Sueño que salgo a andar un rato ya muy de tarde y, cuando llego a lo alto de Artetxo para entrar al bosque de Armentia, oigo voces al fondo del camino y algún que otro ladrido.
- ¡ Venga, venga, a por él, que no se escape!
Enseguida veo a un grupo de paisanos vestidos como para ir de montería; pero, armados con cazuelas y cucharas en lugar de escopetas. Varios de ellos llevan atados con correas a perros de caza a los que azuzan para que ladren como si les fuera la vida en ello.
- ¡A por él, que no se escape!
No entiendo a qué viene semejante carajal; pero, algo me dice que pueden ser los aldeanos del pueblo cabreados porque, como de costumbre, este año se nos ha vuelto a olvidar pagar la cuota para las fiestas del pueblo, esa para sugragarles a ellos las comilonas con sus correspondientes borracheras; peores cosas se han visto aquí en el agro. En cualquier caso, procuro coger el camino contrario para alejarme lo más lejos posible ya que no quiero cometer el error de esperar a que me alcancen para poder discutir con ellos como personas civilizadas; hace ya tiempo que me di cuenta de que eso aquí en el pueblo es una antinomia como una casa.
- ¡QUE NO SE ESCAPE!
Arrecian los gritos y los ladridos a mis espaldas y yo empiezo a temer por mi integridad. Sigo sin entender nada, pero, insisto, sé que lo más absurdo, y sobre todo incluso, peligroso que puedo hacer ahora es dejar que me alcancen para ponerme a discutir con gente que se guía en casi todos los aspectos de su vida por el principio de "para qué hablar las cosas pudiendo solucionarlas a hostias."
- ¡POR AHÍ, POR AHÍ VA!
Así que empiezo a correr sin saber muy bien hacia dónde, digamos que instintivamente. Y en esas que alcanzo la zona de Inazabal ya a las faldas del Zaldiaran. Con todo, puedo oír los ladridos de los perros a lo lejos y temo que de un momento a otro los vayan a soltar para que se me echen encima. No me queda otra que escapar monte arriba por el camino que va hacia las ventas de Ogabe. Sé que allí hay unas cuevas donde esconderme; pero, vaya por Dios, cuando llego veo que han puesto unas verjas para impedir que la chavalada haga botellón o ya directamente akelarres con las brujas de turno, todos ahí en pelota viva y a tope de priva y droga, mucha, o yo qué sé. De modo que no me queda otra que seguir monte arriba, a ver si despisto a mis perseguidores en el hayedo. Es entonces cuando oígo los ladridos de la jauria rabiosa no muy lejos de donde me encuentro y casi que ya me doy por perdido.
Corro, sí, yo diría que casi con el rabo entre las piernas y a cuatro patas. Y en esas que llego hasta la cima del Zaldiaran junto al repetidor. Todavía podría intentar llegar hasta la otra cima del Arrieta, incluso a la del Errosteta, y seguir así saltando de un monte a otro hasta Urbasa como poco. Pero no, a mi edad ya no tengo fuerzas para semejante proeza, tampoco las he tenido nunca. Sólo me queda confiar en que mis perseguidores se cansen antes de llegar a la cima sobre la que me encuentro; a fin de cuentas, cuatro cincuentones que utilizan la caza como excusa para poder salir los fines de semana al monte con los amigotes, y sobre todo para darse algún que otro homenaje en la sociedad del pueblo al final de cada batida.
Y en eso que vuelvo a escuchar los ladridos de los perros sueltos, a la carrera, enrabietados. No tengo escapatoria y lo único que se me ocurre es subirme a una loma junto al repetidor para ponerme aullar como un poseso. Y el caso es que funciona, porque siento que los perros paran en seco su carrera, se dan media vuelta y salen escopetados por donde habían llegado ante la estupefacción de sus dueños, los cuales, míralos tú qué valientes, no tardan ni un segundo en hacer lo mismo.
- ¡¡¡¡¡AUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUU!!!!!
Este último aullido ya es de alegría, de victoria si se quiere. Tanta como que hasta me arranco la camiseta para ondearla en plan victorioso y así. Entonces descubro que estoy más peludo de lo normal por todo el pecho y la espalda. Como que me ha salido un montón de pelo en las orejas y no te digo ya cómo tengo las uñas; voy a necesitar unas tijeras de podar para cortármelas.
- Hostia, hostia, que soy un “gizotso”, un lobishome, vamos, un hombre lobo; putas caminatas por el campo…
Justo en ese momento, y tal como suele ser lo habitual, despierto con el consabido sobresalto y ya luego en el baño echando la meadica matutina colijo que la pesadilla de esta noche ha debido ser provocada por el mejunje de información que debe haber en mi inconsciente tras ver los dos capítulos de una serie documental sobre los llamados lobos de la costa de la isla de Vancouver, una verdadera maravilla de paisajes y fauna en la costa del Pacífico canadiense. A esto tengo que añadir la noticia que leí hace unos días acerca de que los ganaderos de Álava tenían previsto realizar batidas para ahuyentar a los lobos que atacan sus rebaños de ovejas. Claro que teniendo en cuenta los tiempos de corrección política hasta en la sopa, o ya sólo de pusilanimidad nominativa, vamos, eufemismos a gogó, no me extrañaría que las hubiesen denominado ya “batidas informativas”. En fin, en eso que me estoy lavando los colmillos y veo entrar a mi señora al baño.
- No te asustes, esta noche me he convertido en un hombre lobo.
- Será bobo, un hombre bobo.

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