sábado, 29 de diciembre de 2012

ABUELA CON NIETOS JUGANDO A LA PELOTA EN EL PARQUE


En el parque de enfrente de casa, abarrotado de críos y padres al día siguiente de Navidad, sentado en un banco desde el que controlo a mis retoños. Unos críos juegan a la pelota a mi lado, ya he perdido la cuenta de las veces que he hecho amago de apartar la cabeza en previsión de un pelotazo, el mismo que se lleva varios niños que juegan en el tobogán o en el castillo. De cualquier modo, no puedo bajar la guardia, la pelota vuela varias veces por encima de mi cabeza y sé que en cualquier momento voy a tener que cometer un infanticidio. En esas que reparo en una señora mayor que en seguida adivino la abuela de los intrépidos futbolistas que regatean entre la masa de críos y padres que nos encontramos en el recinto cerrado de los columpios. Y entonces la pelota de marras que me levanta de un golpe el periódico que leo a ratos en la convicción de que mis retoños están debidamente ocupados en sus tonterías infantiles. El cuerpo me pide coger la pelota y mandarla a tomar por culo de una patada, esto es, a ser posible hasta lo más alto del prado que hay al lado. No obstante, como a pesar de tanta calentura verbal en el fondo soy un ser sumamente civilizado, me aguanto y, tras devolver la pelota a los delincuentes balompédicos, fijo la mirada en la abuela, a la cual me permito indicar con el periódico enrollado que justo en el panel que tenemos delante de nuestras narices se detalla a la perfección una serie de actividades o comportamientos que se prohíben llevar a cabo dentro del recinto de los columpios en el que nos encontramos, entre ellos, claro está; ¡JUGAR A LA PELOTA!


La señora, faltaría más, como si servidor fuera un espejismo, todo lo más me gira la cabeza, igual hasta me tiene por un pervertido. Y en ese mismo momento, porque el ímpetu balompédico de los críos va en aumento, no va a ir, si casi se han adueñado del recinto a fuerza de expulsar al resto de críos de su zona de juegos, otro amago de balonazo en toda la jeta. Ya no me aguanta, y como está muy feo eso de abroncar a los críos de otros, me levanto y me pongo delante de la señora con la única intención de explicarle el significado del dibujo que aparece en panel con un balón tachado con una enorme equis roja. La señora vuelve a hacer como el que ve llover, simplemente no existo para ella. Entonces no queda otra, hay que levantar la voz y preguntarle a ver si le parece bien que sus deportivos nietos se hayan adueñado del recinto columpédico y amenacen de continua la integridad física de las personas que todavía permanecemos en el mismo. Eso y advertirle que no será precisamente por espacio para poder darle patadas al balón, que allí donde nos encontramos no es sino una mínima parte del Parque del Oeste con sus explanadas pavimentadas o sus prados por todas partes. Pues ni por esas, la señora no escucha, no responde, se desentiende, puede que no razones, cómo se atreve este tipo a levantarme la voz, qué clase de desalmado pretende privar a unos pobres niños de su derecho a darle patadas a la pelota, de qué panel me habla, qué explanada, qué prados, qué es eso de urbanidad, qué significa respeto.

Me vuelvo al banco desconsolado, dudando de si la persona a la que me estaba dirigiendo era de verdad de carne y hueso o, en su defecto, una estatua hiperrealista que algún lumbreras del ayuntamiento había mandado colocar en el parque. Pero no, para qué engañarse, la señora sabía bien lo que hacía, en concreto el vacío metafísico alrededor de todo lo que no fuera permitir que sus encantadores nietos pudieran disfrutar de darle a la pelota en un recinto donde está prohibido hacerlo. Prohibiciones a mí, bobadas, eso no existe en la voluntad de un español cuando lo que se impone es esa otra que emana directamente de sus santos cojones, en este caso ovarios. Es una constante que nos rodea a todas hora y en todas partes, ponerse el mundo por montera y yo el principio y final de todas las cosas, el tan traído individualismo ibérico que no es otra cosa que simple y puro egoísmo, amén de dosis ingentes de falta de educación y cazurrismo elevado a la máxima potencia. No se respetan las normas porque la mayoría debe pensar que son poco más que optativas, cuando no para los demás y punto, si te vienen bien las respetas, si no que les den por culo. Más aún, basta que uno se empeñe en recordar que esas normas existen, que están ahí para evitar abusos, incluso para prevenir daños a terceros, para que la misma peña que se hace el longuis cuando tiene delante un cartel que le prohíbe tirar papeles al suelo, aparcar en doble fila, sacar la basura a deshoras o jugar a la pelota en un recinto cerrado para columpios, te mire como si el infractor de vete a saber que norma consuetudinaria fueras tú mismo, esto es, como si el sólo hecho de llamar la atención a alguien por haber hecho algo indebido ya fuera motivo de sobra para calificarte de listillo, notas, aguafiestas, violento incluso, no por nada a veces hasta reaccionan como si el reconvenirles por no respetar tal o cual norma fuera una ofensa a su dignidad como personas, un atentado a su libertad como ciudadanos. Con lo que, uno se calienta, se calienta, y como además ya soy de por sí proclive a la exageración en grado sumo, pues que se me va la pinza al rato, consumiéndome de odio y rencor sobre mi asiento. Y así, extrapolando, extrapolando, cómo no convenir que lo que pasa en un parque con una abuela que prima el asueto descerebrado y peligroso para el resto de sus nietos, no es sino un ejemplo de la actitud generalizada que existe entre nosotros hacia el vecino, hacia la comunidad en sumo, que así están las cosas como están, así hay tanto hijo de puta suelto.

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