jueves, 7 de noviembre de 2024

NOCHE NEGRA JUNTO AL PANTANO


  

       Haciendo memoria y mucho, descubro que hubo un tiempo, allá por los diez, once o doce años, que los del cole, o de donde fuera, -yo esto reconozco no tenerlo del todo claro porque fue hace la tira de años y mi cabeza cada vez se resiente más de los locos y beodos años ochenta, y noventa, y...- nos invitaban a los tiernos infantes a pasar el último fin de semana de octubre en una casa comunal situada en el pueblo de Landa junto al pantano de Ullibarri-Gamboa.


Un fin de semana en el que los monitores nos sometían a todo tipo de actividades de esas para imprimir carácter en plan: "¡Vamos a machacar a los críos que para eso nos pagan!" Me refiero a marchas marciales a lo largo y ancho de las estribaciones del Elgeamendi, recogida no sé si de castañas, setas o cagarrutas a lo largo de la orilla del pantano, y a saber qué otra ocurrencia para dar rienda suelta al sadismo innato de los susodichos monitores.

El caso es que lo bueno, lo que todo el mundo estaba esperando de años anteriores y para lo que muchos, o la mayoría. se habían apuntado de verdad, dado que para algo se había hecho famoso aquel fin de semana de "campamento" entre los alumnos de diferentes colegios de la ciudad, era aquella especie de akelarre que se solía celebrar en la casa de Landa. Dentro si hacía malo y fuera alrededor de una hoguera junto a la orilla del pantano si el tiempo lo permitía. De ese modo, recuerdo que se solía formar un corro, bien alrededor de la hoguera a la intemperie o bien dentro de la casa alrededor de las viandas para la cena y una nutrida representación de bebidas de alta graduación. Era entonces cuando los monitores, tras ponernos a los críos en situación recordándonos la efeméride de aquellas fechas de finales de octubre y principios de noviembre, y creando el ambiente al uso para una noche de terror recordándonos lo apartado del lugar donde nos encontrábamos, rodeados por un pantano tenebroso de necesidad a esas horas de la noche y por los bosques de los alrededores -no olvidemos que estábamos al lado de la muga con Gipuzkoa y que por eso mismo nunca se podía saber qué tipo de alimaña podía llegar del otro lado de la montaña...-, comenzaban a desgranar los relatos siempre recurrentes de la mitología vasca con sus lamias, basajaunes, galtzagorris y demás fauna de seres esencialmente tarados e inadaptados. Relatos que en seguida invitaban al bostezo porque, por mor de querer hacer de todo lo vernáculo algo agradable, jatorra que te cagas, para todos los públicos, aquellos seres mitológicos, lejos de provocar miedo alguno, lo que hacían es que sintiéramos lástima por una mozas con ancas de rana condenadas a hacer "el río" toda la vida a ver si pescaban a algún aldeano incauto pero con perras, o por unos basajaunes, los cuales, en el fondo, nos los imaginábamos como unos pobres mutilzarras (solterones) condenados a vivir solos en el bosque con cierto desaliño y casi siempre aquejados de un problema agudo de disopmanía, vamos, la verdad que tampoco muy diferentes de esos otros viejos solitarios que solían sacar a pasear su rijosidad por los bares de lo viejo de nuestra ciudad.

Así pues, en seguida se apresuraba alguno de los mayores a cambiar de tercio contado escenas de películas como La Matanza de Texas y por el estilo. Era entonces cuando aquellos pedazos de cabrones que eran los mayores, entre los catorce y los dieciséis tacos, gustaban de dar rienda suelta a su vena más macabra, retorcida, bien que entre un trago y otro del licor de turno, y ello siempre con el beneplácito de los monitores al grito, sí, al grito, de "Una noche es una noche, que rule esa botella de patxaran..." Una perfomance que ahora vista dese la distancia no tenía otro objetivo que acojonar a los pequeños y acaso también de paso a las mozas del grupo por eso de empezar a joder al sexo opuesto de cualquier manera, que ellos al menos estaban en la edad. Y doy fe de que lo conseguían, vaya que sí, claro que no tanto por el relato de cadáveres cercenados a golpe de sierra mecánica, o las historias de muertos vivientes que se comían los cerebros de rubias que así a primera vista parecían no tenerlo, como que tanto los mayores, como más de uno de los monitores, por no decir todos o al menos los que no se estuvieran liando en ese momento, se acababan convirtiendo ellos mismos en almas en pena, mayormente por culpa de aquel brebaje maldito elaborado a saber por qué "sorgina" o bruja con aranes (endrinas) del bosque.

De hecho, la cosa adquiría tales dimensiones de desenfreno y libertinaje que lo que menos te habría importado en aquel momento era que se te hubiera aparecido el macho cabrío de todo akelarre que se precie, y eso aunque hubiera sido para darte directamente por culo, en serio. No, ni mucho menos, porque con tal de que a los mayores del grupo no se les fuera mucho la pinza por el patxarán en cuestión y te arrastraran fuera de la casa, ahora al grito de "¡Venga, vamos a darnos un chapuzón en el pantano todos en bolas!", o cualquier otra ocurrencia del tipo "¡A tirarse del tejado, que hoy volamos todos!", ya podías darte por satisfecho, por salvado.

Así que luego el domingo de vuelta en casa, cuando, con las imágenes de aquella noche terrorífica todavía en la retina, tus padres te preguntaban a ver qué tal te lo habías pasado en Landa, tú no vacilabas ni un segundo antes de contestar: "De miedo, lo hemos pasado de miedo".

        

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