martes, 23 de febrero de 2010

EL OLOR DE LA CARCOMA



Ayer por la tarde volvía a casa con Mr. de nuestro paseo de la tarde por lo antiguo, y resulta que a pasar al lado de una famosa y sumamente aquilosada tienda de artículos religiosos, todo una reliquia en sí misma que se dedica a la venta de otras. Dicha tienda tenía en ese momento la puerta abierta, por lo que al pasar al lado de ésta pude respirar el olor a madera húmeda, cuartucho cerrado y mercancia rancia que emanaba de su interior y que, para mi sorpresa y regocijo, me remitió de golpe y porrazo a la infancia, en concreto a la época en que siendo un mocoso acompañaba a mi madre, de soltera modista por oficio, y ya casada sólo por afición y casi que en exclusiva para ella misma, a los comercios de tela del centro de Vitoria donde la buena señora se dedicaba a colmar la paciencia de los dependientes hasta extremos de embolia cerebral. Lo recordé porque el olor que había percibido en ese momento junto a la tienda de arte sacro de lo antiguo en Oviedo, una de las últimas tiendas decimonónicas o por el estilo que deben quedar en ésta y otras ciudades de su tamaño y características, era exactamente el mismo que se respiraba en el interior de comercios del centro vitoriano como La Vascongada, Pinedo, Ibarreta, Estibaliz, las Tres B, Junguitu, Villabuena y otros tantos, cuando todavía las tarimas eran de madera, los mostradores de otro tanto con cristalera o no, y la mercancía se apilaba en anaqueles a perpetuidad. Un olor inconfudible y que creía ya pretérito, de una época que sólo puede ser en sepia aunque a nuestros años no lo fueran tanto, de una infancia en la que incluso ya eran una excentricidad, cuando todavía el comercio tradicional se heredaba de padres a hijos y las gentes de los pueblos, villas y ciudades de los alrededores conocían a sus dueños, e incluso a los empleados de toda la vida, por sus nombres. Mi madre, ya lo he apuntado, debía ser un dolor para los de las tiendas de telas, no menos de lo que lo fue más tarde en el Corte Inglés para un comercial muy elegante de traje y pelo cano del que el niño que era yo pensaba que estaba enamorada la muy..., claro, el tipo era tan educado y servicial que... El caso es que aquel aroma o hedor, según gustos, era propio, casi único, del comercio antiguo, y fue redescubrirlo ayer al pasar junto a la tienda de arte sacro de Oviedo y caérseme encima un cubo lleno de nostalgia boba, pues sólo se puede tildar de tal a lo que uno no tiene por qué, ni lo hace, echar de menos, cualquier pasado sólo es mejor porque ya lo es, y el nuestro no es precisamente para tirar cohetes mirándonos al ombligo, eso ya lo hacemos ahora y así nos va. Ál fin y al cabo, se trata sólo de un olor de la infancia, del recuerdo con pantalones cortos y madre cardada a lo Mars Attacks, del ruido de la pieza de tela que el vendedor estampaba delante de sus narices después de haber sacado antes del almacén, depositado y extendido sobre el mostrador media docena más. Y recuerdo que era un olor a madera húmeda, local estrecho y mercancia vieja de necesidad porque probablemente ese era el que desprendía entonces el cogollo comercial de las ciudades de provincia, para mí que la mayoría olía a eso, a carcoma, las tiendas y sus gentes, porque sería el olor que todavía impregnaba a una España que si estaba en Europa era poco más que por casualidad geográfica.

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