jueves, 23 de julio de 2020

Memorias de la casa muerta, de Fiódor Dostoievsky


En este artículo toca celebrar la lectura de Memorias de la casa muerta, del ruso Fiódor Dostoievsky, no sólo un genio de la literatura mundial, también un maestro en la humilde medida que uno aspira a escritorzuelo o lo que sea. Así pues, uno se reclama alumno o admirador del genio ruso desde que era prácticamente un imberbe pajillero, en concreto desde la lectura todavía en el instituto de la monumental Crimen y castigo, un verdadero encontronazo con la literatura en mayúsculas, a años luz de la inmensa mayoría de los tostones a cuya lectura nos sometían los profesores de literatura en su empeño por ahuyentar a los adolescentes del vicio maravilloso de la lectura.
De ese modo, había devorado a lo largo de mi vida, en especial la más joven, casi toda la obra de Dostoievsky, desde los clásicos monumentales como el antes citado a esos otros como Los hermanos KaramazovLos endemoniadosMemorias del subsueloEl idiota y la, a mi juicio, más impactante de todas, El jugador. No me voy a alargar con la glosa inútil de la obra de Dostoievsky, pero sí con el elogio entusiasta hacia su obra, probablemente una de las más decisivas del XIX, de siempre.
El caso es que como suele ocurrirle a uno con estos maestros antiguos, que decía Thomas Bernhard (aquellos autores que dejan de verdad huella en uno a través de su trabajo), hacía la tira de años que no había vuelto a frecuentar a Dostoievski desde el atracón de la adolescencia o así, de modo que mi reencuentro con Memorias de la casa muerta no sólo ha sido apasionante; yo me atrevería a decir, con toda la grandilocuencia que conlleva, que hasta emotivo.
Memorias de la casa muerta no es una novela, es la crónica del período carcelero de Dostoievski en Siberia tras ser condenado a trabajos forzados por las autoridades zaristas de su época bajo la acusación de crímenes contra el Estado, lo que venía a ser opinar por su cuenta y encima hacerlo público. No es una novela, sino más bien la recopilación de sus impresiones durante tan aciago período, el cual al principio no me animaba mucho a la lectura porque adivinaba otra de esas lecturas atormentadas al estilo de las Primo Levy con el Holocausto o la recientemente leída Todo fluye, del también ruso Vasili Grossman, con el gulag soviético, y claro, el cupo de tremendidades dramáticas casi que a rebosar. Sin embargo, se trata de Dostoievsky y la curiosidad era inevitable, amén de la convicción de que, por muy poco apetecible que me resultara el tema en un principio, la escritura del genio ruso me lo iba a hacer más llevadero. Y así ha sido, la maravilla de poder haber vuelto a gozar con el Dostoievsky más puro, su escritura tan libre como personal, tan inaudita incluso para su época, su extraordinaria sensibilidad para el detalle, sobre todo el humano, ese por el que es considerado el maestro del retrato sicológico y que a mí se me antoja una empatía a manos llenas hacia sus congéneres, muy por encima de sus prejuicios de clase o ideológicos, que los tenía y no pocos, ya sea para resaltar sus lados más entrañables como los más desagradables. La escritura de Dostoievski también es piedad infinita hasta por el más despreciable de los hombres, lo cual no le libra a éste de su juicio severo si se lo merece, así como del elogio sincero y hasta emocionado para aquellos que conquistaron su corazón en un medio tan hostil como poco propicio a los afectos o los gestos generosos. También le han tildado de precursor del existencialismo, de ser el primero en tratar a sus personajes sin el amparo de un Dios todopoderoso, a merced de lo inesperado, y muy en especial de sí mismos.
Rusia y los rusos no son sólo el marco de sus historias y el origen de sus personajes, también son su tema central, su obsesión; sin ellos no se entendería la universalidad de la obra de Dostoievsky.
Sea como fuere, y como era de esperar, estas Memorias de la casa muerta no son sólo un retrato de la vida en los campos de trabajos forzados de Siberia durante la época zarista, también lo es, o sobre todo, la suma de todos los personajes que en ella aparecen, las relaciones entre ellos, las del autor con algunos de sus compañeros, sus impresiones no sólo ante el horror de los campos y de las actitudes de muchos de los presos y guardianes, sino también de las pequeñas alegrías, desengaños y sorpresas del día a día de la cárcel, las cuales, en definitiva, conforman un verdadero mosaico de la condición humana en la que hay de todo, aunque el escritor destaca, o rescata, los mejores de entre la mayoría embrutecida, desalmada y sobre todo desamparada. También es un mosaico de la Rusia de entonces, país tan inmenso en su tamaño como en sus contradicciones, país tan viejo en su historia como primario en su concepción de los hombres, y donde éstos, la gran mayoría de ellos, no pasan de ser meros supervivientes en medio del atraso en el que viven, cuando no verdaderos criminales por pura estulticia de su carácter primitivo, que no era otro que aquel en el que los de arriba les habían mantenido durante siglos de servidumbre y despotismo. Dostoievsky no sólo retrata, también divaga sobre ello y sentencia de vez en cuando sobre el alma humana, y más en concreto de la rusa; Dostoievsky, con todo lo moderno y precursor de existencialismos y demás pomposidades que se quiera, es ante todo un escritor no sólo ruso, sino también ferozmente patriota e incluso nacionalista en el sentido de que está convencido de que las peculiaridades nacionales de su pueblo no lo hacen homologables al resto de los pueblos europeos, por lo que todo aquello que vale para éstos (capitalismo, socialismo…) no lo vale para el ruso. Por si fuera poco, Rusia y los rusos no son sólo el marco de sus historias y el origen de sus personajes, también son su tema central, su obsesión; sin ellos no se entendería la universalidad de la obra de Dostoievsky. Con todo, no es un optimista sin remedio, lo es sólo a la fuerza; no serlo sería dejar de tener motivos para seguir viviendo puesto que ya conocemos el infierno aquí al lado, puede que hasta estemos viviendo en él.
Y una vez más, la estupefacción de encontrarme ante una escritura tan libre, incisiva y directa (algunos dirían moderna como si lo moderno implicara un estilo concreto y no un totum revolutum de aquí te espero), que cuesta imaginar que haya podido ser superada en sus virtudes por nadie desde hace dos siglos.



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