Otazu y de allí se desviaba hasta la de Askartza para luego llegar hasta Argandoña desde donde se sube al cerro de Estibalitz. Evoco con especial cariño ese itinerario porque para mí es uno de los parajes más hermosos de los alrededores de mi ciudad, sobre todo yendo en bici, esto es, subiendo y bajando lomas con la Llanada siempre en el horizonte y a un lado los Montes de Vitoria, prácticamente a mano, y la sierra de Elgea ya a lo lejos al otro. Me recuerdo inmensamente feliz durante aquellas excursiones mañaneras en las que, una vez alcanzando el objetivo, solíamos dar buena cuenta del hamaiketako preparado en casa y los tragos de agua fresca en la fuente de turno. Lo que ya no me gusta tanto rememorar fue aquella excursión del colegio de todos los años por mayo, sí, de las de "...con flores a María", hasta el santuario de Estibaliz en bici. A buena hora se le ocurrió a alguien hacerla en bici para ahorrar el autobús o por lo que fuera. A buena hora porque yo siempre he estado gafado para eso de las excursiones del cole, que cuando no se me olvidaba la mochila en el autobús y me quedaba sin pitanza a la orilla del pantano de Uribarri-Ganboa, se me llevaba la marea otra mochila con la cámara de fotos recién estrenada que me habían regalado mis padres para mi cumple en una excursión a la zona de Urdaibai. Y como esas... pues aquel día tampoco iba a ser la excepción, que fue divisar la aldea de Argandoña y comprobar estupefacto cómo se me salía la cadena de la bici. De modo que me quedé ya no sólo desgajado del pelotón sino también completamente solo en mitad de la carretera a Estella e incapaz de colocar la maldita cadena. No me quedó otra que volverme andando hasta Vitoria por el arcén, o lo que es lo mismo, loma arriba y abajo bajo un tímido sol de primavera tirando de la bici con las manos en el manillar.

Todo esto y más, pero de escribirlo no acabaríamos, me ha venido a la cabeza hoy que mi hijo mayor tenía programada en el cole una salida en bici y a la que no ha podido asistir porque no tenía bicicleta que llevar a clase. Digamos que es más de maquinitas, o mejor no digamos nada porque una cosa es hablar de uno mismo más o menos sin pudor, y otra de los que me rodean. Eso y que tampoco pasa un día en el que no me acuerde de mi padre, no.

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