sábado, 7 de noviembre de 2009

PREMIOS CRONICOS



Sábado a la mañana, de pie desde las ocho y pico, desayuno con café y periódico, visita inexcusable al super de las narices, siempre al super, mi vida transcurre entre el ordenador, el super y la cocina. En fín, día de perros, el cielo encapotado, el paraguas doblado y los zapatos del año pasado para la lluvia con su correspondiente agujero. Por si fuera poco, fin de semana sin vida propia, vamos, fin de semana familiar, con suegros, cuñados y toda la hostia; no echo cohetes porque con la lluvia seguro que no encienden.

Y aprovechando el momento, como no se me ocurre otra cosa y en el fondo este rincón sólo es un desahogo de tonterías varias, me voy a permitir hacer otro comentario de libros, que puede, me imagino, que aburra hasta las cachas o así a los cuatro gatos que quizás me lean, pero oye, de vez en cuando y como uno se dedica a esto de las letras, pues como que me relaja.

De esa guisa no me queda otra que comentar uno de esos libros que fue verlo y abalanzarme sobre él. No podía ser de otra manera tratándose de uno de mis escritores fetiches, que se dice, todo letraherido los tiene, autores que una vez le deslumbraron a uno, que le hicieron pasar un rato de esos que ni un macro orgasmo con las diez miel huries del paraiso según el Corán, autores cuya principal virtud o atractivo no es lo que cuentan si no cómo lo cuentan, autores con voz propia, que se dice en esto de las letras. Otra cosa es la relación que mantenga uno con esa voz, hasta que punto colma los deseos de ocio y reflexión, hasta dónde llega uno a identificarse o cómo. Pues una de esas voces es la del difunto Thomas Bernhard, escritor austriaco de renombre internacional, enfant terrible, o más bien que jugaba a serlo, para sus pacatos paisanos germanos a fuerza de soltar improperios a diestro y siniestro, enfermo crónico que hizo de lo suyo un género, y sobre todo, aunque esto ya es una opinión personal, juntaletras que hizo de sus limitaciones como tal un arte. La de Bernhard es una literatura de filias o fobias, o te gusta o lo odias, no hay término medio porque para algo se empeñó él en que no lo hubiera. Puede resultar insoportable a fuerza de estirar hasta la nausea cierta técnica reiterativa, a hacer de sus manias y odios el eje principal de todo lo suyo, a impostar una gravedad que sólo los más tontos se la pueden llegar a creer, él desde luego no lo hacía, que para algo se calificaba a sí mismo de autor esencialmente humorístico, aunque menudo humor, de centro para tarados y enfermos crónicos como poco.

El caso es que a pesar de lo mucho de plomizo que hay en los libros de Bernhard, en algunos, en especial los primeros donde el señor tenía que epatar al personal y granjearse el aplauso de la crítica por su pretendida originalidad, el resto, a destacar los autobiografícos, una vez que el artificio y en especial las ganas de poner a prueba la paciencia del lector dan paso a la bilis, el humor corrosivo y la ternura a raudales,son sencillamente maravillosos, de esos a los que uno sabe que volverá antes de morirse porque en las cosas de estos autores, de su manera de decirlas, hay mucho de la vida en general y sobre todo una cierta e inevitable empatía.

Así pues, y aprovechando que han editado Mis Premios a partir de un texto que dejó a medio hacer antes de morirse, he vuelto a Bernhard después de haberme alejado de él como de la peste, porque se trata de una escritura demasiado permiciosa para un escritor o aspirante a tal, si se te pega puedes acabar intentanto emular el estilo retorcido y puramente intuitivo del maestro y eso sólo puede ser un error garrafal, casi siempre da en pastiche, en mala copia y para de contar, por eso mejor abandonarlo cuanto antes, salir corriendo no te vayas a contaminar de ciertos vicios. El recuentro, en cambio, ha cumplido una vez más todas las expectativas, lo que se dice Bernhard en estado puro, duro más bien, acaso con un humor todavía más desatado y sutil dado que se trata de relatos sobre su experiencias acerca de los diversos premios que recibió a lo largo de su vida, de la mierda que rodea a estos, de su desagrado hacia la pompa y la simulación que los rodea, del hastío provocado por las miserias particulares del gremio y sus contornos, de su asco infinito hacia las actitudes de ciertos figurones de la política, la cultura y en ese plan. En fin, mala leche y también mucha auto ironía, mucho desnudarse o auto desmitificarse como escritor, tan humano como cualquier hijo de vecino, de ahí que frente a la impostura de creerse dueño de un halo de respetabilidad o ejemplaridad para otros, tipo paterno-coñazo a lo Saramago y demás moralistas, él reconozca sin tapujos que lo único que le interesaba de los premios era, primero el dinero, luego la trascendencia de los que lo tenían, y sobre todo la posibilidad de poder seguir viviendo de lo suyo, y no precisamente mal, como que jalona el texto de anécdotas de lo que hacía con el montante de cada premío, y que iban desde pagarse el tratamiento para lo suyo en un lujoso centro médico del Tirol del que luego sacaría una de sus deliciosas novelas-venganza, esas tejidas de coña sin límites y la ternura más descarnada, hasta para comprarse un descapotable con el que tendría un accidente en la antigua Yugoslavia y de ahí mil y una anécdotas. Lo dicho, una voz que divierte, emociona, irrita, desagrada, pero voz al fin y al cabo. Lo peor es tomártelo en serio, entonces cierra el libro y vámonos, además el primero en no hacerlo era él, y se nota, se nota mucho, todo es juego, exageración, cachondeo,puro desahogo sobre el papel, total, ya vendrán los soplapollas con las medallas y los discursos envarados con frac delante de esos críticos , políticos que media hora antes lo habían despellejado en público por faltón, payaso, descastado, traidor a la patria (enorme su novela Extinción sobre el pequeño nazi que anida en todo austriaco por esa perversión moral, la gran mentira austriaca de nosotros no fuimos los agresores si no los invadidos, no fuimos los verdugos si no las víctimas...¿y de dónde era Adolf si no?), mal bicho en suma. Luego también vendrían las comilonas con gente que ni conoce ni aguanta, y al final, con el cheque en la mano siempre habrá una cervecería cerca donde poder invitar a unas jarras y unas salchichas a los amigos que todavía lo aguanten. Pena de vida, oye, ya se podía haber cuidado un poco.

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