Me despierto de un sobresalto casi ya de buena mañana y, como de costumbre, despertando a la señora que acostumbra a dormir conmigo en la cama.
- A ver, cuenta, qué has soñado esta vez.
- Pues mira, resulta que, por la razón que fuera, que nos toca el bote acumulado de varios años de la Loto o damos un atraco a mano armada a un restaurante de varias estrellas Michelin, de repente estábamos forrados y lo dejábamos todos para irnos a vivir a una isla. Pero no una de esas del Caribe o por el estilo donde todo el año es verano, las playas son inmensas y de arena fina, y la diversidad étnica te alegra la vista. No, nos retirábamos a una del Atlántico porque a nosotros lo que nos pone es el paso de las estaciones y a mí muy en especial la cosa otoñal con esa melancolía idiota que me inspiran los días nublados y las chaquetas de cuello alto junto al fuego de la chimenea mientras fuera cae el diluvio universal de turno. Una pequeña isla de acantilados sobre un mar bravío y prados de verde esmeralda o botella de sidra. Una isla con una casa de esas tradicionales pero lo suficientemente cómoda y amplia para trasladar allí todo lo que da sentido a nuestra existencia ya a poca distancia de la rampa de salida hacia la nada absoluta, libros, discos, películas, cuadros y fotos íntimas, recuerdos y chorradas de esas. Una isla no tan recóndita como para no poder acceder al continente por barco o avión cuando lo necesitáramos. Una isla que, al contrario de lo que suele ser lo antropológicamente habitual en las comunidades pequeñas, en lugar de estar poblada por ese tipo de gente que no tiene otra inquietud en la vida que meter las narices en la vida de los demás para luego poder sentar sentencia colgando sambenitos a diestro y siniestro, resulta inusitadamente amable y educada, hospitalaria y afectuosa como pocas, ese tipo de gente casi inexistente que tiene como lema instintivo el vive y deja vivir, con la que uno puede convivir cordialmente y al mismo tiempo también manteniendo siempre las distancias, y sobre todo sin miedo a que te echen encima el pringue ese de sus putas costumbres o tradiciones como un imperativo ineludible y tal. Una isla lejos de la brega diaria con aquellos cuyo trato nos hace la vida tan desagradable como cansina, porque, como cantaban los Escorbuto, se cogen confianzas que nos les dimos, gente que has conocido hace dos días y que aun así se te venden como amigos de toda la vida aún a sabiendas de que en cuanto te das media vuelta salen corriendo adonde otros para ponerte de vuelta y media a cuenta de lo que les venga bien con el fin de justificar/alimentar así su hostilidad hacia ti. Una isla, en definitiva, lejos de todos aquellos que sabes que te quieren mal y que, además, no hay que ir muy lejos para encontrarlos. Una isla donde la principal y casi única preocupación diaria consistiría en elegir el pescado o marisco del día, si eso la forma de preparar el bonito incluso. Porque, la verdad sea dicha, si no es por las comidas y cenas con amigos, hace ya tiempo que uno ha llegado a la convicción de que puede, y hasta prefiere, pasar de la carne en habiendo pescado o cualquier otro alimento marino a mano. Como que hace tiempo ya que, con eso de controlar la tensión, paso de los sacramentos y me preparo las legumbres con pulpos, chipirones, almejas, langostinos, mejillones, wakame y todo por el estilo. Pues eso, una vida sencilla y sin preocupaciones en un paraje idílico del norte donde los días transcurrirían entre las caminatas matutinas y vespertinas junto a los acantilados oteando el horizonte marino, el baño también diario en una pequeña playa vacía porque cada vez me pone más meterme en el agua fría, helada incluso, y desafiar a las olas, horas a esgalla para perpetrar engendros narrativos sólo por el mero placer de la escritura, sin ánimo alguno de publicar nada para que luego lo lean cuatro gatos y te desprecien otros tantos, horas a esgalla para leer, o más bien releer, escuchar música y hasta para dibujar o pintar alguna que otra mamarrachada, horas también de cocina y mesa con la correspondiente botellica de buen vino que puede que hasta me dé por elaborar tras colocar por toda la casa y alrededores parras de albariño, hondarrizuri, riesling o cualquier otra uva blanca por el estilo. Una isla, en definitiva donde vivir relajado y sobre todo alejado de esa otra existencia siempre al filo, el contratiempo diario o la decepción de turno. Una vida tan así que hasta habría sexo todos los días junto a la ventana que da al mar porque nada la puede poner más dura a uno que la sensación de plenitud existencial; luego ya, sí, habría que negociarlo con la otra parte. Mejor incluso, porque algo de "bizigarri" también viene bien para que la convivencia en pareja no derive en un muermo. Una isla...
- Vamos, que después de mucho tiempo por fin has pasado una noche sin tener una pesadilla.
- ¡CÓMO QUE SIN PESADILLA!
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