sábado, 12 de septiembre de 2020

Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé

 


Bueno, ya con el verano agonizando, retomamos la publicación de artículos y reseñas. Letralia me publica una recopilación de frases sobre la emblemática ÚLTIMAS TARDES CON TERESA del recientemente fallecido y admirado Juan Marsé.

Al mismo tiempo, oyó a su lado la voz de una muchacha que le decía a su amigo: “Le conozco y se llama Marsé, es uno bajito, moreno, de pelo rizado, y siempre anda metiendo mano. El domingo pasado me pellizcó a mí y luego me dio su número de teléfono por si quería algo de él. Qué te parece el caradura”. “¿Y le has llamado…?”, preguntó la otra.
Últimas tardes con Teresa, Juan Marsé

Pasa por ser la novela más conocida del recientemente fallecido Juan Marsé (Barcelona, 1933-2020), aunque, sinceramente, no creo que sea su gran obra, sino más bien una de esas que dicen iniciáticas o casi, acaso la que le dio fama en su momento y marcó, de alguna manera, las pautas de las que vinieron después, y de las que destaco Si te dicen que caí (1973) y Rabos de lagartija (2020) como las más redondas y representativas de su mundo literario. Sin embargo, Últimas tardes con Teresa (1966) supuso todo un revulsivo en su momento dentro de lo que era la narrativa española de después de la guerra. En una época de resuelta militancia antifranquista y juveniles entusiasmos revolucionarios, en la que parecía primar el realismo socialista, o acaso ya sólo la narrativa de denuncia, también esa otra de experimentos literarios de todo tipo a rebufo de lo que se hacía fuera con el fin de trascender rompiendo con todo lo anterior, Marsé se descolgó con una novela de confeso corte decimonónico —él decía que lo que había querido hacer era una versión más o menos paródica de la gran novela del XIX al estilo de Madame Bovary de Flaubert trasladada a su época y a su entorno barcelonés. Todavía más, cuando todo el mundo esperaba una novela realista que plasmara el conflicto de clases en la Barcelona de entonces, de aquel al que tildaban de “escritor obrero” por proceder de un barrio popular y haber dejado los estudios antes de tiempo para ponerse a trabajar de joyero, todo ello, por supuesto, en evidente contraste con lo que se estilaba entre la autodesignada intelectualidad de la época y sobre todo de inquietudes a la izquierda, y por ello en conflicto con la mayoría de sus entornos familiares de clase media-alta y muchos de ellos incluso de la élite del régimen franquista, Marsé parece querer saldar cuentas con esa clase que lo acogió en su seno como un “bicho raro” digno de exposición, escribiendo la historia de un charnego —un emigrante del sur de España en Cataluña— que se enamora de una señorita tan idealista como díscola de la burguesía catalana, una “catalufa” de los pies a la cabeza, esto es, una nativa cuya lengua y sensibilidad es ante todo catalana en contraste con esos otros catalanes castellanizados o venidos de otras partes de España. De ese modo, el drama parece servido de antemano dada la hipotética incompatibilidad sociocultural entre los amantes, la historia de un amor imposible que contendría todos los ingredientes para dar en un folletón al más genuino estilo del género. Sin embargo, y sí, como un Cervantes empeñado en desmontar la futilidad insoportable de las novelas de caballería, Marsé asemeja hacer otro tanto con su novela de amor decimonónica trasladada a la Barcelona de los años cincuenta en pleno franquismo. Y si en su empeño satírico Cervantes construyó dos de los personajes más geniales de la historia de la literatura universal, don Quijote y Sancho Panza, Marsé también nos ofrece otros dos personajes a un paso de la genialidad, esto es, la señorita Teresa y el quinqui Pijoaparte, como los arquetipos de los dos extremos sociológicos de su época, el charnego castellanoparlante de clase baja, sin estudios y puro lumpen sin conciencia política alguna, y la señorita catalanoparlante de buena familia, por supuesto que con estudios y sobre todo comprometida con la lucha antifranquista desde la izquierda más o menos catalanista y también más o menos extrema tan al uso en los ambientes universitarios de la época y el lugar.

Con esos mimbres, insisto, el folletón podría haber estado asegurado, pero es precisamente en el modo como Marsé evita caer en todo momento en la recurrente banalidad o la sensiblería efectista del género decimonónico, y acaso procurando elevarse al mismo modo que Flaubert lo hizo con su Madame Bovary o Clarín con su Regenta. Así pues, se diría que Marsé juega con el lector durante casi toda la novela al despiste, esto es, evitando que suceda todo lo que el lector cree inevitable, evitando una historia de amor plana con su flechazo, su consecuente amour fou y alguna que otra escena subida de tono para complacer a los amantes del género, y, sobre todo, evitando a toda costa el inevitable dramón que resulta de la unión de dos almas enamoradas con todo en su contra. Todo es mucho más sutil, flemático y sobre todo creíble que lo que se puede esperar de una novela con estos ingredientes. Y lo es porque el verdadero propósito del autor no es otro que servirse, tanto de su héroe de barrio, lumpen y acomplejado, como de su heroína en rebeldía con su propio entorno y sobre todo con ella misma, para retratar un entorno y una época que conoce a la perfección desde una mirada que ante todo es burlona, se podría decir que hasta cervantina.

En Últimas tardes con Teresa tenemos eso que se dice de retrato de una época, pero un retrato muy especial, personal.

Y es precisamente esa mirada burlona, mordaz por momentos, tierna también, la que hace de Últimas tardes con Teresa la gran novela, no ya sólo de su época, sino de la narrativa española contemporánea. Lo de menos es saber cuánto hay o no de ajuste de cuentas personal con esa intelligentsia de su ciudad que se dio en llamar gauche divine o “izquierda caviar”, y así por extensión de toda juventud idealista que en algún momento de la historia, y sin negar sus razones y hasta buenas intenciones, se decanta por el compromiso en contra incluso de los propios intereses de su clase, pero en la que, acaso por simple lógica social, hay casi siempre mucho de impostura con sus correspondientes dosis ingentes de ingenuidad sobre aquello que idealizan y no poco paternalismo a la hora de enfrentarse a esa realidad ajena que por motivos ideológicos, cuando no simple postureo, de repente es objeto de su interés. Eso por un lado, porque, por el otro, Marsé también aprovecha para plasmar esa otra realidad de su ciudad que conoce de primera mano y que no es otra que el barrio de Guinardó donde vive el Pijoaparte, y sobre todo a sus gentes; no por nada creció también en un barrio popular donde los nativos compartían espacio y experiencias vitales con sus vecinos inmigrantes.

En todo caso, y como resultado de ambos empeños, en Últimas tardes con Teresa tenemos eso que se dice de retrato de una época, pero un retrato muy especial, personal. En realidad, es el bosquejo de lo que será ya definitivamente el territorio literario de su autor, la Barcelona que él reconstruye a través de su memoria, creo que estaría mejor dicho que de sus juegos de memoria como referencia de lo que sería la característica principal de su futura obra literaria, con la ayuda esencial de esa mirada que a mí me gusta llamar burlona y que otros pueden decirle satírica, mordaz, crítica incluso. De hecho, y tras acometer una segunda lectura de la novela varias décadas después, no me queda otra que reconocer que ese espíritu burlón que recorre la novela a lo largo de sus trescientas y pico páginas, el que me ha animado a seguir con ella hasta el final. Y digo animado porque, a pesar de lo genial del planteamiento general de la novela, del atractivo innegable de los dos personajes principales, de la maestría del autor con los diálogos gracias a su gran oído para reflejar en el papel el habla popular, algo que también será una marca de la casa en el resto de su obra, es imposible no percibir cierto envaramiento, buscado o no, en los párrafos más descriptivos de la novela, los cuales resultan excesivos tanto en palabras como en imágenes, y que servidor no puede evitar sentir que lastran la lectura convencido de que este reencuentro con la narrativa de aquella época, años sesenta, es también hacerlo con los excesos o vicios de entonces, y en especial esa querencia por el uso y sobre todo abuso de adjetivos y otro recursos literarios que parecen más alarde que otra cosa. Con todo, nada que Marsé no consiguiera subsanar, moderar, afinar incluso, en sus siguientes novelas, sobre todo siendo esta de Últimas tardes con Teresa una de sus primeras y, con ello también, y por muy sobresaliente que fuera en el conjunto de lo publicado hasta entonces, un digno exponente de la narrativa de su época con todos sus aciertos y desatinos, siquiera ya sólo en comparación con la narrativa de nuestra época, mucho más desprovista de todo aquello que se puede considerar superfluo para el buen y sobre todo efectivo desarrollo del relato en una época en la que a la mayoría de los lectores la lentitud se les hace un escollo demasiado grande para seguir adelante con un libro antes de dejarlo a un lado para pasar a otro, o puede que ya a otra cosa que poco o nada tendrá que ver con la literatura. Con todo, no me cabe duda de que esta querencia por la fluidez sobre todas las cosas, lo inmediato frente a todo ornato descriptivo o la digresión peor o mejor justificada, puede que sean taras de nuestra época y no tanto de la de Marsé.

En cualquier caso, pecata minuta, si no una pejiguera de tomo y lomo por mi parte, a la hora de querer refrescar el recuerdo de una de las novelas más importantes de la narrativa española de todas las épocas con el único fin de homenajear a su autor a poco de su fallecimiento, uno de los escritores más reputados de su generación, si no el que más, y que pertenece a la categoría de aquellos que dejan tras de sí todo un mundo propio en el que el lector se sumerge a sabiendas de que nunca se va a sentir defraudado una vez que lo ha hecho suyo, puede que el verdadero atractivo de esto que llamamos literatura y no simple lectura para pasar el tiempo más o menos entretenidos. Dicho de otro modo, un narrador puro y duro en contraste con esos otros que en lugar de contar historias parecen más interesados en hablar de su ombligo o en hacer juegos malabares con las palabras, un autor que con su honestidad como autor y como persona siempre dignificó su oficio como tal.

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