lunes, 4 de febrero de 2019

NOSTROVIA!




Todo se ha conjurado en las últimas semanas para que mi alma eslava fluya como nunca, esa que ya de pequeño me hacía posar ante la cámara como un miembro más de la nomenclatura asistiendo desde el balcón del Krelim a un desfile del ejército rojo en la plaza homónima. Coincide que, de entre los libros que tengo entre manos, están Il ballo al Krelimo de Malaparte, la deliciosa biografía de Shostakovich de McEwan, unos cuenticos de Gogol y, entre un vodka con limón y otro, hasta me ha dado por releer Margarita y el Diablo de Bulgakov. Luego ya me he tragado enteras la serie del estomagable Trosky y, muy en especial, la de los Romanov, esto es, diferentes y casi inconexas historias con algún descendiente de fondo, o ya sólo de refilón, de la familia imperial asesinada por mis excamaradas bolcheviques. Un planteamiento argumental que me encanta como excusa literaria, pero que en la serie deslumbra en el primer capítulo y va decayendo hasta el sopor absoluto de los últimos; ¿cuándo aceptarán los realizadores, escritores, autores de todo tipo, que el humor es la máxima expresión del genio creativo por encima de la trascendencia de cualquier tipo. Y entretanto suenan Rasmaninov, Stravinsky, Prokofiev, Shostakovich, Korsakov, Borodin, Murgosky, Cui, Tchaikosky y otros a todas horas. Así que luego voy el viernes a tomarme un chupito de orujo de café en el chigre y casi se lo estampo al camarero al arrojar el vaso por encima de mi hombro al grito de "Nostrovia!" Yo es que soy mucho de nostalgias con paisajes nevados de fondo y música triste de violín otro tanto.

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