sábado, 2 de abril de 2022

MAGREDO CONTRA EL CROMOSOMA Y

 Relato para la revista EL SAYÓN: https://www.elsayon.com/magredo-contra-el-cromosoma/

Esa mañana el inspector Iñaki Magredo había procurado llegar una hora antes que sus subordinados, los subinspectores Maider Fernández y Pablo Gómez de Segura, a la unidad de homicidios de la comisaria de la Ertzaintza en Vitoria-Gasteiz. De ese modo podía echarle un último vistazo al panel donde cuelga las cartulinas con las fotos de los sospechosos y todos los datos recopilados a lo largo de los casi dos años de investigación sobre el asesinato de la dueña del bar Frozen durante el confinamiento del 2020. Asunción Ortiz de Orruño, Asun para sus amigos, fue encontrada muerta en el dormitorio de su casa. Asun era la dueña del edificio de cuatro plantas donde vivía, en la calle Francia de Vitoria-Gasteiz. Era también la propietaria del bar Fronzen, un local muy frecuentado por estudiantes, haciendo esquina con la calle del Abrevadero que comunica directamente con el casco viejo de la ciudad. Estaba separada y tenía dos hijos. Fue uno de ellos el que encontró el cadáver de su madre, en el dormitorio de su casa, con las luces encendidas. La puerta no había sido forzada y sobre la cama había un neceser con 2.500 euros; en el suelo, el asesino había olvidado varios billetes de cincuenta. Todo hacía indicar que se trataba de un asunto personal. La autopsia reveló que el asesino había dado 32 puñaladas a la mujer, la mayoría en el cuello y en la cara; 23 de ellas cuando ya estaba muerta, según la autopsia. En principio, la inspección ocular no encontró huellas, pero sí un gran charco de sangre, toda de la víctima según los primeros análisis de ADN.
Asun tenía una relación estable con un guardia civil jubilado, aunque vivían separados. Él fue el primer investigado. La mujer aparentaba menos edad de la que tenía y el exguardia civil había sido descrito por sus conocidos como un celoso patológico, el cual incluso la vigilaba desde la acera de enfrente cuando ella atendía a los estudiantes en su bar. Después de repasar antenas de teléfonos, cámaras de seguridad y su coartada, el hombre fue descartado.
Magredo y sus subordinados estaban convencidos de que el asesino tenía que pertenecer al entorno de Asun. Lo más seguro es que fuera uno de los inquilinos del edificio. Ella era la casera de todos, aunque cobraba alquileres muy baratos y era flexible con los pagos. El inspector Magredo y sus “chicos”, que es como Iñaki se refería los dos agentes que le habían sido asignados desde hacía poco más de dos años, prácticamente recién salidos de la academia de Arkaute, repasaron de arriba abajo todas las plantas y a los inquilinos. En los dos portales del cuarto piso vivían dos hermanas ancianas y solas que pagaban una renta antigua, mínima. Un piso más abajo, en el tercero, vivían un ciudadano cubano y, enfrente, un matrimonio marroquí. En el segundo vivía una mujer rusa que trabajaba de camarera en el bar de Asun. Tenía un novio camionero que el día del crimen no estaba en Vitoria. En el piso de al lado vivía un matrimonio español con dos hijos, uno de diecisiete años y el pequeño de once. Asun, la víctima, ocupaba el primer piso y vivía sola desde que se había separado del padre de sus dos hijos hacía ya friolera de treinta años.
—Habrá que derivar el caso a la Unidad de la Científica de la Ertzaintza y ponernos a su entera disposición —comentó la subinspectora Fernández a Magredo al poco de acudir al domicilio donde se encontraba el cadáver. Por supuesto, ese es el protocolo— convino Magredo no sin imprimir cierto retintín a su respuesta por lo que creía una apreciación fuera de lugar por parte de su subordinada, puta niñata, como si él no supiera lo que había que hacer en esos casos-. No obstante, en lo que tardan en llegar los de la Científica, yo voy a hacer mi trabajo de inspector interrogando a los vecinos. Vosotros quedaros aquí, custodiar la escena del crimen.
Una hora más tarde, un especialista de la Unidad de la Científica de la Ertzaintza realizaba técnicas de ADN y otras pruebas más complejas. Cuando en la escena de un crimen hay mucha sangre o ADN nuclear de la víctima, a veces éste absorbe el ADN de otras personas que pudiera estar allí en cantidades más pequeñas —apuntó la subinspectora en la convicción de que la perplejidad que se dibujaba en el rostro de Magredo ante el trabajo del especialista de la Científica era la confirmación de que su promoción no había tenido ocasión de estudiar todo lo relacionado con las técnicas de ADN.
—Qué maravilla todo esto del ADN. Para qué estudiaría todas aquellas pijadas sobre criminología con las que nos embotaban la cabeza en la academia y si ahora con agitar una probeta en un laboratorio enseguida se descubre al asesino —afirmó Magredo con la retranca por la que era conocida en todas las comisarías por las que había pasado en sus más de cuarenta años de carrera.
   Entretanto el experto en genética forense decidió probar suerte ampliando las pruebas de ADN, que revelaron la presencia del cromosoma Y. Si en la escena de un crimen se encuentra cromosoma Y significa que el autor es un hombre. Si esa muestra además se compara con los sospechosos y uno de ellos tiene la misma información genética que la muestra, ese hombre sería el principal sospechoso como autor del crimen, pero si también comparte perfil genético con la víctima, estaríamos ante un familiar.
Así pues, tras un análisis más minucioso, el experto en cuestión y sus compañeros del Laboratorio de la Unidad de la Científica de la Ertzaintza consiguieron extraer el cromosoma Y del presunto asesino en la escena del crimen, y más en concreto en el interruptor de la luz, en varias toallas del baño y en un grifo. También recuperaron la misma huella genética en la sudadera que llevaba la víctima cuando la mataron.
Los de la Científica ya tenían analizado el cromosoma Y del asesino. El siguiente paso era compararlo con el de los sospechosos de haber matado a Asun. Para ello requirieron la colaboración del inspector Iñaki Magredo y sus subordinados.
—Menos mal que todavía nos necesitan para algo —fue el último comentario sarcástico del inspector antes de proceder a descartar sospechosos y entrevistar a los que lo eran con el propósito de obtener de ellos la “muestra atribuida” de ADN que les habían pedido los de la Científica.
—¿De qué se queja, inspector? Gracias a la científica todo es más fácil y rápido para nosotros. Lo único que tenemos que hacer es recoger las pruebas que nos piden y ya luego ellos.
—Y luego ellos ya nos dirán quién es el asesino por arte de birlibirloque —Magredo interrumpe a la subinspectora Fernández ante el fastidio cada  vez más acentuado que le provoca la suficiencia con la que aquella treintañera de cuerpo menudo, semblante afilado y ojos grises saltones suele dirigirse a él como si le cuestionara en todo por el único hecho de haber acabado de salir de la academia y encontrarse él prácticamente ya al borde de la jubilación.
—¿Por arte de qué? —pregunta Maider sorprendida antes de nada por la constancia con la que su superior le demuestra en casi todas las ocasiones que puede lo insalvable de la brecha generacional que los separa. De hecho, la pregunta parece ir dirigida más a su compañero que a su superior, digamos que con el objeto de que el subinspector Gómez de Segura le confirme con un simple gesto que lo que acaba de escuchar en boca de Magredo le suena tan antediluviano a él como a ella.
—Mira, vamos a hacer una cosa. Recogemos las pruebas que nos piden los de la Científica y esperamos a que nos llamen para darnos el resultado. Sin embargo, te apuesto una cena en el Bordabarri de Otobarren a que antes de ese día yo ya he averiguado quién es el asesino.
—¿Una apuesta? —preguntan Maider y Pablo al unísono.
—Sí, una apuesta. Pero se la hago a Maider, que es la que me toca los cojones todo el rato con lo de la científica como si creyera que el trabajo policial de toda la vida no vale para nada.
—Yo no hago apuestas —responde Maider con la rotundidad con la que acostumbra a hacerlo cuando se trata de esas cosas del género masculino que tanto le desagradan a veces, aunque nunca lo reconocería, por el único hecho de serlo.
—Pues esta tendrás que aceptarla porque es una orden —asegura Magredo procurando controlar cualquier gesto de su rostro que haga dudar a sus subordinados acerca de la seriedad de sus palabras—. Una cena en el…
—No como carne.
—Yo sí, tú puedes pedirte una ensalada.
       Dicho y hecho, Magredo y sus “chicos” primero descartaron a la pareja de la víctima, luego a su hijo; después fueron mirando círculos más amplios. Durante semanas, los agentes vigilaron y siguieron a los hombres y jóvenes que podían haber matado a Asun para conseguir una "muestra atribuida" de ADN, (una muestra que les cogen sin que ellos lo sepan, un vestigio abandonado por su titular que no incide de forma directa en la integridad física del implicado). Así pues, Maider y sus “chicos” fueron recogiendo muestras de ADN de los inquilinos varones del edificio, también de varios estudiantes habituales del bar de Asun, incluso del padre de una familia de una conocida familia de gitanos que habían vivido en el edificio tiempo atrás. Para ello, recuperaron botellas de Coca-Cola, colillas de cigarrillos, tazas de café e incluso mascarillas quirúrgicas utilizadas como protección contra el coronavirus, que utilizaron y tiraron los candidatos.
—¿Inspector?
—No me digas nada —Magredo adivinó enseguida lo que subinspectora Fernández se disponía a comunicarle nada más ver la expectación que se le dibujaba en el rostro-; ya han salido los resultados del cromosoma Y.
—Correcto, y…
—Y el principal sospechoso es Koldo Mesanza, el vecino del segundo derecha, el padre de familia.
—Esto…
—He acertado, ¿a que sí? —preguntó Magredo sin apenas poder disimular su regocijo por lo que creía una victoria segura.
—Sí, el principal sospechoso es el señor Luis María Mesanza Echazarra. Él o un hombre de su familia.
—Tranquilos, que ese confiesa su crimen en lo que me cuesta a mí cambiarme el palillo con la lengua de un extremo a otro de la boca.
No tardaron en averiguar que todos los parientes varones de Mesanza estaban muertos o vivían retirados en Benidorm, que para el caso lo mismo. Además, en la fecha en la que sucedieron los hechos España se encontraba inmersa en un estricto confinamiento. Por tanto, el vecino del segundo derecha quedó como único posible "donante" de los restos biológicos en el lugar del crimen y la víctima. Lo cierto es que Koldo era el mismo vecino amable y curioso que había puesto a Magredo y sus “chicos” sobre la pista de aquellos gitanos cuando les dijo que había visto a uno de ellos por el edificio después del crimen. El hombre vivía con su mujer, sus dos hijos y su perrita, de la que dijo a los ertzainas que, la noche del crimen, se había puesto nerviosa y arañó la puerta porque oyó ruidos extraños.
Luis María Mesanza Echazarra, alías Koldo, nacido en Vitoria hacía 32 años, no tenía antecedentes graves, solo un viejo robo, pero no era un delincuente profesional. Tampoco lo que se dice un trabajador nato, pues apenas había cotizado 18 días como ayudante de panadería en un obrador y eso después del asesinato de su vecina. Tras el crimen, eso sí, dejó el piso donde vivía con su familia, aunque se instaló muy cerca de allí.
 Mesanza fue detenido gracias a su cromosoma Y, pero inicialmente negó el crimen. Más tarde, confesó ante el juez. Su historia es que estaba en el portal con la casera, Asun. Ella le acusó de no pagarle el alquiler. A continuación, subieron a casa de la casera para comprobarlo. El hombre afirmó que Asun lo amenazó con echarlo de la casa. Entonces, justo en el momento que ella entró en el dormitorio a buscar los justificantes de pago, él pasó detrás y la apuñaló con una navaja de pelar fruta. Mesanza asegura que no sabe qué pasó por su mente: "no era yo cuando lo hice", explicó. Después de matar a su casera se vio lleno de sangre y se lavó en el cuarto de baño.
El arma nunca apareció. Mesanza contó durante el interrogatorio que la había tirado en la calle, que después de limpiarse la sangre de Asun se fue a dar una vuelta por el barrio y echo un par de potes en los bares de costumbre. Luego, de vuelta a su casa, se quitó la ropa, la metió en la lavadora y se duchó. Su mujer explicó que le había visto una herida en la mano, pero que él le dijo que se había cortado con un destornillador intentando arreglar el quisquete de la puerta de la cocina. La esposa del asesino ha contado que su marido llegó a casa pocos días después con un sobre en el que había 3.000 euros en billetes, y que le explicó que lo había encontrado dentro de un coche que tenía la ventanilla bajada.
—Todo eso me lo contó la mujer de Mesanza cuando fui a interrogarle a su nuevo domicilio por los gitanos a los que su marido había denunciado. Entonces aproveché para preguntarle con qué habían pagado la fianza del alquiler.
—¿Y? —los “chicos” de Magredo esperando atónitos la explicación de su jefe.
—Que no me tragué ni por un segundo lo del sobre dentro de un coche con la ventanilla bajada. Así que enseguida empecé a atar cabos. La víctima, llevaba a veces mucho dinero encima, de la recaudación del bar, así que enseguida sospeché de que la intención de Koldo, el cual entonces andaba pelado como de costumbre y de aquí su retraso en el pago del alquiler, fue quitarle el dinero desde el primer momento. De hecho, en la escena del crimen el bolso de la mujer apareció volcado, totalmente vaciado, hasta los peines. Tenía el móvil; pero, me faltaba…
—¿Una orden judicial? —aventura el subinspector Gómez de Segura.
—El cromosoma Y.
—Por supuesto, no se puede pedir una orden judicial basándose única y exclusivamente en una corazonada —afirma la subinspectora.
—Lo que tú digas, Fernández; pero, has perdido la apuesta y me debes una cena.
—Yo no acepto apuestas.
—Ya, las apuestas también te parecen cosa de viejos.
—Más bien de señoros.

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