jueves, 7 de enero de 2010

Don Sancho en la noble sierra fundó Laguardia brillante...





El lunes antes de volver a Uvieu decidimos bajarnos hasta Laguardia en un día de niebla hasta en el alma, en el alto de Herrea sólo se veía un océano de nuves, y ya abajo había que afinar para distinguir una puta parra,como que T casi se pasa la subida al pueblo porque no vió el letrero. Y con todo, un día precioso de invierno nublado, a tarde incluso ya en las calles hasta fantasmagórico. Bajamos más que nada para eso de callejear a gusto, ver el Belem mecánico que sólo se mueve cinco veces al año y no precisamente ese día, y, muy en especial, meternos una buena comilona entre pecho y espalda con su correspondiente crianza de la tierra. Una visita casi de rigor, siempre que estamos una o más de una semana acabamos bajando hasta allí. No puede ser de otra manera, pues saliendo de Vitoria, y si no es para hacer una visita a las capitales de los alrededores, a qué otro sitio se puede ir en invierno donde sentirse protegido por los muros de las casas y con los necesarios establecimientos hosteleros a mano para eso de cobijarse y reponer fuerzas a base de potes y pinchos. Y es que dejando a un lado el casco viejo de Vitoria, con su proceso imparable de recuperación-resurrección-dignificación, sólo existe una población en la provincia que reuna las condiciones necesarias para el callejeo entre piedras e Historia. Claro que hay villas en la provincia con sus murallas o lo que quedan de ella (Antoñaña, Salinillas de Buradón, Peñacerrada, Labraza...) sus piedras y su historia, algunas de mayor tamaño incluso que la capital riojano-alavesa, pero ninguna con la entidad de ésta. Se trata de una villa que me fascina desde pequeño, enclavada en un alto y rodeada por una muralla cuyas puertas hay que franquear para llegar a su interior, donde una vez dentro enseguida tienes la impresión de que todo está, poco más o menos, como ha debido estarlo siempre. Al menos, sí han hecho o levantado casas nuevas ha sido siempre respetando el entorno, de modo que apenas, con las inevitables excepciones, claro está, desentonan las casas nuevas de las más antiguas y sobre todo de todos esos palacios de la pequeña nobleza local que durante siglos se enseñoreó no sólo por la comarca sino también por la vecina de la montaña y como bien atestiguan los numerosos blasones y escudos labrados que jalonan todas sus calles, linajes como el del fabulista Samaniego. En todo caso es una auténtica gozada pasear por unas calles tan bien conservadas, con tanto regusto medieval, con sus correspondientes baretos y a destacar todos los pinchos de fritos del Belar, y ya en particular poder volver a disfrutar de la visita a la iglesia de Santa Maria de los Reyes, verdaderamente impresionante y muestra de la riqueza que atesoró la villa durante siglos, el Belem como no se movía no tanto, Mr. casi me pide el libro de reclamaciones, y qué decir del pórtico, llamado con toda la razón "la Capilla Sixtina alavesa" pues no hay otro monumento semejante en toda la provincia y alrededores. Fue una suerte encontrarse la puerta de acceso al pórtico, pues éste permanece cubierto por un añadido que se hizo para conservarlo intacto, a diferencia de otras ocasiones en las que hay que apuntarse a la visita de turno y apechugar con la chapa de la guía de turno, que bueno, para el turista vale, pero si ya has estado más veces... Luego la también imprescindible visita a la Torre Abacial, construida a imagen y semejanza de las del norte de Italia, y donde parece ser que se encerraban las reinas e infantas de Navarra, allí nació la infanta Blanca Garcés de Navarra, en verano mientras el marido se dedicaba a guerrear con sus propios nobles, pegarse comilonas, rondar moras de Tudela y todo en ese plan. Como no se puede acceder a la torre hay que conformarse con la plazoleta empedrada a sus pies, una pocholada de aupa. Claro que toda esta riqueza y monumentalidad no es de extrañar tratándose de una villa que en su tiempo, en concreto en el momento de su incorporación a Álava tras haber sido arrebatada a Navarra en el penúltimo asalto a este reino por parte de los castellanos, llegó a tener más población que Vitoria. No es de extrañar porque lejos de ser una mera villa defensiva ("La Guarda de Navarra" fue su nombre fundacional como centro principal de la serie de villas defensivas que los navarros fundaron a ese lado del Ebro para proteger la entrada al reino desde la comarca conocida entonces por el nombre de La Sonsierra Navarra, más adelante conocida dentro del sistema foral alavés con el nombre de la Sonsierra a secas o como Laguardia y su aldeas, Rioja Alavesa es una denominación de a finales del XIX y que se debe en exclusiva a la extensión y fama del cultivo del vino) a raiz de la otorgación de Fuero de Población en el año 1164 por Sancho VI de Navarra, sus habitantes son considerados hombres francos y libres a los que se les concede diversos privilegios de los que carecían los pobladores de otras villas en ese mundo medieval tan reglamentado, estamental, feudal, en concreto libertades de mercado, impuestos y jurídicas. Libertades que una vez más demuestran que sólo cuando éstas se dan también sucede otro tanto con el progreso, la riqueza, el bienestar -bien que relativo si nos remontamos a aquella época, pero aún así mil veces mejor que en muchos otros sitios-.

Sea como fuere, y como servidor va de letraherido, también resulta imposible evitar las referencias literarias de una villa que ha sido harto citada en la literatura, y no sólo en la española, no hay viajero que no dejara un apunte sobre la misma. Sin embargo, y porque uno tiene sus querencias y sobre todo su biografía lectora, ir a Laguardia y no pensar en Baroja es un imposible. Ya no sólo por el recuerdo de Zalacain el Aventurero y la toma por éste de la villa a los carlistas, ficción donde las haya, sino sobre todo por ese libro de itinerarios por el País Vasco de un Baroja ya muy entrado de años y en el que el de Itzea levanta acta de lo que ve y ha leído mejor de lo que nadie, y menos aún un servidor, pueda hacerlo:

Laguardia es una ciudad antigua, de gran presencia aristocrática, con murallas que la rodean y calles asfaltadas (dato a tener en cuenta en aquella época. Está puesta sobre un alto. Tiene hermosos palacios antiguas, el del Conde de Salazar y aquél en el que murió el fabulista don Félix María Samaneigo, y dos iglesias Góticas, en la de Santa María de los Reyes, un bello pórtico, que luce una estatua de Sancho Abarca, fundador de la ciudad.

No se puede ser más escueto, conciso, telegráfico incluso, no se puede ser más Baroja. Y como el donostiarra a su pesar era ante todo, y como casi todos, un escritor de manías bien que afianzadas, de múltiples imposturas y mala leche a raudales, en la parte del libro que dedica a Laguardia no desaprovecha la ocasión para enmendarle la plana uno de sus demonios particulares, en concreto a Galdos, a quien reprocha no haber estado en la villa para introducirla en uno de sus Episodios Nacionales, De Oñate a La Granja,pues tal como él dice, preguntó a los naturales si alguno lo había visto por el pueblo y nadie supo o pudo dar razón de él, de modo que poco más que le acusa al canario de haber escrito "de oídas". No es un hecho aislado, era una de las cosas que más parecía ponerle al soltero cascarrabias, la de reprochar a éste o aquel escritor, colega, de su época no haber estado allí y por eso tal o cual error descriptivo o detalle fuera de lugar, a Valle Inclan se lo hizo y con saña en su descripción del Baztán, Baroja no dejo excapar la oportunidad de ridiculizarle por haber escrito de viñas en una latitud, la de la Navarra atlántica, en la que éstas ya no se dan, que de darse se dan, o se daban más bien, hasta Puente la Reina/Gares y poco más. En fin, parece ser que estas fruslerías tenían mucha importancía en una época en que la gente viajaba más con las letras que con las imágenes.

Para terminar, y como no podía faltar, crónica gastronómica. Pero antes, una cosa que nunca debe hacerse, que está muy feo y hasta peca de injusto y, si nos ponemos finos, de canalla. Se trata de desaconsejar vivamente que, por muy bonito que parezca el palacio donde se aloja, por muy recomendado que esté por la guía de turno, se vaya a comer al Palacio de Migueloa, como no sea para contarlo y porque le sobra el dinero a uno. No se come especialmente bien, eso si se come, porque las raciones son bien escasas y no precisamente porque haya que degustar nada nuevo, no mucho mejor que en cualquier otro sitio por menos precio, y además la carta de vinos, estando donde estamos, es de juzgado de guardia, de Laguardia, parece que sólo quieren sacar el que ellos embotellan y además que están de morros o algo así con todos los bodegueros de la zona. Por mi parte recomiendo sinceramente el restaurante Hector Oribe de Paganos, a un kilómetro de Laguardia, prácticamente nada más salir de la muralla, un chico joven de Vitoria que volvió al pueblo de su padre para poner en práctica todo lo aprendido entre fogones y no precisamente para sacarle los cuartos a nadie. Por lo que a nosotros toca, aquel día fuimos al Amilibia, ya extramuros, un clásico recientemente reformado, en plan moderno a lo impersonal y tal, qué le voy a hacer, me apasiona la piedra y el entramado de madera, aunque para eso ya está el Biazteri intramuros. Se come de cine, a lo puesto y elaborado, la chuleta troceada con virutas de Idiazabal y hongos de rechupete, el rabo de toro deshuesado con hongos no tanto porque la carne de toro tiene tanto sabor que anula el hongo, y el postre de mousse de intxaursaltsa, madre del amor hermoso, qué maravilla, para morirse ahí mismo. La carta de vinos de notable alto, vinos pueblo por pueblo, bodegas que sólo conocen en su casa y los vecinos, como había yo me lancé a por el monovarietal de graciano Guzman Aldazabal, de Navaridas, que parece ser que sólo me gusta a mí, será verdad que soy raro.

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