Se nos ha ido la juventud entre miradas, palabras y silencios que no entendíamos.
Entre frases sin acabar de nuestros mayores.
El grito para que nadie se asomara a la calle.
¡Asesinos, soltad al chaval!
El humo y el ruido de las sirenas cuando pusieron aquella bomba debajo de casa.
Las botellas descorchadas para celebrar la muerte.
El miedo durante los controles al volver del pueblo.
Las fotografías en blanco y negro de nuestros muertos, de los suyos.
El embeleso por los que de gudaris pasaron a demócratas de toda la vida.
Berreando los cánticos de la tribu, colgando sambenitos al adversario, señalando con el dedo enemigos,
asimilando el odio y las mentiras de los que nos precedían.
Se nos ha ido la juventud entre asambleas, manifas y carreras de un extremo al otro de nuestro casco viejo.
Jugando a insurgentes de fin de semana.
Escondidos en los servicios de los bares o en el último piso de una casa del Resbaladero.
Levantando adoquines donde sólo había aburrimiento.
Convocando paros, reventando la rutina, boicoteando el futuro.
Todo ello en nombre de unas siglas.
Inventando otras siglas para más de lo mismo.
Pancartas, fanzines, chapas y pegatas.
Piedras, botellas y cócteles Molotov.
Pelotas de goma, botes de humo y porrazos.
Preguntas y golpes desnudos delante de aquellos señores con y sin uniforme.
Furgonetas que escupían los sacos de las hostias antes de llegar a su destino.
Lealtad entre camaradas.
Odio a los chotas.
¡La papela, la papela!
Aquel motorizado al que le decían el Romano.
Regueros de sangre que dejaban los de las pistolas.
Bañeras en las que los otros ahogaban su legitimidad.
El autobusero al que reventaron a hostias,
el concejal este, ese o aquel, tantos.
Aldaia askatu!
aquel al que le decían...
Qué más da lo que les decían,
Qué más da en qué lado estaban,
Qué más da si se equivocaban,
Qué más da si...
Se nos ha ido la juventud peleándonos entre nosotros.
No nos perdonábamos ni una.
No supimos nunca discutir de nada, sólo asentir o liarnos a hostias.
Nos dijimos de todo.
Algunos nos amenazaron de muerte.
Cuatro hostias bien dadas, qué cojones,
ya puestos mejor cuatro tiros.
Nos hicimos amigos irreconciliables.
Empezamos a ver el horror en el que habíamos crecido,
a sentir el dolor de las víctimas que no eran de nuestro bando,
a ver a aquellos que nos habían echado de su lado como verdugos.
Y las bombas seguían explotando,
y los tiros seguían llevándose vidas por delante.
Estalla el coche del profe de Contemporánea justo delante de tus narices.
Estalla la bomba en los juzgados que hizo temblar la casa de tu tía mientras te afeitabas.
Estalla la que llevaba a la espalda aquel cuyos trozos se esparcieron por la calle Independencia;
hay sarcasmo hasta entre los cascotes que dejan las bombas.
Estalla la que mató a Buesa y a su guardaespaldas apenas unos pocos minutos después de que tus padres pasaran en coche delante de aquel otro donde estaba colocada.
Se nos ha ido la juventud acudiendo a las manifestaciones de uno u otro signo.
Entre consignas, cánticos de guerra, peleas entre iguales y borracheras espantosas.
Al final había un muro invisible que nos separaba por barrios,
sentimientos y lealtades.
La vida se hizo insoportable.
La convivencia era un gueto a hombros.
La vergüenza y el cansancio la norma que regía nuestras vidas.
Ya ni nos mirábamos a la cara.
Ya no sabíamos hacia dónde mirar para olvidarnos de todo.
Y seguían las bombas y los tiros.
Las borracheras cada vez eran más amargas.
Se nos ha ido la juventud huyendo de nosotros.
Se nos ha ido la juventud entre la pura nada.