viernes, 24 de febrero de 2023
COCIDO MARAGATO
martes, 21 de febrero de 2023
AMILDUTAKOA
FAMILIA - SARA MESA
Reseña para la revista literaria HOJAS SUELTAS de Familia de Sara Mesa: https://hojassueltas.aldoediciones.es/?p=1646
A saber cómo es cuando sube a su casa –dijo una vecina más suspicaz que el resto.
Bueno, se equivocaba, a solas, en el piso moderno y casi sin muebles, el padre era tan servicial y amable como en la calle, con sus relatos, sus aforismos y la inagotable misión de iluminarla a ella, de encauzarla hacia la verdad.
La familia – Sara Mesa
Digamos que desde que Simone de Beauvoir dejó escrito aquello de que “La familia es un nido de perversiones” está claro que para escribir un drama en condiciones basta con posar la mirada en una familia cualquiera. Da igual el tipo de familia en el que te inspires porque no existe la familia perfecta y, por lo tanto, con dirigir la atención solo hacia, no tanto el lado más oscuro, o grotesco como el del libro que nos ocupa, que ese sí que no tiene por qué ser patrimonio de todas las familias, esos momentos de tensión o verdadero enfrentamiento provocados por las inevitables incompatibilidades de los caracteres o intereses de los individuos que la componen, y sacarlo de su contexto, es decir, convirtiendo la anécdota en norma, es decir, los malos ratos o hábitos que cada cual tiene que aguantar de su parentela más cercana al mismo tiempo que aporta los suyos propios, ya tienes tu drama al alcance de tu pluma. Al fin y al cabo, la literatura en la mayoría de los casos suele ser el resultado de hacer pasar la realidad por el filtro de la exageración, y cuando se trata de lo cotidiano corremos siempre el riesgo de caer en el tremendismo que tan buena cosecha dio en la literatura española de los años cuarenta del siglo XX, acaso con el único propósito de hacerla más atractiva, puede que ya solo legible, dado que, si te paras a pensarlo: “¿Qué interés puede tener el relato verdaderamente fidedigno de lo cotidiano sin someterlo previamente a la visión más o menos distorsionada resultante de los prejuicios de cada cual? Ninguno, eso no ha valido nunca en literatura, ni siquiera para hacer costumbrismo.
Con lo cual toca preguntarse en qué puede residir el valor literario de un libro como La familia de Sara Mesa para haber sido el más destacado y elogiado por la mayoría de la crítica entre los publicados el pasado año 2022. Pues nada más y nada menos que en la habilidad narrativa de su autora para convertir las vicisitudes de una familia española de clase media contemporánea en materia literaria al utilizar con verdadera maestría tanto su capacidad para cartografiar la condición humana a través de la construcción pormenorizada de unos personajes casi siempre frágiles, oprimidos por cuales sean las circunstancias, o ya solo dignos de compasión en razón de sus propias limitaciones, con los que el lector no tarda en conectar porque se ve identificados con ellos de alguna u otra manera, siquiera ya solo porque no tarda en localizar en su propio entorno sus equivalentes más cercanos, y, también, e incluso me atrevería a decir que sobre todo, en la descripción de unos escenarios también casi siempre asfixiantes, cuando no lúgubres o simplemente tristes, en los que el drama se adivina a la vuelta de la esquina, por lo que es inevitable que el lector tenga siempre el alma en vilo por mucho que luego el clímax tarde en llegar o no llegue nunca. Eso y la ambigüedad perfectamente calculada en la que se mueve Sara Mesa para que nada parezca tan obvio a primera vista, acaso también para despistar la atención del actor sobre el verdadero origen del drama que envuelve su relato. Todo ello cimentado, por supuesto, en una escritura que huye tanto de los lugares comunes como de cualquier tentación de barroquismo al estilo de ese estilo literario de los años cuarenta del XX que comentamos antes y en el que destacaron autores y obras como La fiel infantería (1944) de Rafael García Serrano, Los hijos de Máximo Judas (1949) de Luis Landínez, Lola, espejo oscuro (1951) de Darío Fernández Flórez y, por supuesto, el más notorio de todos, Camilo José Cela con su La familia de Pascual Duarte (1942). De hecho, se diría que el gran atractivo de la prosa de Sara Mesa es precisamente narrar una realidad sombría, angustiosa, impredecible las más de las veces, con una escritura que en principio no parecería predisponernos al drama, una escritura serena, clara y minuciosa, yo diría que incluso demasiado accesible para lo que cuenta, la cual parece arrastrarnos con inusitada placidez y casi sin darnos cuenta hacia un desenlace que, a poco que uno repase lo leído desde el principio, estaba cantado casi que desde la primera página y aún así nos ha hecho leer el libro entero como si en ningún momento temiéramos que pudiera ocurrir lo que al final ocurre.
Con todo, si algo contribuye al efecto sorpresa que la narradora busca en su historia eso es la particular estructura narrativa que escoge para contarla. Eso se adivina desde la primera página con la detallada y desasosegante descripción del hogar familiar donde se desarrollará la mayor parte del drama, el escenario de ese infierno doméstico que no parecerá serlo hasta que el lector acabe de completar el puzle cuyas piezas se le presentan en el relato que cada uno de los miembros de la familia hace de su experiencia en la casa y ya muy en concreto con ese progenitor tan peculiar y equívoco alrededor del cual parece girar toda la historia.
Un puzle, sí, donde cada uno de los miembros de la familia nos aporta su verdad a modo de testimonio para el juicio moral de un padre que dista mucho de ser, siquiera a primera vista, el pater familias que responde al tópico decimonónico, y por qué no decirlo tan de moda, heteropatriarcal, el cabeza de familia omnipotente, autoritario y garante de unos valores tradicionales, reaccionarios los más, que se estiló durante los tiempos de la dictadura nacional-católica y que, tras varias décadas de democracia y una modernidad homologable a la mayoría de los países de nuestro entorno europeo y occidental, han acabado convirtiéndolos en verdaderos anacronismos. Sin embargo, en este caso estamos ante un empecinado en la vigencia de la familia tradicional española contra viento y marea, un carca de manual, siquiera un hombre mediocre que simplemente responde a la inercia de la educación de su época. No, ni mucho menos, más bien se trata de un tipo que blasona de mente abierta y está convencido de sus buenas intenciones al imponer un estricto código de comportamiento ético y moral a los miembros de su familia con el único propósito de que estos sean mejores personas, mejores hijos y esposa, mejores ciudadanos, mejores siempre y a toda costa que el resto. Un tipo con el que cualquiera puede simpatizar en un primer momento porque no cabe duda de la nobleza de sus ideas y, ya muy en especial, de su compromiso con la consecución de una sociedad más justa, igualitaria, ilustrada e incluso feliz. Sin embargo, es precisamente en ese propósito de servir de ejemplo para los demás que acaba imponiendo, de una manera tan sutil como acaso inconsciente, una dictadura de lo correcto a todos los miembros de su familia. Y lo hace con la jactancia propia del que no le cabe duda de que tiene la razón de su lado y que todo lo que no sea reconocérsela no merece otra cosa que su desprecio o compasión. De ese modo, y siempre teniendo en cuenta que lo que exige a los demás no es otra cosa que lo que también se exige a sí mismo, todos los miembros de su familia acabarán decepcionando al padre sin remedio, ya sea por verdadera convicción en lo equivocado e incuso inalcanzable del ideario del padre, o ya solo por simple omisión ante la evidencia de que les es imposible llegar a ser el mismo dechado de virtudes que este cree ser para todos los demás. No puede ser de otra manera si tenemos en cuenta que el estricto código de conducta del progenitor, autoerigido en una especie de reverendo puritano con el que es imposible discusión alguna porque en el caso de haberla los miembros de su familia se arriesgan al anatema paterno de por vida, se da de bruces con las directrices que parece tomar la sociedad con la que los miembros de la familia se tropiezan en cuanto ponen un pie fuera de casa. Es entonces cuando la decepción cambia de bando y son los hijos quienes se sienten decepcionados por un padre que, si bien se entregó en cuerpo y alma a la educación de sus vástagos, si se impuso transmitirles unos valores de excelencia ética y moral para enfrentarse con la mínima dignidad necesaria a lo que se iban a encontrar ahí fuera, incluso el orgullo por una educación recibida a contracorriente, no tardan en descubrir el envés perverso de sus buenas intenciones. Es entonces cuando llega el momento de que los hijos empiecen a acariciar la idea de matar, al menos metafóricamente, la idea de matar al padre, porque, como bien decía ese escritor satírico austriaco Karl Kraus, “Cuando los padres han construido todo, a los hijos sólo les queda el deber de derrumbarlo.”
De ese modo, el episodio más interesante y revelador del verdadero carácter de buen samaritano por el que pasa el progenitor cuando una de la hijas descubre la hipocresía con la que su padre se comporta con unos vecinos a los que, de puertas afuera trata con una educación exquisita, incluso mostrándose más solícito de lo normal, digamos que hasta el punto de llegar a obnubilar a estos con sus buenos modales y en especial su predisposición a ayudarles en todo aquello que juzguen necesario aprovechando, tanto su siempre hipotética superioridad cultural, como su posición como supuesto socio de un bufete de abogados comprometido con todo tipo de causas nobles, y, sin embargo, ya de puertas adentro no duda en convertirlos en destinatarios de su desprecio por su falta de cultura o la, según él, vulgaridad de sus gustos y hasta aspiraciones vitales. Una hipocresía envuelta en un repulsivo paternalismo para con el resto de sus semejantes que los hijos acaban descubriendo con el paso del tiempo y que no es sino el antecedente del desenmascaramiento del verdadero rostro del padre a los ojos de sus vástagos, con lo que el drama que sutil y paulatinamente se adivina a lo largo de toda la narración acabará llegando a su momento cumbre.
Con todo, y a pesar de la maestría narrativa con la que la autora nos lleva a lo largo de este juicio implacable de la figura paterna que nos ocupa, incluso de lo atractivo del puzle que nos propone para acercarnos a esta desde diferentes ángulos y que luego seamos nosotros los lectores los que dictemos sentencia de acuerdo a las acusaciones vertidas en el texto contra el padre, y aquí me remito a la tesis del principio de mi reseña; en toda narración de un drama familiar siempre hay una trampa. Esa trampa consiste, al menos en este caso, ni más ni menos que en el recurso más que manido de poner en escena no solo lo negativo del personaje, sino sobre todo lo más llamativo, ridículo y a ratos hasta escandaloso de su comportamiento, casi que en exclusiva. De ese modo obtendremos siempre un malo, no ya de película, sino de novela. Un malo muy bien construido, original, siquiera con más aristas de las que estamos acostumbrados, un malo no tan evidente, oculto y sobre todo inconsciente de serlo. Empero, hablamos del malo que resulta de quitarle el resto de sus atributos como persona. Dicho de otra manera, el malo que somos todos nosotros de alguna y otra manera cuando solo destacan de nosotros nuestros defectos o manías, cuando solo se cuentan nuestro lado oscuro, cuando solo se habla de nuestros defectos y se omite cualquier virtud por pequeña que sea. Porque no nos encontramos con un personaje cuya maldad derive de haber cometido actos verdaderamente malvados como puede ser un crimen, alguien que haya hecho daño al prójimo a conciencia y además con verdadera porfía. Ni mucho menos, la actitud del padre intolerante, absurdo e hipócrita que aparece en La Familia de Sara Mesa solo es una de las muchas maneras de estar en el mundo que tenemos los humanos y cuya peculiaridad, por demasiado notoria, provoca inevitablemente el enfrentamiento con los que tiene alrededor, sí, un verdadero coñazo de persona, alguien intratable lo mires por donde lo mires; pero, no es ni mucho menos ese monstruo que resulta de negarle el resto de los atributos de su personalidad. De hecho, ¿por qué nos priva Sara Mesa de la voz del padre, por qué no le deja presentar su versión de los hechos, siquiera excusarse por sus errores? Me temo que porque eso podría humanizarlo en exceso y el resultado ya no sería tanto un drama en toda regla como un simple relato costumbrista de esa dicotomía innata que llamamos la familia y en la que el infierno y el paraíso se alternan inexorablemente como manifestaciones innatas de la condición humana. Pero claro, es que no estamos hablando de un juicio justo en el que el reo tiene derecho a defenderse. No estamos hablando de la realidad tal y como nos la demuestra la experiencia de cada cual. Ni mucho menos, estamos hablando de literatura y aquí todo debe estar en función del resultado para epatar al lector, aunque este, en contraste con la poliédrica realidad de las relaciones humanas, pueda resultar un camelo. Por eso, sentencio que el relato del cabeza de la familia de Sara Mesa se me antoja excesivamente implacable y puede que hasta injusto.
© Txema Arinas. Oviedo, 14/02/2022. Todos los derechos reservados.
viernes, 17 de febrero de 2023
CHESS MASTERS
lunes, 13 de febrero de 2023
EL FRÍO
MAITASUNA
viernes, 10 de febrero de 2023
LAS MALAS COMPAÑÍAS
viernes, 3 de febrero de 2023
IDAS Y VENIDAS ENTRE LIBROS Y RECUERDOS
Estreno colaboración para la revista Hojas Sueltas: https://hojassueltas.aldoediciones.es/?p=1295&fbclid=IwAR1Yy3Zg7bvKNQPDc9Z01LBcQiFylMSiImh9zdcI9YzG_QMCKQ33B0jWrN8
Acometo la relectura de parte de los acreditados dietarios de Miguel Sánchez-Ostiz, empiezo en concreto con Idas y venidas, 2009-2010 (Pamieda, 2012) con la expectación al uso del incondicional, esto es, esperando encontrarme con aquello que me cautivó en su momento y desde entonces un libro tras otro, para ser exactos desde Las Pirañas (reeditada en 2017 por Limbo Errante) en adelante (también es cierto que había buscado las anteriores y primeras novelas y, a decir verdad, no sé yo si lo que había ahí era un Modiano en potencia que a partir de la mencionada y muy elogiada La Pirañas quedó, por suerte para mi gusto, desactivado) En cualquier caso, en lo referente a Miguel Sánchez-Ostiz hay que decir se trata de eso que los entendidos llaman “una voz única e intransferible” de autor, lo que antes denominaban estilo pero acaso con algo más. Ya no sólo una manera más o menos certera, original, afilada si es el caso, de poner una letra tras otra, al fin y al cabo oficio y poco más, sino también, o sobre todo, una mirada muy personal, artística, a través de la cual te asomas a sus cosas, manías, escenarios; creo que a esto también le dicen mundo literario o cualquier otra solemnidad por el estilo.
En cualquier caso, ya me estoy viendo que IDAS Y VENIDAS va a ser uno de esos libros con los que tendré que contenerme en medio de la lectura de los que alterno a diario para no devorarlo de una tacada, siquiera con el fin de suministrarme con cuentagotas el placer que me provoca la crónica de tal o cual viaje, la referencia erudita sobre esto o aquello, el apunte más o menos sentido o tierno, también crítico e incluso vitriólico, puede que solo chocarrero, en realidad el inventario de los diferentes estados de ánimo del autor a merced de la climatología, las lecturas, la memoria o las simples “rumias” y “respuestas a bote pronto ” de cada día a cuenta de lo que sea.
Para empezar MSO me lleva de vuelta a Dublín, que es una ciudad en la que viví durante un tiempo físicamente y en la que, de alguna u otra manera y según la temporada, sigo viviendo literariamente por diferentes motivos. Así pues, a ratos MSO propone como viaje literario con el Ulysses en la mano, otros, la mayoría, Joyce se queda en su torre Martello durmiendo la mona, como parece que solía ser lo habitual, y lo que leo es simple y llanamente la crónica de esas idas y venidas por la ciudad de un viajero a la caza de escenas o momentos lo suficientemente inspiradores como para trasladarlos luego a su agenda: una gozada. Con todo, y como lo que motiva el merodeo de MSO por la ciudad del Liffey es en principio el rastreo de huellas o referencias literarias, ya dice el viajero que a falta de grandes monumentos u otros atractivos lo que realmente atrae de una ciudad como Dublín es el ambiente de sus calles y el modo cómo este le remite a tantas lecturas de juventud, y en especial al Ulysses como maravilla literaria antes que arcano para lectores no excesivamente avezados, cómo no emocionarme con el recuentro de nombres que de alguna manera tenía arrinconados en la memoria de tan usados o habituales como me fueron en su momento: James Joyce, Liam O´Flaherty, Sean O´Casey, W.B. Yeats, Patrick Kavanagh, Roddy Doyle, Bernard Behan; Padraic Colum, y ya durante estos últimos años Flann O´Brian, Colm Toibim y mi más reciente descubrimiento, Edna O´Brien. Una lista en realidad no demasiado extensa de escritores – en la que obvio a los conocidísimos O. Wilde o S. Beckett porque, aparte de haber nacido en la capital irlandesa, considero que, a diferencia de los anteriormente citados, la presencia en su literatura de su ciudad natal es prácticamente imperceptible- que me hablaban de Dublín e Irlanda cuando todavía me interesaba en grado sumo todo lo de aquella tierra, es decir, cuando todavía tenía presente el recuerdo del tiempo vivido y bebido allí, cuando todavía echaba de menos una pinta tirada como exigiría un paddy cualquiera, antes de saciarme de tanta cerveza negra, turba, rebels songs y viaje de vuelta a casa y casi siempre más o menos beodo en último Dart nocturno, o lo que es lo mismo, de olvidarme de aquellos años mozos, y a la que ahora, o más bien cuando se pueda, y gracias a MSO, la curiosidad me obliga a añadir a los para mí hasta ahora desconocidos Hugo Halmiton y J.P. Donleavy, que es lo bueno que tiene leer a escritores hablando de otros, que no paras de aprender nombres nuevos y sobre todo interesantes. En fin, mucha bruma en el coco con veintitantos tacos, y no menos fruncidos de ceño al recordar más de un momento de verdadero éxtasis literario. Porque sí, la lectura de estas páginas irlandesas de MSO no sólo me ayudan a evocar lecturas que por lo general siempre fueron placenteras, divertidas como pocas, sino también alguna que otra muy reveladora, un antes y después como lector al estilo lo que fue para mí en su momento acometer la del Ulysses tras haber leído la biografía de Ellmamn en la biblioteca Ignacio Aldecoa de mi ciudad durante esas vísperas de exámenes que se suponían para el estudio, y durante las que, a la media hora de pasar apuntes y mirar a las musarañas, servidor se levantaba y se ponía a fisgonear entre las baldas a la búsqueda de algo realmente interesante con lo que ocupar el tiempo. También me recuerdan episodios que con la distancia sólo puedo calificar de bochornosos, ridículos, de mozuelo bobo al cuadrado, como el de tomarme la tarde libre para dirigirme en el Dart hasta la villa pesquera y residencial de Howth con una edición de bolsillo del Ulysses comprado en una megalibrería del la calle O´Donnell, se supone que con la intención de sentarme a lo largo del malecón pasando hojas mientras escuchaba a las gaviotas y rumiaba todo tipo de tonterías al ritmo de las olas, que es a lo que realmente me dedicaba ante la práctica imposibilidad de penetrar en el famoso torrente joyciano de aquellas páginas con mi inglés todavía como para acercarme a la barra pedir una pinta negra y que no me sirvieran una taza hasta arriba de café americano. Luego ya la realidad era que, si había decidido pasar la tarde de tal guisa, era porque apenas unas semanas antes había estado allí mismo en compañía de la canija guipuzcoana, pelirroja y cabezona, que por aquella época me amargaba la existencia con su ahora sí luego ni se te ocurra, ahora contigo pero luego con cualquiera que se me ponga a tiro, ahora del brazo o en tu regazo y al cabo de un rato lo más lejos de ti cagándome en todos tus muertos; vamos, lo que venía a ser el desquiciante rito del cortejo entre los adolescentes de entonces, o ya solo entre los chavales de ese rincón del mundo en el norte de la península ibérica donde los naturales se reproducen casi que por esporas. En cualquier caso, nada que ver con aquel día de borrascas, y no precisamente en el cielo, sentado triste y solo sobre una de las piedras el rompeolas de Howth mientras miraba embobado la línea del horizonte sobre el mar de Irlanda, y entre las manos la novela que revolucionó la literatura del siglo XX contando el eterno regreso a Ítaca de dos impresentables dublineses. Me había quedado prendado de aquel puerto con sus casas bajas de pescadores, sus barcazas destartaladas como bien señala también MSO en su libro, los graznidos de las gaviotas, el mar de Irlanda y su cielo igual de sombríos y recurrentemente indómitos, la foca célebre que todo el mundo decía ver junto al malecón, de funcionaria o casi para la cosa del turismo como los osos de Muniellos en Asturias, y, sobre todo, la sensación de haber salido de la vorágine callejera de Dublín para ir a parar a ese resquicio de bucolismo al lado de casa nada más bajar en la última parada del Dart. Más tarde, ya harto de hacer el memo junto al mar, con el mamotreto del Ulysses hace rato dentro del macuto que todavía recuerdo, con la excusa de la primera gota de la lancarria de todas las tardes en la punta de la nariz, me iba de cabeza al mismo pub del pueblo donde me tomé por primera vez una Murphy negra que me supo a gloria, lo mejor de toda la tarde, de las dos, solo o en compañía. No era para menos después de la caminata hasta lo alto de la colina y el descenso obligado, de nuevo no tanto al punto de partida como al de los infiernos de las relaciones sentimentales a la edad del pavo o casi. Un malestar existencial propio de la edad, y acaso también de la sensibilidad exacerbada del menda para estas cosas, el romanticismo mal entendido, libresco todo lo más, siempre me ha traído por la calle de la amargura, el cual me animaba a huidas de esas para olvidar los males del corazón como un Lord Byron de quinta o sexta regional, proyectaba escapadas de fin de semana en compañía de la tribu que había formado con otros paisanos en aquel exilio de chichinabo. Y como lo más parecido a una aventura que teníamos a mano solía ser un weekend de peregrinación a Belfast –a decir verdad, los más borrokas de la cuadrilla, y esta poco más que para lo del arrobo entre paisanos en el extranjero, hacía tiempo ya que la habían planificado- pues, oye, que nos íbamos de vascos al Ulster, convencidos de que los de los irlandeses de los barrios católicos nos recibirían con los brazos abiertos por la cosa esa de la solidaridad internacional entre miembros de dos naciones sin estado en eterna lucha con sus respectivos potencias coloniales y otras fantasías tan del gusto de los más exaltados de nuestra manada; vamos, que nos íbamos a poner tibios de pintas por la cara. Pero, eso, había que andarse con mucho cuidado, pues si nos equivocamos de barrio, dado que éramos así de bobos e indocumentados, bien podíamos acabar en uno de esos donde ondean las Union Jacks como guirnaldas en una boda gitana, así que a tragar saliva y profesar todos al unísono de España una, grande y libre, si hacía falta hasta nos soltaríamos por sevillanas. Movidas que nunca faltabas a poco que te movieras, por descarte más que nada, entre cierta gente tan de emociones fuertes a todas horas y por cualquier pijada, intensas hasta decir basta que no me da la patata para tanto, siempre a cuenta del compromiso con su Causa y por muy escépticos que fuéramos algunos para con ella, turismo de confraternización con los demás pueblos pequeños y oprimidos, Gora Euskadi Askatuta, Tiocfaidh ár lá , esto es, “Nuestro día llegará”, y toda la hostia, menudo coñazo, si os soy sincero. Ni qué decir tiene que yo hacía ya tiempo que prefería irme solo a echar la tarde sobre un rompeolas con un libro en la mano o ya directamente a privar solo en un pub lejos del bullicio de los pubes Temple Bar, los clubes de O´Connell Street y por el estilo.
En fin, si no fuera por los escritores que eligieron su ciudad como escenario de sus libros y sacaron de ella buena parte de su material narrativo, dudo que Dublín fuera algo más que una antigua ciudad anglófona de provincias venida a más con la capitalidad de una República mitificada hasta el absurdo por su Historia reciente y sobre todo por la literatura; oye, a cada cual su Meca. Y si a todo eso le pones la música de fondo con mucha gaita y flauta irlandesa, la cual parecía surgir de todas partes, sobre todo de la imaginación de uno a poco achispado que se pusiera ese día, si te da por componer a tu antojo tu propia ciudad a base de retazos de lo vivido, y sobre todo de lo bebido, tanto por uno o como por otros que dan ya nada más verlos en personajes estrafalarios de cualquiera de las páginas de los escritores antes citados, y si además obvias por ingenuo o cínico, eso a elección, toda la indigencia humana y social que puede haber tras un paddy y su media docena de Guinness, como mínimo al tono con la que se adivina en esos barrios ocres y tristes al norte de Liffey o de cualquier otro donde, siquiera por aquel entonces no tan próspero ni tan mestizo como lo era ya la última vez que estuve de visita, no tardas nada amontonar historias más o menos divertidas e incluso irreverentes, siquiera ya solo anécdotas debidamente estiradas, como para novelas cortas de, por ejemplo, Roddy Doyle en su trilogía de Barrytown, mejor que mejor para luego regodearte como estoy haciendo yo ahora en este tipo de nostalgias bobas.
Nostalgias que no son otras que a las que anoche me abocaron las primeras páginas de Idas y Venidas de MSO dedicadas a Dublín. Una ocasión como cualquier otra para rememorar las pamplinas nostálgicas de un servidor por aquellas tierras y, en especial, de reavivar la llama de una pasión como cualquier otra: Joyce, Royle, O´Flaherty, Brendan Behan, Flann y Edna O´Brien y los que se quieran sumar a la fiesta. Ya, ya sé, creo, que la literatura irlandesa viene inevitablemente envuelta en una especie de aureola a medio camino entre el olor a turba y el sonar del arpa, un craic a la vuelta de cada esquina, quién sabe si de las primeras modas literarias para hacer pasar por exquisito o auténtico lo que luego apenas es otra cosa que mediocridad a la sombra de lo verdaderamente excelso. De cualquier modo, mejor dedicarse a esto de la evocación biográfica con la escusa de la literatura, siquiera ya con el único fin de ejercitar así los dedos durante poco más de media hora sobre el teclado, que hacerlo a cuenta de la rutina del paso de los días, o de una actualidad mediática cuya verdadero objetivo no parece ser otro que deprimirnos en la convicción de que todas las desgracias y errores cometidos por el ser humano ocurrieron mil veces antes y además volverán a ocurrir otras tantas. Divagar por escrito, eso es todo.
© Txema Arinas. Oviedo 29.1.23. Febrero 2023. Todos los derechos reservados.
CON LA CORREA AL CUELLO
EGIAZTAGIRIA
INVIERNO A LA VISTA
T anto ejercicio en casa y caminata vespertina me está dejando baldado. Anoche volví a quedarme dormido hacia las once de la noch...
-
La verdad es que no le veo gracia alguna a partirle la cara a nadie con un objeto contundente, ni siquiera por el detalle de que haya sido c...
-
Dentro del saco sin fondo que contiene todos los mitos, tradiciones y puros atavismos que, según entendidos, conforman la identidad vasca, p...