miércoles, 5 de diciembre de 2018

CARCAMAL



Me pasaba el día haciendo recados; frutería, carnicería, pescadería, pollería, donde fuera. Eso cuando no tenía que echar una mano en la peluquería para limpiar el lavacabezas o quitar rulos a las clientas cuando estaban a tope. También recorría medía ciudad llevando productos de la peluquería de mi viejo a la academia a cargo de mi madre. No me quedaba otra porque mis dos padres trabajaban. Era parte de mi rutina. Esa y la de cambiar de calle cada semana en búsqueda de una tienda en la que la maniática de mi madre no hubiera tenido un desencuentro con el tendero por un quítame ahí esos melocotones de piedra, esos filetes hormonados o la merluza a precio de angulas en Navidad. También me tocó echar más de un fin de semana en la viña cuando al viejo le dio por llevar una de su padre, o crear la suya de la nada, a modo de hobby de fin de semana o casi. Mejor no hablamos de la época de vendimia. Claro que me fastidiaba dedicar parte de mi tiempo para ayudar en casa. Pero, sabía que tenía que echar una mano. Así nos lo enseñaron nuestros padres desde pequeños; no te quiero ya decir nuestros abuelos a ellos, esto es, de cuando los hijos eran poco más que siervos de sus progenitores.

Pues bien, cada vez que le pedimos a nuestro hijo mayor que haga un recado porque urge y no se puede dejar para el día siguiente, él, que no tiene rutina alguna en eso de echar una mano en casa, que apenas se limita a otra cosa que ir al instituto, alguna actividad extraescolar y a ver pasar las horas pegado al móvil o a cualquier otro artilugio por el estilo, nos monta un drama con todo tipo de quejas y aspavientos. Algo así como si lo estuviéramos obligando a recorrer de noche San Petersburgo de un extremo a otro a veinte grados bajo cero y vestido con apenas un abrigo viejo y raído.

Y lo peor es que yo me indigno, vamos, que juro por todo lo alto, y es entonces cuando me convierto, a ojos de todos en esta casa, en una especie de ogro decimonónico al estilo de los que explotaban a tiernos infantes en las novelas de Dickens En efecto, mi señora y mis hijos me miran como si fuera un padre desalmado que pretende explotar a su hijo mayor obligándole a realizar actividades impropias de su edad como bajar a comprar leche al supermercado del barrio para que luego pueda él desayunar su taza de cola-cao al día siguiente antes de ir al instituto.

Así que siento que no tengo ninguna autoridad como padre, que todo aquello que me inculcaron sobre lo de ayudar en casa ya no vale para las nuevas generaciones. Pero, sobre todo me siento viejo, muy viejo, un verdadero carcamal, ya que no puedo evitar pensar que estamos criando pequeños monstruos que cuando crezcan lo harán convencidos de no tener responsabilidad alguna para con el resto de sus semejantes, que vivirán en la idea de que los demás están siempre a su servicio y ellos al revés ni por asomo; “¿por qué no lo haces tú?” Yo también discutía con mi padre porque creía me exigía demasiado; pero, ahora descubro que a mi hijo simplemente no le puedo exigir nada.

Con todo, también descubro que mi hijo no actúa como un mimado irresponsable porque esa sea su naturaleza, sino más bien porque es así como lo hemos educado por pura inercia de las costumbres. Ahora no necesitamos tanto de ellos porque todo es más fácil y accesible. Por eso, cuando surge un contratiempo y necesitamos de su ayuda simplemente no están acostumbrados y reaccionan como majaderos que han olvidado que son parte de una familia y no simples huéspedes en un hotel de lujo. Y no lo hace porque en realidad es un niño inteligente y de buen corazón al que le basta con leer estas mismas líneas que he escrito para darse cuenta de que, en efecto, se ha comportado como un capullo mimado. Así que me ha prometido que no lo volverá a hacer. Yo sé que no es verdad; pero, qué coño, tal como están ahora las cosas, me vale y sobra.

Txema Arinas
Oviedo, 30/11/2018

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