miércoles, 19 de septiembre de 2012

EN EL ALTO DEL DEVA

El sábado a la tarde de excursión al área recreativa del monte Deva en Gijón. Ya habíamos estado anteriormente pero no nos acordábamos cómo o por dónde habíamos llegado hasta ese alto desde el que se ve Gijón y toda su costa a nuestros pies. No lo sabíamos y tuvimos que recurrir, como buenos hijos de nuestra época, a Google. Pues bien, una vez más también pudimos comprobar que la información que obtienes en internet puede parecer muy detallada, actualizada y todo lo que quieras, pero, y aunque por lo general no falla en las zonas urbanas, cuando se trata de encontrar una dirección en el ámbito rural la cosa puede dar directamente en una gincana improvisada. Suerte que tras una docena de desvíos de la dirección correcta con sus correspondientes marchas atrás, de incluso acceder a parajes en los que uno no se podía imaginar ni por asomo que pudiera haber alguien viviendo tan apartado de la civilización y en ese plan, tras los juramentos y reproches de rigor entre piloto y copiloto, acertamos con el camino correcto que nos llevó hasta el área recreativa donde pudimos pasar una preciosa y entretenida jornada de fin de verano.

Ya en el alto del monte Deva lo primero que le viene a uno la cabeza es lo familiar del término. A decir verdad el topónimo parece que tiene que ver con una antigua divinidad prerromana, supuestamente céltica, ya que Deva probablemente significa "divina" o " diosa", razón por la que no es de extrañar que se repita a lo largo de Europa, desde Rumanía al Reino Unido. En España lo encontramos en Gipuzkoa, Cantabria, Asturias y Galicia, casi siempre dando nombres a ríos, montes o islas. Lo encontramos, por lo tanto, en lo que se considera la zona de mayor influencia céltica de la península. Y sí, también en el País Vasco, donde si bien es cierto que la cultura autóctona se supone que ya lo era entre sus tribus ancestrales, várdulos, caristios, vascones, la influencia céltica, siquiera sólo como territorio de paso de las diversas oleadas celtas hacia la península desde su solar centro-europeo, es más que evidente en muchos de sus más conocidos, y aún y todo residuales, topónimos (Deva, Mutriku, Nervión...), así como en la lengua vasca (y no sólo en cuanto a vocablos, también el sistema numeral es similar al francés, de veinte en veinte en lugar de decimal como en la mayoría de lenguas latinas y exactamente igual que al de las lenguas célticas). 

 De cualquier modo, pocos topónimos me resultan tan familiares como el de Deba, ya sea por los vínculos de la comarca del Alto Deba con mi ciudad, lo que en mi caso se concreta en el intercambio de profesores y curones que tenía mi colegio con ese otro de la misma congregación ubicado en la comarca, como por el dato biográfico de que durante casi toda mi infancia la playa por excelencia fue siempre la de la localidad guipuzcoana costera de Deba. Eso por no hablar de ciertas peripecias ya de joven adolescente vividas en dicha localidad, lo cual me llevaría a hablar de baldes de agua al inicio de las fiestas patronales sobre los únicos tres individuos que en ese momento no iban de azul arrantzale, de borracheras indecentes, para no variar, que acababan como el Rosario de la Aurora sobre los jardines de la villa, o alguna que otra anécdota divertida, o directamente peripatética, con alguna que otra fémina, ya fuera porque acababas debajo de una mesa para evitar ser visto, con los dientes largos por otra más que zumbada, y casi también que a hostias con el novio de otra porque, con bien dijo en ese mismo momento uno de los presentes, si no quieres que la miren no la saques de casa, anda que no eran poco peligrosos aquellos zuritos tamaño caña o katxi... 

De cualquier manera, todo aquello ya quedó atrás y ahora Deva se escribe en mi imaginario con uve y no me evoca playa sino montaña. Porque no se estaba poco bien ni nada el pasado sábado en el alto del monte Deva, disfrutando tanto del último día verdaderamente soleado de verano, de los bocatas y la sidra que llevábamos en el zacuto, como de la vista impresionante y hasta encogedoramente hermosa de la bahía gijonensa. Da tiempo para todo, para degustar la sencillez de un bocadillo vegetal o de tortilla, hacer caso omiso de la amenaza gastrointestinal que supone unos culines de sidra, intercambiar trivialidades y lugares comunes con tu pareja, y hasta para hacer pinitos de sociólogo de barbecho asistiendo al contraste entre el grupo de franceses silenciosos, casi susurradores, frugales, apenas escanciaba sidra uno cada cierto tiempo, que había a unos pocos metros de donde nos encontrábamos, y ese otro de nativos bulliciosos, chillones, todos a voces sin respetar turnos ni conversaciones, vaciando botellas como posesos, al otro lado y a unos cuantos metros más de distancia de que lo estaban de nosotros los gabachos. 





Y como si la algarabía vocinglera de los locales no hubiera sido suficiente para saciar nuestra curiosidad, al rato un grupo de mozos se puso a asar chorizos y costillas en la parrilla que había colocada en nuestro flanco izquierdo. Enternecedor asistir como que de oyente pasivo a la discusión entre los mozalbetes acerca del tema de la semana, que a ver qué se creen los catalanes, que ellos tienen tanta o más historia que ellos, estaría bueno, si fuera por eso, si las reivindicaciones de ciertos territorios se basaran única y exclusivamente en trivialidades de semejante calibre, Asturias más nacionalista que naide, lo que no se da, ni aquí ni en la mayoría del resto de comunidades a excepción las tres sabidas, por algo será. Claro que no lo era, no va de eso el tema, como que no es tan sencillo por mucho que te gustaría para así poder presumir de que lo entiendes y que eso justifica tu rechazo e incluso tu desprecio, ya se sabe que lo excluyentes siempre son los otros. Pero de qué te extrañas, parece que ellos lo entienden desde esas coordenadas como que de tebeo. Y sí claro, la inevitable candidez de la juventud y sus cuatro ideas preestablecidas como todo asidero intelectual. Ya tendrán tiempo para llenar el coco con más sustancia, esto es, para leer, viajar, documentarse, cogerle asco a las verdades del barquero, aprender a escuchar al otro, disentir con argumentos de peso y no sólo de chigre, respetar al contrario, relativizar los dogmas de cada tribu. Puede, pero a tenor de lo que se oye y se lee por ahí a tantos y tantos adultos, mucho me temo que las cuatro ideas o lugares comunes son más frecuentes e inmutables de lo se podría esperar entre la gente a la que se le supone, siquiera sólo por edad, ya formada, madura. Es lo que hay, casi siempre nada bueno.

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