miércoles, 21 de junio de 2017

A SOLDATITOS


Participaba Iñigo González de Mendoza en el homenaje al General Álava delante de su tumba en el cementerio de Santa Isabel de Vitoria, todo él vestido de soldado de la época, con su casaca azul, su gorro tamaño tambor de detergente, su fusil con bayoneta al hombro, sus botas hasta la rodilla, cuando uno de sus compañeros le comentó.

-¿Y por qué limitarnos a los personajes de la Batalla de Vitoria? ¿Por qué no rendimos honores, no sé, a la viuda de Zumalacarregui, aprovechando que también está enterrada aquí?

Dicho y hecho, a la semana siguiente Iñigo y sus compañeros acudieron al cementerio de Santa Isabel vestidos de soldados del ejército de la primera carlista con su boina roja, casaca azul, pantalón encarnado, su fusil también con bayoneta, la bandera con la Cruz de Borgoña y unas cuartillas con la letra del Oriamendi para dar debido final al acto: "por Dios, por la patria y el Rey..." Entonces intervino otro del grupo.

-Muy bonito todo. Pero, no me parece bien que celebremos homenajes sólo a los de una determinada ideología. Aquí también está enterrado Xabier Landaburu, vicelehendakari del Gobierno Vasco en el exilio.

Y, dicho y hecho, a la semana siguiente Iñigo y sus colegas aparecieron junto a la tumba de Xabier Landaburu ataviados con los uniformes del Euzko Gudarostea, vamos, como los gudaris que lucharon durante la Guerra Civil contra las tropas de Mola. Sí, se cantó, faltaría más, el Euzko Gudariak. Entonces, al final del acto, intervino el propio Iñigo.

-¿Por qué limitarnos a este cementerio? ¿Por qué no homenajear también a mi antepasado Iñigo de Mendoza muerto durante la batalla de Badaia contra los Guevara?

Los compañeros de Iñigo se miraron unos a otros frunciendo el ceño, no acababan de entender con qué motivo había que homenajear a un líder banderizo del siglo XII. Pero bueno, la verdad es que ir de caballeros medievales molaba un rato, así que no pusieron ninguna pega.

Y de ese modo, Iñigo y sus amigos encontraron una afición con la que rellenar sus momentos de ocio hasta el final de sus días. Una afición que, dada su particular querencia por disfrazarse de soldados de todas las épocas, les libraba de la compañía de sus mujeres, hijos y demás molestos familiares, los que tenían familia, claro.

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