Era de esperar porque, para ser sincero, cada vez que volvía a Donosti, 
una ciudad que he frecuentado desde pequeño por múltiples razones y en 
la que además viví cierto tiempo, como que la última vez había sido 
justo un mes antés de su muerte, siempre me acordaba de cuando él me 
llevaba siendo un mico para que lo acompañara a alguna de las 
exposiciones, congresos o lo que fuera aquello que organizaban las casas
 de productos de peluquería o algo por estilo, y a las que no acudían
 los dos amigos y colegas de Vitoria con los que acostumbraba a ir a las
 demás. Después del evento tocaba comida en el Casco Viejo, siempre en 
Casa Urola y siempre también sopa de pescado de primero y un pescado a 
la plancha de segundo. Me fascinaba aquella sopa de pescado tan 
donostiarra, tan de solera. O al menos así nos/me lo parecía, no sé. 
Aquella sopa del Urola era especial sentados los dos solos a la mesa y 
escuchándole hablar como nunca después me habló tanto y de todo. Porque 
aquel era un hombre joven, probablemente de la misma edad que tengo yo 
ahora y por eso también le supongo en la plenitud de su vida, con toda 
ésta por delante parar ir cumpliendo paso a paso y sin descanso cada uno
 de sus sueños. Pero sobre todo un hombre joven, expansivo, con toda la 
vitalidad e ingenuidad de las que hacemos gala los padres jóvenes, nada 
que ver con la parquedad de palabra que lo caracterizó durante los 
últimos años de su vida a cuenta de más de una amargura. Un padre joven 
que te llevaba de la mano, que te contaba todo lo que le venía a la 
cabeza, que te hacía reír sin descanso con ese sarcasmo que le acompañó 
toda su vida. Como que en una de aquellas ocasiones que llegamos 
demasiado tarde a Donosti y no daba tiempo para ir a comer hasta lo 
viejo, me propuso ir a un bareto de la zona del Antiguo donde decía que 
preparaban el manjar más exquisito de toda la ciudad y alrededores. Y en
 efecto, jamás comí una cosa tan sabrosa y sencilla: un bocadillo de 
tortilla francesa. Por eso siempre que entro a Donosti por el Antiguo me
 viene a la cabeza aquel bocadillo de tortilla francesa. Por eso también
 y a pesar de todas las experiencias vividas en la capital guipuzcoana, 
para mi Donosti, como ayer con una intensidad que me costó reprimir para
 no darle el día a mi pareja, es y será ante todo y para siempre todas y
 cada una de las ocasiones que acudía de la mano de mi padre siendo un 
mico para ir a comer una sopa de pescado al Urola o un bocadillo de 
tortilla francesa en el Antiguo, el resto, con más de una anécdota 
chusca y mucho, en realidad ahora lo pienso y más de las que me gustaría
 confesar, son muchos años yendo varias veces al año, con la familia en 
verano, con el colegio de excursión, de estudiante, de maleante..., como
 que sobra, no me queda otra, tampoco puedo ir a la contra de los 
dictados del corazón.
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