martes, 11 de septiembre de 2012

JUNTO A LOS ACANTILADOS


 


Revisando las foticos de la semana pasada en Ortiguera, a tiro de piedra de la muga asturiana con Galicia, comarca del Eo-Navia, preciosa aldea (que fue) de pescadores, de casas diseminadas a lo largo y ancho de las laderas que se levantan sobre las dos orillas de la ensenada en la que se encuentra el angosto y no poco peligroso puerto del pueblo, casas, todavía la mayoría, de pizarra, con la piedra vista o encaladas, en lo más alto de la vertiente occidental incluso se distingue la estampa de ruinas de un viejo palacio abandonado y los muros de su jardín, creo haber oído algo de unos nobles que antaño enseñoreaban todo lo que podían y más, también asoma a la vista algún que otro Falcon Crest porque parece ser que la falta de gusto todavía no se puede prescribir por ley, si uno se esfuerza hasta se puede divisar la silueta del faro que hay junto a la coqueta iglesia en cuyo interior penden reproducciones de barcos como en muchos otros pueblos costeros. 

No es la primera vez que recalamos a primeros de setiembre en la casa de los parientes de mi pareja, y la verdad es que a mí personalmente es la temporada que más me apetece para disfrutar del entorno. Me encanta dejar atrás lo más crudo del verano y asistir a sus últimos estertores con el noroeste llamando insistentemente a la puerta, me encanta que empiece a refrescar por la noche y sobre todo que los nubarrones del cielo inviten más al paseo por la playa que a tumbarse sobre ésta.   No descompresa poco ni nada una vuelta por el camino que se abre a lo largo de la zona que hay junto al acantilado y que llaman el Vigadeiro, acercarse hasta la aldea vecina de Medal entre prados y maizales, otear las vacas y caballos tras las cercas eléctricas hasta que te acercas a la primera granja y la peste a bicho te recuerda que todo lo que tiene de bucólico el campo también tiene su reverso en lo cotidiano. Luego ya es cuestión de no dejarse llevar por ese otro lirismo al que uno se expone cuando camino con la vista en el horizonte marino, visión que acostumbra a perturbar el ánimo de los hombres desde la noche de los tiempos, que como te descuides te da el mismo mal que le daba a tantos que no pudieron evitar echarse al mar a ver que había al otro lado, por no hablar de  ciertos paisanos que fueron, como el que no quiere la cosa, persiguiendo ballenas y al final llegaron a golpe de remo hasta el continente al otro lado del océano, y eso sin darse tanta importancia como hicieron antes un pequeño grupo de vikingos desorientados y luego ya mucho más tarde cierto navegante napolitano. Porque como te dé por fantasear con viajes transoceánicos, por imaginarte en las barbas de Elkano o ya puestos en las de cualquiera de aquellos piratas barbudos, crueles y borrachines que la literatura ha convertido, antes que en forajidos, en personajes románticos, máximos exponentes del hombre libre de toda servidumbre y dueño exclusivo de su destino, puede que lo máximo que llegues a parecerte a ellos sea en que como te descuides y pises mal corres el riesgo de acabar con una pata de palo para los restos. Yo estuve a punto a consecuencia del hostión que me di llevando a mi hijo pequeño a hombros. Pisé mal y rodé por los suelos, y como lo único que me preocupó en ese momento era asegurarme que el canijo no se hacía daño, no dude en volverme sobre mí mismo para que éste cayera en blando. Así que una vez más esguince de tobillo y la otra pierna magullada tras haberla rozado contra todos los cantos de piedra que había por los alrededores, valiente aventurero estoy yo hecho.

Pero bueno, nada que no alivie un anochecer junto al mar, sobre él más bien, disfrutando del olor a kresala que tantos recuerdos de infancia me trae, escuchando la brava sinfonía de las olas rompiendo contra los acantilados de los alrededores desde la terraza de la casa de los parientes de mi señora, siquiera también una preciosa velada nocturna en compañía de unos amigos, siempre se aprende algo de los demás, yo hasta ese día no sabía que un agapornis era un variedad de loro, fíjate, no llegarás cojeando a casa sin aprender algo nuevo. 

Una semana junto a la costa da para mucho, incluso hasta para preguntarte por qué demonios aquí  en Asturias no comienza de una vez el puñetero curso escolar el lunes y no el jueves como sucede en el resto.


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