jueves, 11 de marzo de 2010

COMO PEDRO POR SU CASA


Tengo para mí que la intimidad de las personas se asemeja a las casas. Mantenemos cerradas la puerta que da a la calle para evitar a los extraños, para protegernos de todo lo malo de fuera o por simple desinterés o reserva. De manera que, si no es para recibir con los brazos abiertos a nuestros seres queridos, sólo la abrimos, nos abrimos, con una sonrisa por obligación o curiosidad, esto es, al cartero con el certificado en mano o el vendedor de enciclopedias en cirílico. Otra cosa es que también a veces recibamos visitas no deseadas o de compromiso. Entonces la educación obliga a hacer pasar a esas personas al salón, sacarles algo de picoteo, darles el palique que sea necesario. Pero claro, cuando son visitas de cortesía damos por hecho que no pasarán del salon, que no se les ha perdido nada en otra parte de la casa, no tendrán tan poca vergüenza. A la familia y a los amigos no esperamos retenerlos en salón, puede que no quieran moverse de allí, los hay, entre los que me incluyo, que no sienten más curiosidad por la intimidad de sus seres queridos que aquella que ellos mismos quieren mostrar. Otros, en cambio, no dudan en pasar hasta la cocina, incluso en merodear por las habitaciones, les encanta estar al tanto de todo lo que atañe a las personas que componen su círculo familiar o de amistades. Nada que objetar, el apego consaguíneo o el afecto recíproco a las personas con las que hemos elegido voluntariamente compartir nuestra existencia no sólo nos obliga a esas momentáneas e inocuas profanaciones de la intimidad, sino que en ocasiones hasta las deseamos, es nuestra manera de demostrar hasta qué punto estamos comprometidos con ellos. No obstante, otra cosa muy distinta es la insistencia profanadora, indiscreta, metomentodo, de terceros con los que uno no ha eligido voluntariamente compartir la vida y a cuya compañía, aún así y por la razón que sea, estamos obligados, llamálos compañeros del trabajo, parientes lejanos o políticos, progenitores de los amigos de tus hijos o el vecino de enfrente. A ellos les abro la puerta de la calle, a algunos puede que hasta los invite a pasar hasta el salón para tomar una copa, pero no espero que se me metan en la cocina o en mi dormitorio, menos aún que me ordenen el mismo sin que se lo pida, se me pongan a fregar los platos, opinen de la decoración o de la calidad de mis muebles, o fisgoneen entre mi ropa sucia.

Supongo y mantengo que en eso consiste precisamente la educación, en saber qué parte de la casa ajena te está reservada y cuáles te están vedadas, en no abrir más puertas que aquellas a las que has sido invitado, en no dar por hecho que quien te invita a una copa en su salón también lo hace para llevarte luego a su alcoba, en no ir por la vida con la divisa "como Pedro por su casa". En fin, mantener las distancias, saber cuál es tu sitio en cada momento, aguantarse las ganas de llamar soplapollas al de turno, reservarse una pulla o un improperio para otra ocasión, no romper más vasos de los de rigor, cagarse en Dios para tus adentros.

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