viernes, 16 de septiembre de 2022

NIÑO CON RUEDA

 

                                     

Está semana he tenido uno de esos sueños recurrentes que le acompañan a uno de por vida. Sin embargo, creo que antes debería poneros en antecedentes. Resulta que cuando era un mocoso, creo que sería hacia los doce o trece años, me enamoraba siempre de alguna dependienta joven de los establecimientos a los que mi madre me mandaba a hacer la compra. Así como lo digo, no había hija de la pescatera del barrio, sobrina del carnicero echando una mano a su tío o joven pariente lejana recién llegada del pueblo para trabajar en la pollería, de la que no me enamorara perdidamente. Y si tenemos en cuenta, como ya he contado aquí en más de una ocasión, que mi progenitora tenía la manía de mandarme a tiendas cada vez más alejadas de nuestra calle porque siempre, pero siempre, acababa mal disponiéndose con el tendero de turno por el quítame ahí esos plátanos demasiado pasados o las chuletas del otro día soltaban más agua que el pantano de Ullibarri en abril, vamos, cuando todavía llovía como llovía antes. A decir verdad, puede que lo mío se asemejara a algo así como una especie de turismo sexual sin salir de la zona oeste de mi ciudad. Pues bien, recuerdo haber caído rendido una vez más ante los encantos de una joven dependienta del ultramarinos, colmado, abacería o como se le dijeran entonces a esas tiendas que teniendo casi de todo no llegaban a ser un super como los de ahora. La tienda en cuestión se encontraba en la calle Badaia de mi ciudad, ya a cierta distancia de la Avenida Gasteiz donde vivía, siquiera para el canijo que era yo entonces. ¿Es que no había más comercios por mi zona? Pues ya lo acabo de decir; mi vieja y mi temor a que un día de esos acabará mandándome a hacer la compra hasta Miranda o Bilbao. En cualquier caso, se trataba de una calle por la que solía pasar casi todas las tardes para llevar productos de la peluquería de mi padre hasta la academia que tenía en Cercas Bajas, junto al casco viejo de la ciudad y justo enfrente de la casa de los Uralde o de la Yedra; lo digo porque anda que no he dejado volar yo la imaginación poco ni nada siendo un mico mirando a través de la ventana de la academia la fachada cubierta de yedra de aquella casa y ya muy en especial la terraza en plena muralla. Para llegar hasta Cercas Bajas tenía dos trayectos paralelos, uno subiendo por la calle antes mencionada, el otro por Beato Tomás de Zumárraga, eso según me diera el aire. Pues bien, eso hasta que, como ya he dicho, caí perdidamente enamorada de la chavala que le echaba una mano a su madre en la tienda de Badaia. Como no me bastaba con ir a hacer la compra hasta allí una vez a la semana, también aprovechaba a pasar casi todas las tardes enfrente de la tienda de mi amada con la escusa de los recados hasta Cercas Bajas.
Entonces, al pasar delante del colmado o lo que fuera, solía ralentizar el paso al objeto de poder así echar una miradita a través del escaparate confiando que esta se cruzara con la de ella, así no le quedaría más remedio que responder a mi saludo con su correspondiente sonrisita pubescente. Sí, ya lo sé, más patético imposible. ¿Y la moza, cómo era la moza, por qué no la describes? Pues mira, eso todavía es más patético, porque no me acuerdo ni una pizca de cómo era ella, así te lo digo.
Pero, tranquilos, que la cosa todavía puede ser más patética. Pues resulta que un día mi viejo me mandó a buscar la rueda pinchada del coche que había llevado a arreglar a un garaje de Beato Tomás de Zumárraga o alrededores. Debía hacer meses que no pisaba esa calle en beneficio de la otra paralela. Así que iba yo desde casi desde lo más alto de Beato, casi antes de llegar a Cercas Bajas, rodando la rueda calle abajo hacia la Avenida, con las manos ya cubiertas de mugre y la cara otro tanto por haber estado tocándomela todo el rato sin darme cuenta, vamos, hecho un cromo, cuando de repente me cruzo con la dependienta de Badaia y su madre. Pues no va la vieja y le suelta a su hija nada más verme: “¡Mira, el hijo del peluquero, si parece un negrito que acaba de robar la rueda de un coche!” No volví a pisar la calle Badaia en mucho tiempo, todavía menos a hacer la compra a aquella tienda por muy pesada que se pusiera mi madre, zapatilla mediante o no.
Pues bien, aquel episodio tan chusco como intrascendente se convirtió en una de esas pesadillas que se repiten a lo largo de la vida, cuando menos te lo esperas y sin saber nunca muy bien a santo de qué. De modo que esta semana he vuelto a soñar que bajaba Beato Tomás de Zumárraga empujando la rueda que acababa de recoger del garaje al que me había enviado mi viejo; pero, en esta ocasión, como en realidad en tantos otros sueños, la pendiente de la calle era tan inusitadamente pronunciada que la rueda se me acababa escapando de las manos y tenía que correr detrás de ella y cuesta abajo saltándome los semáforos de las calles transversales, primero Domingo Beltrán y la Calle Gorbea, y luego ya pasada la Avenida, Fernández de Leceta, calle Argentina… Sin embargo, no lo conseguía y la rueda seguía rodando hasta llegar a la Avenida de los Huetos, donde de repente, y por esas cosas que tienen los sueños, podía atisbar el mar Cantábrico en la lejanía desde una altura tan extraña como imposible; que ya me dirás tú de qué, como mucho el río Zadorra y para de contar. De modo que ahora el sueño, qué digo, la pesadilla en toda regla, iba de impedir a toda costa que la rueda desembocara en el mar. Pufff, con deciros que cuando me he despertado de golpe tenía toda la sobrecama sudada…


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