jueves, 23 de diciembre de 2021

CUENTO APÓCRIFO DE NAVIDAD

 

 

      Supongo que es un sueño porque son vísperas de Navidad y me encuentro en Txago junto a la cama de mi padre; mañana a lo más tardar le darán el alta y a mí me tocará ir a hacer las últimas compras para la cena y la comida del día siguiente. Entretanto la ETB2 echa uno de esos empalagosos programas navideños en los que unos dicharacheros cocineros metidos a presentadores de televisión recorren pueblos de EH preguntando a la peña cómo celebran estas fiestas. Como yo ya sabía que uno de esos pueblos era el de mi viejo, he puesto el programa a propósito para tener un tema de conversación con él que no tenga que ver con las negruras de su enfermedad y lo que la rodea en ese lugar tan tétrico donde nos encontramos llamado hospital. No reconoce a los paisanos que aparecen en el programa porque son mucho más jóvenes que él y eso hace que decrezca su interés por el programa. Sólo parece recuperarlo cuando uno de los entrevistados cuenta que el plato típico de la noche de Navidad solía ser el bacalao. En ese preciso momento recupera su interés y sobre todo sus ganas de epatar tirando de la sorna que le era tan característica.

-Eso sería en las casas de los pobres. En la nuestra se cenaba besugo todas las navidades.

 A partir de ese momento comienza a desgranar una por una las excelencias gastronómicas a las que los tenía acostumbrado su abuela materna, la orduñesa, por estas fechas, una cocinera excepcional según él y de la que guarda el mejor recuerdo. Todo ello a diferencia de esa otra del pueblo, la de los Amurrio, que decía él, dado que, otra vez según él, que es como decir de acuerdo con su memoria completamente selectiva y prejuiciada, es más que probable que muriera sin acordarse de que tenía un nieto llamado Jesús porque cuando él y su hermano pequeño eran chavales y subían hasta la casa de la Calle Mayor donde vivía para hacerle una visita, ella siempre estaba ocupada charlando con las amigas y solía mandar a sus nietos a tomar viento fresco para que no la molestaran. En fin, las manías de cada cual, como que vuelve a aprovechar el recuerdo de las dotes culinarias de su abuela materna para contrastarlas con las de la hija de ésta: “tu abuela nunca le puso amor a la cocina, lo justo para cumplir y poco más, nada que ver con su madre; si había que preparar algo especial de eso ya se encargaba tu abuelo que era un glotón.”  En cualquier caso, la conversación acaba derivando hacia las viandas del día siguiente, de lo que falta por comprar, “¿este año también habrá ostras?, solo las comemos por Navidad y además solo nos gusta a los hombres de la casa”, “sí, ¿por qué será…?”, y, sobre todo, de cómo vamos a preparar este año tal o cual plato, si toca innovar o perpetuarse.

   Entonces, de repente, cambio de escenario como si estuviera de verdad en el famoso cuento de Dickens y pasará de un fantasma a otro. Faltan apenas unas horas para la cena de Nochebuena y estoy tomando unos vinos calientes con la cuadrilla antes de ir a casa de mis padres. Nos apetece una mierda, al menos a mí y supongo que también a otros, pero el G se empeña en que nos acerquemos hasta el batzoki de la Avenida Estibalitz para tomar un pote por el morro, se supone que no precisamente a cuenta de su bolsillo, digamos que él nunca fue de los primeros en sacar la cartera bajo ninguna situación, sino a cuenta de sus correligionarios de partido. Aceptamos para no joder el espíritu navideño que nos embarga, y también, faltaría más, porque, aunque el vino caliente que reparten en los bares de Vitoria en un día como hoy es gratis, la verdad es que empalaga tanto como todas las navidades juntas y comprimidas en un solo vaso. Ya en el batzoki el G está pletórico porque está rodeado de los suyos. De hecho, está gastando una simpatía y amabilidad que choca y mucho con ese otro personaje intolerante, broncas y faltón que acababa mal disponiéndolo con casi todo el mundo y le solía granjear más de un disgusto. Es el momento de reconocer que no todo con él fueron siempre malos rollos, que también hubo buenos momentos, sobre todo de muchas risas y alguna que otra conversación interesante a pesar de toda la bazofia con la que había amueblado su cabeza. Creo que, siquiera por estas fechas, se impone rescatar los buenos momentos  ahora que no está entre nosotros, que no volverá a estarlo nunca. Yo, aunque a algunos le cueste creerlo, sigo conmocionado desde que supe la noticia, por las circunstancias, por todo.

 Por suerte no me toca bregar con un tercer fantasma dado que esto no es un sueño sino los recuerdos que acostumbro a evocar desde hace años en los días previos a las navidades en casa de mi suegra, donde sé que no voy a encontrar nada que me haga recordar las de mi casa, siquiera ya solo en lo gastronómico tanto porque ella es de origen catalana y por ello fiel a la costumbre de cenar en Nochebuena canelones rellenos de carne, o de verdura para los vegatas de la familia, y el marisco ni se ve de lejos porque el hijo pródigo sufre una alergia que hace que se ponga de todos los colores al menor contacto con un crustáceo. En fin, otra gente, otras costumbres, otros modos. Yo, por eso, soy de la opinión de que las navidades son ante todo la constancia, siquiera ya solo el recuerdo, de esas dos caras de la moneda entre las que fluctúa la vida, una en la forma de la ilusión sin límites, la felicidad dopada de los niños, y otra en la de la amarga melancolía de lo que fueron, aguzada por el recuerdo doloroso de los que ya no están con nosotros, para los mayores.

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