martes, 12 de febrero de 2013

NEVADA











Ha caído una nevada de mil pares y unos cuantos millones de copos en mi ciudad y servidor no ha podido resistirse a la visión de las diversas galerías de fotos que han ido dejando a lo largo del día sus paisanos. Para mí son de una belleza realmente emotiva, ya que no inusual, porque precisamente por eso, por ser la estampa de la ciudad nevada una de las más arraigadas en la mi memoria personal, casi que no puedo evitar cierto respingo nostálgico. Y mira que no escribo nada nuevo, que repito esta entrada dedicada a la nieve cada año. Pero, qué se la va hacer, yo elijo lo que escribo y pocas me gustan más que hacerlo de mis recuerdos, ya se sabe que a toro pasado todos resulta de un gozoso entrañable que espanta, anda que no es poco selectiva la memoria de nada, por no decir indulgente. 

De ese modo, ahora toca hablar de ese repentino estado de sitio en el que queda sumida la ciudad inmediatamente después de la gran nevada, el esplendor níveo que te rodea por todas partes como si de repente te hubieran traslado, no ya a un paisaje polar o de tundra, sino incluso al mismísimo cielo tal y como suele ser representado habitualmente por más de un caricato del papel o el celuloide. Todo tu entorno cotidiano aparece inmovilizado bajo la nieve. Las calles se vuelven impracticable, los coches circulan a ralentí, más de uno patina casi que hacia la oficina de seguros de su dueño, y los peatones tampoco se quedan mancos, gente aparentemente normal, de los que no darían la nota así les subiera por la coronilla una marabunta de hormigas rojas carnívoras, se pone hacer patinaje artístico improvisado o a tirarse de cabeza sobre la nieve de los jardines en plan "hoy no llego al curro, vuelvo a ser un niño, a ver esas bolas..." Por no hablar de la indumentaria que de repente algunos parecen haber rescatado directamente del armario donde guardaron el disfraz de esquimal de los carnavales de hace un par años, gente excesivamente precavida o timorata que te aparece en el ascensor de casa cubierta con un gorro ruso y unas raquetas por lo que pudiera suceder desde el portal hasta su lugar de trabajo, eso cuando no te das de bruces con un vecino embutido en el chubasquero para la nieve último modelo debidamente testado antes en una oficina de la NASA o similares ; ni qué decir que estos días los del Decathlon se forran, cualquiera diría que la nieve la provocan ellos. Ahora bien, para personajes de estos días las ancianas, suelen ser mujeres en su inmensa mayoría, que ya se con una capa de nieve de medio metro u otra de hielo, aprovechan para salir a comprar el pan en bata de andar de casa y zapatillas otro tanto; no tienen precio, de no ser el que le cuesta luego a la Seguridad Social en prótesis para caderas; este año con los recortes y la privatizaciones puede que ya no se vean tantas. 

Con todo, rememorar los días de nieve en una de las ciudades donde su climatología extrema, Siberia-Gasteiz que le decimos, acostumbra a regalarte al año dos o tres días de entumecimiento generalizado, es sinónimo inequívoco de recuerdos infantiles. Una infancia en la que además las nevadas solían ser más copiosas y sus efectos podían demorarse durante varias semanas o más. Para un niño no podía haber nada mejor. Para empezar muchos no podían acudir al colegio, prácticamente todos los que vivían a las afueras y en el entorno rural, para ellos la nieve era lo mismo que unas vacaciones improvisadas, todo el santo día a retozar por la nieve por los alrededores del pueblo, a tirarse en trineo por las laderas o hacer muñecos de nieve de varios metros. Para los que vivíamos en la ciudad la cosa ya estaba más chunga, como tenías el colegio a un par de manzanas o casi tocaba hacer expedición a lo Amundsen, si bien con muchos menos medios, todo lo más la chamarra de siempre, unas botas de esas que te llevaba media hora atarte los cordones, los guantes, el gorro y la bufanda. Luego a deslizarse desde el portal de casa hasta el colegio, trayecto que entonces te costaba el doble de lo habitual, y puede que hasta más, entre lo que te costaba sortear los peatones que se apelotonaban bajo las cornisas donde o no había tanta nieve acumulada o ya se habían encargado de quitar la nieve los porteros y los dueños de los comercios, el tiempo que dedicabas a hacer la almondiguilla sobre la nieve, el que se te iba en preparar las bolas de nieve para arrojar al primer conocido del cole que se cruzara por el camino, y, por lo general, la lucha contra los elementos en forma de ventisca que te golpeaba de lleno en los ojos, la única parte del rostro sin cubrir, o resbalones al cruzar la carretera que los coches habían convertido ya en una pista de patinaje. Eso por la mañana y a la salida del cole, que en el recreo ya se encargaban los hijoputas de los curas de privarte del plácer de jugar con la nieve en el patio para que luego no les pusieras perdido de aguanieve  el interior del colegio. A la salida, que entonces solía ser por la tarde, aquello ya era el despelote, como que solíamos salir en tromba para ponernos a hacer bolas de nieve como posesos, si bien el verdadero atractivo del asunto era correr lo más rápido posible para pillar a las alumnas del colegio del monjas de la Presen a la salida; la cascada de bolas de nieve de la que eran objeto por nuestra parte era digna de los manuales de táctica, no ya militar, sino yo diría que amatoria, vamos, que las cubríamos a bolazos sin otra intención que demostrarles lo mucho que nos sentíamos atraídos por sus encantos femeninos. Pero, como no todo iba a ser romanticismo a tan tierna edad, al poco de dejar constancias a las féminas de la Presen de nuestro acendrado cariño hacia ellas, y siempre sustrayéndonos de nuestras obligaciones extraescolares o simplemente domésticas con la excusa de la nieve, la alegre y aterida muchachada acudía presta al campo de batalla en forma de parque público o campa en mitad de la nada -solar que le dicen por otros pagos- a batirse el cobre a bolazos con las hordas de otros colegios. Entonces sí, entonces había que demostrar las habilidades castrenses de cada cual y, por lo tanto, se imponían las estrategias del tipo ocultar piedras entre la nieve de las bolas o amasar bolas gigantes entre varios para arrojarla entre todos sobre la cabeza de algún rezagado del equipo o ejército contrario que una vez ya derribado era sometido a la correspondiente lapidación nívea: una gozada.

Pero ya digo, eso apenas duraba una semana, en seguida venía el deshielo y con ello la consecuente depresión infantil. La nieve antes resplandeciente y aparentemente eterna empezaba a batirse en retirada para convertirse primero en aguanieve y luego en montículos aislados de una cosa gris y sucia que sólo estorbaba a la par que recordaba lo efímero de la alegría de los primeros días de nieve. Y no quiero decir que la imagen de la nieve derretida, gris, sucia y arrinconada me recuerde, así como el que no quiere la cosa, esa otra del país que de un día para otro pasa del paisaje de la nieve inmaculada al de la mugre de ésta porque ni era eterna ni tan blanca como se pensaba. No quiero porque eso ya es otra cosa, forzar demasiado la cosa ésta de las imágenes cogidas con pinzas. Yo sólo quería hablar de la nieve aprovechando las fotos que ilustran esta entrada y que he robado descaradamente del portal informativo www.hirinet.net ; vamos, como todos los años, que tampoco es que uno vaya de original por la vida ni nada parecido.

*música de fondo: Keith Jarrett The Köln Concert

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