domingo, 18 de junio de 2017

AUNQUE TÚ ME HAS ECHADO EN EL ABANDONO.


Hoy no me he tomado mi mojito en la Bodeguita, ni mi daikiri en El Floridita.
Ando, sentado, con una cerveza Alhambra en la mano, será la tercera, y mucho me temo que se me ha puesto el cuerpo de habanera.


Yo tampoco tuve un tío comerciante en La Habana, ni había un piano en aquella casa en la que viví.
Pero sí me recorrí el Malecón de punta a punta, varias veces, y, créanme, son ocho kilómetros que dan para mucho con toda esa humedad sobre los hombros y la vida por todas partes.
Había preciosas casas coloniales que se caían a pedazos, yo diría que sufrían la pena del abandono; el estilo que las igualaba a todas era el descascarillado.


También las había por doquier en la Habana vieja y en el Vedado;
pero, ay amigo, las del Malecón eran otra cosa: aguanta tú varios siglos de salitre contra tus muros y no sé cuántos años de bloqueo.


Mucho más adelante estaba El Nacional donde nos alojábamos, casualidades del destino; creo que todavía padezco los coletazos de la resaca tras la borrachera que nos cogimos en el bar del hotel entre fotografías de astros de Hollywood y chascarrillos de célebres mafiosos italo-judeo-americanos.


La Habana era de una belleza melancólica y decadente que acababa acogotándote el alma; demasiadas señores mayores pidiendo fulás en la calle y jineteras lo mismo en una cama.


Yo casi me quedo con Santiago, donde todo me sonaba a son y me sabía ron.
Casa de la Trova y de Hernán Cortes, las negras más hermosas, esculturales, que he visto en mi vida -bueno, las de Senegal tampoco estaban nada mal- jineteaban una noche en la última planta de no recuerdo bien qué hotel, sacándoles a los turistas canadienses hasta el número de la seguridad social. Y también, también a uno de Zumaia que presumía de no meterla en todo el año hasta que llegaba el verano y se subía a un avión; digamos que se le caían los dólares de la billetera.


En Santiago los nativos presumían de tener sólo dos semáforos funcionando en toda la ciudad.



En realidad allí no funcionaba nada, sólo se resolvía, y luego pasaba una camioneta a rebosar de gente y, mira que ya fue mala pata, se quedaba justo parada delante de un cartel de la propaganda gubernamental que decía: "Nada ni nadie podrá parar la Revolución". 

Yo no pude evitar la carcajada y el sindicalista de CC.OO que me acompañó en aquel viaje por descarte casi me mete por el culo el poster que compró del Che Guevara.
Pero bueno, por lo demás todo muy bien, mucho ron y arroz congrí, también con pollo, mucha cerveza Hatuey también. 


En Matanzas estuvimos de un concierto en un estadio, supongo que de beisbol, no me pregunten ni de quién ni cómo; hubo tanta candela que mucho me temo yo que esa noche le dio sentido al nombre de la ciudad; tú ya sabes, asere..


Luego ya, después de mucha gozadera y alguna que otra historia más o menos chunga que no viene al caso, nos fuimos adonde varan todos los turistas que se lo han bebido todo, han bailado con casi todo el mundo y han discutido mil veces con desconocidos sobre Lenin, Martí y Fidel Castro; cuando yo era pequeño mi viejo cantaba una canción sobre estos señores los fines de semana que bajábamos en coche a su pueblo.


Y sí, yo de todo esto, y de mucho más que daría para un mes entero, me he acordado al mediodía mientras cortaba un tomate madurísimo, rojísimo, para la ensalada.


Soñaba que estaba en la Habana y en realidad era que sonaba en mi cabeza un tres cubano, unas maracas, un bongó, unas claves y una marímbula que me hacían mover el culo mientras preparaba la ensalada:

"Aunque tú me has echado en el abandono,
aunque tú has muerto todas mis ilusiones,
en vez de maldecirte con justo encono
y en mis sueños te colmo, 
y en mis sueños te colmo
de bendiciones.
..."

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