Publicada en 1994, la novela “Salón de belleza”, del peruano-mexicano Mario Bellatin, deja la mayor parte de la historia a la imaginación del lector, como nos recuerda @TxemaArinas: https://letralia.com/lecturas/2021/05/05/salon-de-belleza-de-mario-bellatin/?fbclid=IwAR2d8mdqWdj1K2ZpyZRDK8ADvpu1kH73pLSLZFCxrLoJvEO7VBtYCIlNKhU
Mario BellatinNovelaAlfaguaraMadrid (España), 2016(Primera edición: Jaime Campodónico Editor, Lima, 1994)ISBN: 978842043144496 páginas
Algunas veces, muchachos jóvenes y vigorosos tocaron las puertas. Aseguraban que estaban enfermos, e incluso algunos llevaban consigo los resultados de los análisis que lo certificaban. Viéndoles en aquellas condiciones, era fácil imaginárselos realizando trabajos pesados. Nadie podría pensar que la muerte ya los había elegido. Pero aunque sus cuerpos parecían intactos, sus mentes daban la impresión de haber aceptado ya la pronta desaparición. Querían a toda costa ser huéspedes del Moridero. Se ofrecían, incluso, para ayudarme en la regencia. Yo tenía que sacar entonces la misma fuerza mostrada delante de las mujeres que pedían hospedaje y decirles que regresaran meses después. Que no volvieran a tocar puertas sino hasta cuando sus cuerpos fueran irreconocibles. Con los achaques y la enfermedad desarrollada.
Salón de belleza, de Mario Bellatin
Durante los primeros meses de la pandemia de Covid-19 a partir de marzo del año pasado, 2020, el que subscribe estas líneas emprendió la (re)lectura de los libros más representativos de lo que podíamos llamar literatura de pandemias o epidemias a secas. Se trataba de cuatro obras conspicuas de la literatura universal de muy diferente índole: La peste (1947), de Albert Camus; Ensayo sobre la ceguera (1988), de José Saramago; Diario del año de la peste (1722), de Daniel Dafoe, y Los novios (1827), de Alessandro Manzoni. Como acabo de decir, en el artículo trababa de cuatro libros muy diferentes entre sí y separados cronológicamente. De ese modo, el más antiguo de los cuatro, Diario del año de la peste, seguido de Los novios, escritas en el siglo XVIII y XIX, respectivamente, son antes que nada la crónica de los hechos presenciados, como es el caso de Dafoe con la peste que afectó al Londres de su época, o documentados, como es el libro de Manzoni que recrea la epidemia ocurrida en Milán en 1630, casi cien años antes de la redacción de su novela, lugares donde la peste arrasó con todo lo que pudo. Con todo, ambos autores no se limitan a trasladar los datos de la peste o a recoger los testimonios de testigos o protagonistas, sino que además aprovechan la ocasión para reflexionar acerca del comportamiento, e incluso la responsabilidad, de los seres humanos frente a la desgracia que los atenaza, si bien es cierto que más en el caso de Dafoe desde un punto de vista moralista cristiano que en el de Manzoni, el cual, además, sólo dedica al tema dos capítulos, XXXIII y XXXIV, de su libro. Sin embargo, por lo que respecta a los otros dos libros escritos a lo largo del pasado siglo XX, nos encontramos con dos obras de verdadera ficción, y ello a pesar de que Camus se inspirara para La peste en una epidemia real de cólera, puede que varias, que había sucedido muchos años antes del período en el que él sitúa la suya. En el caso de Ensayo para la ceguera, de Saramago, sin embargo, se trata de una entelequia de principio a fin en la que el autor imagina una epidemia que vuelve ciegas a las personas, esto es, primero físicamente y luego mentalmente, por lo que la carga alegórica es más que evidente desde el primer momento o, dicho de otra manera, sabemos que el autor nos va a meter con calzador sus lecciones ontológicas sobre el ser humano nos guste o no, pues no va de otra cosa, y así ha ido siempre la literatura del escritor portugués. En cualquier caso, del resultado de esas (re)lecturas, y en concreto de las tres primeras con el fin de sistematizar y no alargar demasiado el texto —la parte dedicada a los estragos de la peste en Milán de la obra de Manzoni es tan breve como intensa pero, al mismo tiempo, tan similar a la de Dafoe, tanto cronológica como estilísticamente, como para tener que decidir por una de las dos—, escribí “Literatura para una pandemia: Defoe, Camus y Saramago”, un artículo o breve ensayo en el que comparaba las tres obras desde la perspectiva de la pandemia de Covid-19 que padecíamos en aquel momento y seguimos padeciendo. Un largo artículo, en todo caso, que fue publicado en Papeles de la pandemia (2020), una recopilación de 78 textos de diferentes autores que la revista literaria Letralia publicó en su vigesimocuarto aniversario en un intento por hacer una fotografía escrita del momento histórico que estábamos viviendo. Se trata de un documento en forma de libro recopilatorio que está disponible para su lectura en la página de la revista.
La literatura tiene una dimensión intelectual que va más allá de la mera aportación de información o la simple constatación de la realidad que el autor tiene delante de sus ojos o aquella que se imagina.
Sea como fuere, la (re)lectura de aquellas cuatro grandes obras de la literatura universal, algunas leídas no una sino dos e incluso tres veces, como fue el caso de La peste, de Camus, fue tan esclarecedora de las diversas maneras a través de las cuales un autor se puede enfrentar al hecho epidémico, esto es, los diferentes enfoques no sólo literarios, sino también filosóficos que podemos encontrar en esos cuatro libros, como fatigosa, y a ratos hasta estremecedora, por lo que tenía de cotejar a diario lo que uno iba (re)descubriendo en aquellas líneas con la tragedia que ocurría en la vida real a poco que asomara la cabeza fuera, es decir, tanto a nuestro entorno más inmediato como a los medios que nos informaban de la calamidad que se ha llevado por delante miles de vidas humanas y destrozado la economía, y con ella el presente y futuro, de millones de personas en todo el mundo. De ese modo, decidí alejarme durante un tiempo de este tipo de literatura con el único fin de recuperar ese espacio íntimo e intelectual que acostumbro a dedicar a la lectura, siquiera ya sólo a la literatura como mera actividad placentera. Aunque, por supuesto, he seguido leyendo a diario todo lo referente a la pandemia de Covid-19 con el fin de mantenerme convenientemente informado, así como casi toda la historiografía a mi alcance relacionada con la pandemia de la gripe de principios del siglo XX con el único fin de seguir ahondando en los paralelismos o no entre ambas pandemias.
Sé que así escrito puede parecer una contradicción afirmar que uno intenta alejarse de la pandemia, siquiera durante el tiempo que dedica a la lectura, y sin embargo seguir leyendo la prensa a diario e incluso libros de historia sobre el tema; pero no, no la hay desde el momento en que considero esto último casi una obligación, ya sea para estar al tanto de lo que ocurre a mi alrededor como para intentar ampliar el campo de conocimiento sobre el tema con el único fin de obtener elementos comparativos. De lo que de verdad he procurado alejarme durante muchos meses ha sido de la literatura que me hablaba de lo mismo que me hablaban las cuatro grandes obras antes citadas, de los rigores de las epidemias de peste, cólera, viruela, de cualquier tipo y, sobre todo, no sólo de sus consecuencias directas, la muerte de miles de seres humanos con sus respectivos dramas en torno al vacío que dejaban, sino también de esas otras consecuencias que derivaban de las primeras, en concreto de cómo enfrentan los seres humanos este tipo de desgracias revelando tanto lo mejor como lo peor de sí mismos. Lo he hecho porque en literatura los fríos datos sobre contagios, muertes, vacunas e incluso protestas o motines como consecuencia de las restricciones tomadas por las autoridades para intentar atajar los estragos de la pandemia, son lo de menos. La literatura tiene una dimensión intelectual que va más allá de la mera aportación de información o la simple constatación de la realidad que el autor tiene delante de sus ojos o aquella que se imagina. La literatura es el terreno de todo lo posible y por lo tanto el terreno minado en el que el lector se enfrenta en toda su intensidad a las preguntas que el autor le plantea directa o indirectamente. La literatura es tramposa y por eso embauca al lector con la historia que tiene delante, obligándole a adentrarse en una realidad donde no hay lugar para la distancia que todavía se puede mantener con el periódico o en la no-ficción. La literatura son emociones, sentimientos, arrobamientos, enfados, perplejidades o, lo que es lo mismo, estados de ánimo provocados por la inmersión del lector en la historia que, a poco que sea hábil el libro que tiene entre manos, le obligaran a cuestionarse multitud de cosas que ocurren en esa historia de la que ya es parte lo quiera o no. Así pues, de la literatura, al menos de la de verdad, no de la que se vende como tal, aunque luego sea otra cosa, nunca se sale indemne.
Ese ha sido, por supuesto, el caso de los cuatro libros citados al comienzo. Empero, también lo ha sido del libro cuyo título encabeza este texto: Salón de belleza (1994), de Mario Bellatin. Un libro que llegó a mis manos un año después de la lectura de esos otros cuatro ya mencionados hasta la saciedad, digamos que siguiendo la estela literaria del escritor peruano-mexicano Mario Bellatin, autor de una extensa obra, más de cuarenta títulos, entre la que destacan tanto la novela que nos ocupa como Mujeres de sal (1986), Canon perpetuo (1993) Damas chinas (1995), Perros héroes (2003), Gallinas de madera (2013) o El palacio (2020). Con todo, Salón de belleza parece ser la novela más celebrada de su autor hasta la fecha según una selección de los cien mejores libros en lengua castellana publicados en los últimos veinticinco años que elaboró en 2007 un grupo selecto de ochenta y un escritores y críticos latinoamericanos y españoles, el cual la colocó en el puesto decimonoveno de dicha lista.
La novela, narrada en primera persona, nos cuenta la historia de cómo el salón de belleza del protagonista se convierte paulatinamente en un asilo para las víctimas de una ignota enfermedad. Así pues, el exitoso salón de belleza en el que el protagonista y sus dos empleados atienden de día a una selecta clientela femenina se convertirá a las noches en un verdadero moridero para los enfermos de la epidemia que asola la ciudad, pues sólo hospedará moribundos a los que no pueden curar, pero sí consolar hasta el desenlace fatal. Entretanto, nuestro protagonista y sus empleados acostumbran a vestirse de mujeres para salir a la búsqueda de hombres con los que mantener relaciones sexuales en las principales avenidas de la ciudad. Al mismo tiempo, el narrador nos contará su pasión por la crianza de peces de acuario: guppys reales, carpas doradas, monjitas, escalares, ajolotes y hasta pirañas amazónicas, los cuales, paradójica y sobre todo muy simbólicamente, gozan de los cuidados que los enfermos carecen más allá de la compañía de sus anfitriones. De ese modo, el autor establece un evidente paralelismo entre la afición por los peces del protagonista y la enfermedad de sus huéspedes, en el que es inevitable preguntarse por la intrascendencia consustancial de la belleza, la fugacidad inconsciente de la vida, la crueldad aleatoria de la enfermedad o la monstruosa y a la vez inevitable certeza de la muerte.
Todas, absolutamente todas las actitudes o situaciones de los personajes que aparecen a lo largo de las noventa y una páginas de Salón de belleza, de Mario Bellatin, resultan de una extraordinaria actualidad.
En Salón de belleza encontramos las dos características más notorias del muy peculiar estilo de Mario Bellatin. Por un lado, y acaso como resultado de su preparación como guionista de cine, su empeño en atrapar la realidad en un pequeño espacio de tiempo indeterminado. Por el otro, una escritura muy concisa, directa, desprovista de datos biográficos que considera innecesarios para que los protagonistas brillen por sí mismos, es decir, nada más que por sus actos y reflexiones. Una escritura compuesta en su gran mayoría por pequeños fragmentos que ofrece los datos imprescindibles para ubicar al lector en la historia, que deja todo lo demás a la imaginación de éste o, dicho de otra manera, que juega de continuo con la indefinición del espacio y el tiempo para que el lector se atenga en todo momento a lo que se narra entre líneas, evitando caer en la tentación innata del lector a encontrar una referencia geográfica o histórica. Se trata, pues, de un estilo en el que Bellatin mezcla todo el rato el realismo con el surrealismo, el drama insoportable de determinadas escenas con situaciones que rozan lo cómico, la belleza inopinada de ciertos momentos con lo sórdido de la calamidad que envuelve el conjunto de la historia.
Salón de belleza, de Mario Bellatin, es una pequeña joya con potencial de clásico de nuestras letras que sigue la estela de otras grandes obras de la literatura universal como La metamorfosis, de Franz Kafka. Sin embargo, recordemos que no la traigo a colación por sí misma, sino por lo que ha tenido de revelación para mí como lectura durante la pandemia. Un verdadero y fortuito descubrimiento que me remitía de continuo a la tragedia que estamos viviendo con el Covid-19. De hecho, y al contrario de La peste, de Camus, o Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, novelas que se inspiran en epidemias reales o imaginarias como alegorías sobre la condición humana o la sociedad, la alegoría que Mario Bellatin construye en su Salón de belleza, siendo como parece ser una mera excusa para hablarnos de temas tan elevados como los más arriba citados, la belleza, la enfermedad, la vida, la muerte, parecía estar hablándome todo el rato de la pandemia del Covid-19. ¿Por qué? Pues, ni más ni menos que por el maravilloso poder evocador de la literatura, ese que hace que una pequeña novela de poco más de noventa páginas, escrita hace ya casi tres décadas, cuando nadie podía imaginarse lo que iba a pasar en 2020, al menos no tal y como se han desarrollado los acontecimientos por mucho que ahora surjan por doquier agoreros que aseguran muy ufanos que ya lo habían avisado, te esté, no sólo recordando en cada párrafo todo lo vivido y oído a causa de la maldita pandemia, sino también, y muy en especial, cuáles son las diferentes respuestas que la condición humana da a según qué situaciones extremas como consecuencia de una enfermedad que pone contra las cuerdas no sólo la vida de sus víctimas, sino también a las personas que las rodean e incluso las evitan. Todas, absolutamente todas las actitudes o situaciones de los personajes que aparecen a lo largo de las noventa y una páginas de Salón de belleza, de Mario Bellatin, resultan de una extraordinaria actualidad a la vista de lo que hemos vivido o estamos viviendo como consecuencia de la pandemia de marras. Tampoco podía ser de otra manera, claro está, pues, cuando despojas de todo lo accesorio, sobre todo temporal y local, a una historia en la que la enfermedad y la muerte son los dos ingredientes principales, todo lo demás adquiere una crudeza estremecedoramente universal.
No sé de dónde saqué fuerza para ir, hace poco, a la tienda de peces. Recordé con qué despreocupación solía perderme entre los acuarios, buscando los peces más coloridos, más vivaces, más majestuosos. Pero esta vez sentí remordimiento por encontrarme rodeado de una naturaleza tan llena de vida. Por eso me dirigí nuevamente hacia la pecera de las monjitas. Se trataba del único espacio carente de dolor en aquel lugar.
Salón de belleza, de Mario Bellatin
No hay comentarios:
Publicar un comentario