domingo, 17 de junio de 2018

CHUQUIAGO – Deriva de la Paz - MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ





“También lo hago con este libro de crónicas fragmentarias de lo vivido a lo largo de nueve viajes. No está todo ni mucho menos, pero me queda la duda de si esto que escribo es La Paz. No, no lo es, es mi ciudad vista y recorrida, por fuerza distinta a la que otros viven  y a la que otros visitan… y a ratos, solo a ratos. Hay otros días, otros momentos, que no han entrado en ese recorrido; por ejemplo, esos banales, de los que habla Lévy-Strauss al comienzo de sus Tristes Tópicos. A cada mirada, una ciudad, y viceversa. Si el viajero deja que le dicen lo que tiene que ver, en lugar de lo que puede ver por sí mismo, está perdido.”

CHUQUIAGO – Deriva de La Paz – Miguel Sánchez-Ostiz



Lo mejor de este CHUQUIAGO del veterano y reconocido escritor Miguel Sánchez-Ostiz es que no se trata de un libro de viajes, no al uso, sino más bien de eso que el autor califica de “patiperreo”, es decir de apuntes, impresiones, sucedidos incluso, que el autor va vertiendo al papel como resultado de recorrer, por lo general a pata, una ciudad en la en todo momento se reconoce de paso y por ello perplejo, expectante, perdido. Lo subrayo porque la mayoría de los libros de viaje nos tienen acostumbrados a algo muy diferente de lo que vamos a encontrar en Chuquiago. A decir verdad, la llamada literatura de viajes se suele asemejar, cuando no lo es descaradamente, a un reportaje turístico, por lo general y de propina con pujos literarios, en el que el autor, por lo general un campeón que se ha documentado previamente de todo acerca de su destino y además atesora un bagaje como viajero que da para mil y una comparanzas con el destino que tiene entre las teclas, suele sentar cátedra sobre lo que ve, esto es, aleccionando al lector sobre lo que es digno o no de verse, lo que no se puede perder en caso de decidirse a visitar el destino en cuestión. Hay en este tipo de autores una apenas disimulada mirada de explorador decimonónico a lo Richard Francis Burton o Henry Monton Stanley; luego ya, dependiendo de la suerte del lector, le puede tocar bregar con el texto de un hombre de la vasta cultura y sensibilidad hacia otras civilizaciones distintas a la suya como el primero, o todo lo contrario como en el caso del segundo.
En Chuquiago, por suerte, no hay intención alguna de sentar cátedra, vulgo abrumar con datos y sentencias acerca del destino visitado, por parte de su autor. Al contrario, Miguel Sánchez-Ostiz se cuida en todo momento en trasmitir al lector que su texto no pretende caer en todos los vicios del género antes citado, que lo suyo es otra cosa menos pretenciosa, más íntima, apenas una excusa como otra cualquiera para que un escritor de su talla tenga materia de sobra al objeto de poder así plasmar sus impresiones siempre personales, subjetivas, sobre todo literarias, y contar alguna que otra anécdota de acuerdo con su inconfundible estilo y que una vez ya sobre el papel forma parte de eso que llaman corpus literario de un autor. Dicho en plata, Chuquiago no va tanta de La Paz o Bolivia como de Miguel Sánchez-Ostiz en La Paz, Bolivia. Como ya he dicho, él mismo se encarga de recordárnoslo a lo largo del texto por si acaso, tras una y otra crónica de lo que ha visto o vivido, se nos ha olvidado y podemos caer en la tentación de pensar que es un reportero/explorador en el que nos habla de La Paz y no un literato de paso por la ciudad, y eso por muchas veces que la haya pisado y en diferentes ocasiones.

Bolivia no es para mí –eso al menos me digo- un cazadero de imágenes y reportajes humanitarios que a la postre resultan falsos porque no tienen como objeto la concienciación de nadie ni de nada, sino dar el pelotazo con el trofeo conseguido. Lo de tender puentes con el Otro, el dichoso Otro y la tragedia del ser humano, así en general, es un cuento chino. El Otro, si lo queremos ver está desde hace ya mucho tiempo en la puerta de nuestra casa, con su desdicha o desamparo para encontrarlo. Solo que ahí, tan cerca, resulta molesto. Lejos, no. Lejos es una atracción y nos sirve para conjurar la xenofobia, el racismo, el clasismo y todas las fobias que queramos… nos permite ejercer de solidarios, de generosos, de humanitarios, pero a ser posible con prensa y público.

 De modo que recomiendo abstenerse de la lectura de Chuquiago a los que buscan certezas documentales o consejos de viaje para visitar La Paz o Bolivia a modo de prescripción médica o casi. El principal atractivo de este libro no es tanto el destino en sí que lo protagoniza como la deriva de su autor por una ciudad, un país, que nos va presentando a través de su peculiar prisma narrativo, el cual si hay que caracterizarlo por algo es tanto por su ya acreditada riqueza expresiva, un tono que oscila de continuo entre lo burlón, divertido y sobre todo gozón y un pujo por procurar ser franco, sincero, acaso auténtico, en todo momento acerca de lo que ve y traslada al papel. Un dominio de la lengua, franqueza y bonhomía que son partes indisolubles del estilo de Miguel Sánchez-Ostiz, puede que también motivo del rechazo de aquellos que se ver reflejados, cuando no desnudados, en sus obras, porque no deja indiferente, no se anda con medias tintas si cree que tiene que denunciar al funcionario capullo o abusivo casi que por definición, la impostura del figurón de turno o los intentos de tomadura de pelo, cuando no estafas puras y duras, por parte de las legiones de pícaros que pueblan, no solo La Paz, sino cualquier rincón del globo terráqueo. Y no se trata de alardear de espíritu justiciero alguno, de ir de desfacedor de entuertos cuan un Quijote de ultramar. No, no va por ahí la cosa sino más bien todo lo contrario, el personaje que se pasea a sí mismo por las calles de La Paz es un viajero como lo seríamos cualquiera de nosotros, esto es, tan proclive al embeleso ante lo que ve como al enojo ante cualquier intento de fraude o tomadura de pelo. Sólo que Miguel Sánchez-Ostiz lo dice, lo recoge como una impresión más del “patiperreo”, no se lo calla para no afear el conjunto, para no desmerecer el viaje, y de ahí que todo lo que cuenta, como lo relacionado con el famoso soroche o el consumo de la hoja de coca, esto es, con el “acuquillar”, resulte tan auténtico como particular.  
Es el resultado de una escritura que emana sensibilidad, acaso lo contrario de la soberbia sabelotoda del reportero/explorador del que hablaba antes. Y si se nota en algo en este libro eso es en la continua celebración de la amistad. Porque este no es, no siempre, la mayoría de las veces no, un “patiperreo” a solas, sino más en compañía de amigos que el autor hizo en su momento en La Paz o que va haciendo. Sin lugar a dudas uno de los pilares del libro, la puesta escena de esos amigos, los cuales página tras página van dando, junto con el autor, en personajes del mismo. Personajes, los vivos con los que el autor se va de visita literaria a un cementerio como se va a probar un chicharrón con mucha llajua a la tasca de al lado, y otros ya pasados a mejor vida, en algunos casos casi que en el sentido más estricto del término dada la que llevaron sobre la tierra, como los escritores bolivianos o extranjeros, y a su vez y por sus actos también verdaderos personajes literarios, como Victor Hugo Viscarra, Jaime Saenz, Ciro Bayo y otros. Personas o personajes que al final ofician de puertas a través de las que acceder a aspectos o mundos tan diversos y a veces encontrados de la realidad paceña o boliviana y sin los que el relato daría en eso mismo, un mero “patiperreo”, y no, no es el caso.

De modo que este Chuquiago de Miguel Sánchez-Ostiz trasciende y con creces lo que se podría esperar de un libro adscrito al género de la literatura de viajes a la que estamos acostumbrados por obra y gracia de lo que a veces parece hecho más para industria turística que para el gozo literario tal cual, y sí en cambio de esa otra a la altura de El camino a Oxiana, del británico Robert Byron, Los trazos de la canción de Chatwin  e incluso cualquiera de los de Ryszard Kapuściński. Al fin al cabo, Miguel Sánchez-Ostiz nos habla de un territorio literario, porque eso es lo que servidor percibe antes que nada, otro territorio sobre el que fabular o simplemente levantar acta literaria. Un territorio que el autor ha hecho suyo tras muchos viajes, la forja de verdaderas y buenas amistades, que no siempre viene a ser lo mismo, y un verdadero zacuto de experiencias que exprimir o explicar en el papel. Pero, sobre todo, la lectura de Chuquiago te deja la impresión de que lo que de verdad has leído ha sido una verdadera, sesuda y muy amena declaración de amor a la ciudad que protagoniza el libro.

   “Es ya un poco tarde para preguntarme qué se me ha perdido en Bolivia. Son muchos viajes y calculo que día por día he pasado en ese país casi un año y medio de mi vida. Eso, de joven no tiene demasiada importancia, pero cuando vas de otoñada y el tiempo escasea y apremia, sí la tiene. ¿Por qué esa ciudad de la que ahora escribo y no otra? La mejor respuesta que encuentro es que La Paz me he sentido dichoso, y eso lo resume todo, me da igual lo que pasara, he sido dichoso, no puedo decir nada más y esto ya es mucho”

Txema Arinas
Oviedo, 10/05/2018

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