lunes, 25 de enero de 2010
DEL POR QUÉ PREFIERO UNA SONRISA EN EL ASCENSOR DE UN PELIGROSO INDOCUMENTADO A UNA CARA ESTREÑIDA DE UNA PERSONA DE ORDEN DE TODA LA VIDA
Por cierto, no quiero salir del blog sin aludir a un artículo del Pais, sí, el periódico de los progres acomodados y los señoritos bienintencionados,todo hay que decirlo, aunque luego sólo lo sea de la empresa de turno y en ese plan, en el que los autores versionaban el archiconocido poema del pastor luterano alemán Martin Niemöller, el cual, tal y como ya se encargan de subrayar ellos mismos, suele adjudicarse erroneamente al también famosísimo Bertold Brecht, yo supongo modestamente porque está en la línea combativa de su poesía, porque él lo popularizó o vete a saber:
Primero fueron a por los sin papeles, pero como yo tenía documentación, guardé silencio; después vinieron a llevarse a los sin techo y no dije nada, porque no duermo en la calle; después vinieron a buscar a los musulmanes, pero yo no tenía esa religión y miré a otro lado; después vinieron por todos los inmigrantes y no protesté porque yo estaba en mi país; finalmente, se llevaron a gays, judíos y demócratas, tampoco reaccioné pues pensé que no era mi problema, y cuando vinieron a buscarme no había nadie que pudiera protestar.
Sinceramente, esto de la xenofobia me resulta especialmente curioso, más allá de los problemas de convivencia entre nativos y emigrantes a la hora de compartir un mismo espacio físico -sí, es obvio que los que padecen las consecuencias directas, no de la emigración en sí, si no de sus deficiencias, son las clases más humildes que además tienen que competir con los nuevos en el mercado laboral, de ahí el tópico de que ser solidario y tal es muy fácil desde la comodidad bienpensante de un domicilio burgués-, que digo yo que será una cuestión de ajustes, sin ir más lejos como ya lo han hecho en otras partes antes, lo que me cuesta entender que se desprecie por principio a alguien por de fuera y todavía menos aún por el color de su piel, su vestimenta o lo que sea. Por supuesto que hablamos de un instinto atávico que existe y existirá siempre en el ser humano, relacionado en el susconsciente con el ese otro de supervivencia y que lleva al rechazo de todo lo alógeno como medida preventiva. Pero también sabemos que para los atavismos en cuestión tenemos no ya la educación o la cultura, sino sobre todo lo más efectivo que es el sentido común, ese que muy por encima de los prejuicios de aldea y taberna nos hace ver a ese prójimo como un semejantes, normalemente en las distancias, en el trato de tú a tú en la escalera, en el curro y no digamos ya en la desgracia compartida o similar. El sentido común nos dice que en lo tocante a las relaciones con el resto de nuestro congéneres lo único de verdad importante es que sean buenas personas, todo lo demás combustible para compensar complejos de inferioridad y por el estilo.
De ahí que dejando aún lado los innegables problemas estructurales que genera la inmigración -negarlo sería hipócrita y estúpido, ni hay tarta para todos ni todos tenemos los mismos derechos sobre la misma, otra cosa es que si sobra se reparta y a cuántos más mucho mejor- incluso reconociendo que aún por irracional, o casi, uno siempre tiene cierta querencia por su paisanaje aunque sólo sea desde un punto de vista meramente sentimental, nostálgico, el que deriva de haber compartido con otros un entorno concreto, una acerbo y hasta una acento, la verdad es que resulta curioso que según dicta la ley yo pueda tener más en común con un mamarracho como el Anglada ese de Vic -enternecedor esto de no querer empadronar a los sin papeles que las mismas personas de bien de la localidad contratan bajo cuerda, sin contrato legal, para que les pongan el café, les limpien la casa y sobre todo les rellenen las latas de conservas de su próspera industria alimenticia o lo que sea, que si no, para empezar, de qué coño iban a estar allí-, chuloputas de barrio, facha reciclado que acusa a los emigrantes de venir a destruir nuestra democracia, él, precisamente él al que hasta echaron de Fuerza Nueva, que ya tiene bemoles, ya, que con cualquier emigrante de cualquier otra parte del mundo siempre y cuando sea una persona de bien como la mayoría de la gente que me rodea. Incluso me atrevería a decir que esto de la nacionalidad tiene su miga cuando uno lo extrapola a su vida cotidiana, o al menos eso es lo que siento yo cada mañana desde que nos mudamos a este edificio del centro de Oviedo, donde no hay día que no me cruce con el viejo cabrón trajeado o la señorona con moño del Oviedín de toda la vida (toda ciudad de provincias tiene su caterva de soplapollas de toda la vida que hacen de lo circustancial algo así como un blasón genealógico o por estilo) los cuales no saludan ni aunque te tropieces con ellos de frente, de hecho se suelen escurrir. Una cosa increible dado que a esta fauna se le presupone cierta educación o así, pero claro, no te conocen y además no te pueden ubicar, por si fuera poco cuando te oyen se dan cuenta enseguida que no eres de por estos pagos, y si encima vas sin afeitar y con una zamarra del año la pera, pues de albano-kosovar para arriba. Luego, eso sí, subo en ascensor con los negros o mulatos de no sé qué piso, y bien que saludan, sonrien y hasta le hacen cucamoñas al nene. Otra cosa es que a veces la cosa del idioma dificulte la comunicación, y no porque no sepan o entiendan el castellano, sino más bien porque el que yo hablo, o mejor dicho cómo lo hablo, a toda hostia y comiéndome las palabras de puro nervío o fastidio, no lo entiende ni la madre que me parió, así que alguna vez comentando el tiempo en el ascensor con un mulato brasileño el pobre me pone cara como de que le han engañado con eso de que el castellano y el portugués son lenguas hermanas prácticamente comprensibles entre sí, ñâo fodas. Eso por no ponerme ya directamente grosero y confesar lo obvio, que prefiero mil veces antes mirarle el culo a una mulata mientras hago cola en el cajero del super que a una de esas viejas del moño vampírico...
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