domingo, 17 de febrero de 2013

EL HORROR DETRÁS DE LO COTIDIANO





Parece ser que la noticia del envenenador del barrio de Cimavilla en Gijón, el pinche de cocina que repartía por los perolos del restaurante El Lavaderu una sustancia que los médicos recetan a los alcohólicos que se comprometen a consumirla a sabiendas de que si luego prueban una gota de alcohol padecerán todo tipo de trastornos, ha trascendido más allá de local. Ayer en la cena en casa de los amiguitos nos preguntaban por el restaurante de marras, uno de los más concurridos de la ciudad asturiana y el mejor situado en la plazoleta que hay junto a la antigua Tabacalera, un lugar de chigres y terrazas que a mí se me antoja especialmente coqueto, como por general todo el barrio de Cimavilla. Y sí, les dijimos, estuvimos hace tiempo allí con unos amigos comiendo un menú, probablemente el peor que hayamos comido en muchísimo tiempo y mira que hemos estado en cada garita... Pero bueno, lo de aquel día fue de impresión, y como muestra valga de muestra la foto que le sacó cierta ciudadana francesa con vocación de reportera a la sopa que nos sirvieron, si hay alguien al que una cosa así le puede parecer apetecible que lo diga, todavía está a tiempo de ponerse bajo atención médica. Y mejor no hablar de lo que vino después, en especial de unas vieras rellenas cuya besamel no era muy diferente de un mojón de mierda.

Pero bueno, pejigueras, de señoritos o casi,  que a ver qué es eso de comer siempre fuera de casa ¿no hay crisis? El caso es que nos llamó la atención y mucho que estando bien situado como está el Lavaderu, la comida fuera tan deplorable. Ahora bien, no recuerdo más mareos o vómitos que los de cualquier otro viernes a la noche tras el trasiego habitual de brebajes alcohólicos. A decir verdad, estoy convencido de que la sopa de marras tenía que haber sido tóxica por sí misma, con o sin cianamina cálcica. La cosa sería de broma si no hubiera un muerto de por medio y gente que ha estado en un tris de estarlo, que ha tenido que ingresar varias veces en el hospital porque la sustancia de marras cuando se consume de seguido puede provocar resultar letal.

Luego ya vienen los testimonios de los afectados acerca del presunto asesino y también de los clientes habituales. Entonces te enteras de que todos hablaban maravillas del presunto asesino, que nunca nadie había tenido problemas con él, que era una buena persona que hasta colaboraba con Cáritas. Pues lo sería, eso y vete a saber qué más, aparte, claro está, de inculpado en catorce homicidios. Sería un disimulador excepcional que rumiaba en secreto su odio hacia sus compañeros, un fanático inconsciente del Quimicefa, vete a saber si hasta un émulo del Ferrán Adrián no especialmente acertado, y por supuesto que tampoco hay que descartar la posibilidad de un psicópata de libro, alguien que hiciera lo que ha hecho por el mero placer de ver sufrir a los que tenía al lado, anda que no hay sueltos pocos ni nada, para empezar la mayoría de las suegras.

El caso es que el asunto, y falta de más detalles, es terreno abonado para la confabulación, y en especial para escritores de la cosa negra. Sólo hay que echarle la imaginación justa para empezar a fabular con lo que pudo ocurrir en el interior del Lavaderu. Tenemos un personaje que como poco algunos lo tachan de estrafalario, esto es, ideal para imaginar un tipo que de puertas para afuera era todo sonrisas y buenos gestos, pero, que al mismo tiempo podía albergar en su interior vete a saber qué resquemores de un pasado turbio de necesidad, cuentas pendientes que sólo existían en su imaginación. A saber, mira que no hay poca gente ni nada a tu alrededor que te pone buena cara a diario pero que luego, en lo más hondo de su intimidad, te odia en secreto. ¿El motivo? Pues, la verdad, tantos como uno se pueda imaginar: eso que dijiste sin ninguna mala intención por tu parte pero que el otro se lo tomo como algo personal, ese día que llegaste medio dormido y se te olvidó responder a su saludo, el último trozo de pixín que te quedaba en el plato y que él pensaba que era para él... Cualquier cosa puede ser motivo de fricción por parte de otros, en especial cuando el trato suele ser más bien de poco tiempo o de simple roce en el trabajo, el colegio, el ascensor... Y en el caso que nos ocupa, y con los datos que hoy venían en EL PAÍS, toda una página dedicada, pues todavía más material para fabular a cuenta de cosas como la relación no definida que tenía con una compañera, el mangoneo que se traes entre manos con los proveedores y la enganchada con el propietario porque no cuadraban las cuentas, que se supone que los motivos del despido vendrían de antiguo, que lo de aquel día sólo fue el desenlace de un largo desencuentro. Pues eso, roces entre fogones, pasiones desatadas entre pinches y camareros, trapicheo con los repartidores y pequeños hurtos diarios, todo un mundo que explorar para un fabulador de historias con el inevitable balance trágico de un muerto por envenenamiento. La trama policiaca, sin embargo, no da para mucho, ya sabemos el final, el culpable. Lo verdaderamente interesante es imaginar qué se cocía no tanto en los fogones como en las cabezas de los personajes de esta historia. El escenario me apasiona por lo que tiene de extraordinario en medio de lo cotidiano de un local que de cara al público todo eran risas y culines, y, sobre todo, por lo corriente de sus personajes, gente en apariencia normal como cualquiera de nosotros, gente de la que no te esperarías demasiadas sorpresas del tipo de descubrir entre ellos a un Anibal Lecter en la figura del presunto asesino, una ninfómana insaciable en la de la camarera de acento sureño que nos atendió o un sicario de la camorra gijonesa, de existir, si no ya me la invento, en la del repartidor de sidras Toñín, el mejor Culín. 

Pues eso, la irresistible imaginación de lo fantástico, criminal o simplemente grotesco detrás de lo cotidiano, algo así como lo que contábamos anoche en la cena de amigos acerca de un antiguo miembro de la cuadrilla que  tras acariciar los órganos sexuales de su chihuahua detrás del mostrador del kiosko de su madre no dudaba en servirles chuches a los niños con la misma mano. Las consortes no se lo creían, que si exagerábamos, qué cómo..., pues mira, maja, a ver si te crees que le llamábamos Murdoch o El Loco porque le tocó el mote en la rifa. Pues eso, todo el horror del mundo tras el mostrador, quiero decir, tras las cuatro paredes de cualquier establecimiento ordinario, y no digamos ya en el interior de una fuente sopera.


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