martes, 22 de enero de 2013

ODIOSA COMPARANZA



Doy por hecho el tópico de que las comparaciones son odiosas, faltaría más. Pero con una salvedad: las históricas. Éstas pueden ser odiosas, pero también son divertidas, siquiera sólo entretenidas y  a veces hasta imprescindibles, pues no por nada si la Historia sirve para algo es para eso mismo, para comparar y sobre todo sacar conclusiones. De ese modo, y siquiera sólo por defecto profesional  o más bien simple secuela de cinco años de carrera, servidor lleva ya un tiempo largo que no se puede abstraer a una que tiene como principal referencia la Restauración Borbónica del XIX. Voy a ella.

Al igual que en esta otra restauración borbónica de nuestra época, la cual titularon de Transición precisamente para evitar la comparanza con aquella, el regreso de los Borbones al trono de España sucede a uno de los periodos más convulsos de nuestra historia. Primero el derrocamiento de Isabel I tras uno de los reinados más desastrosos que se pueden concebir, lo cual ya es mucho decir tratándose de la dinastía que nos ocupa. A continuación ese otro reinado tan absurdo como breve de Amadeo de Saboya, el rey que se trajo de Italia el general Prim. Luego, ya por fin, y porque no quedaba otra, la I República, la primera ocasión de un gobierno republicano y verdaderamente democrático que empezó mal desde el principio, esto es, como una verdadera jaula de grillos en lo parlamentario y un desastre en todo lo demás, guerra carlista en el norte y revuelta cantonal en el sur incluidas, con los inevitables pronunciamientos militares de la época de por medio hasta el triunfo del perpetrado por el general Arsenio Martínez Campos proclamando al hijo de Isabel I, Alfonso XII de Borbón, rey de España.

A partir de ese momento se inicia un periodo de paz y relativa prosperidad que no se conocía desde hacía décadas. Este periodo se caracterizó por una cierta estabilidad institucional tras el guirigay permanente de épocas pasadas y los intentos de golpe de estado de los militares, el fin de la tercera carlistada en las provincias vasco-navarras y, muy en especial, la incorporación por primera vez de los movimientos sociales y políticos que surgen al calor de lo que parecía la incorporación de España al carro del desarrollo originado por la Revolución Industrial. Entonces se estable un sistema político esencialmente bipartidista entre el Partido Liberal Conservador liderado por Antonio Cánovas del Castillo y el Partido Liberal-Fusionista de Práxedes Mateo Sagasta. Un sistema que también admite en su seno ciertas minorías a izquierda y derecha en los extremos de estos dos partidos mayoritarios, los cuales, en la práctica, están condenados a la marginalidad por un sistema electoral injusto y un fraude continuado en las urnas. Es entonces cuando nace el caciquismo como una institución no reconocida que permite la alternancia en el poder de esos dos grandes partidos mediante la compra de votos y el ya citado fraude electoral. De ese modo se suceden gobiernos liberales y conservadores sin que los movimientos sociales y políticos que surgen a izquierda y derecha tengan opción alguna de alcanzar el poder o condicionar el acceso al mismo de otros. Al mismo tiempo, España disfruta también desde hace mucho tiempo de un inusitado crecimiento económico como consecuencia de la inercia provocada por el triunfo de la Revolución Industrial en los países de nuestro entorno y, muy en especial, por las ventajas que origina la neutralidad del país durante la Primera Guerra Mundial.

De este modo, durante las primeras décadas pocos osaban cuestionar el sistema que parecía haber traído por fin la paz y la prosperidad a España. Aquellos que osaban hacerlo, además de pocos eran también tachados de radicales y antipatriotas. No obstante, con el paso del tiempo las grietas del sistema empezaron a aparecer por todas partes. Para empezar el supuesto crecimiento económico español acabó en un fracaso sin precedentes. El sistema proteccionista impuesto para beneficiar a las pequeñas elites económicas del país impidió la modernización de la industria, así como el desarrollo de las comunicaciones y el reparto de la riqueza. Sólo Cataluña, el País Vasco y zonas muy concretas de Andalucía y Asturias disfrutaron en parte de los beneficios de la Revolución Industrial. En cambio, el resto del país aparecía anclado en una economía de subsistencia caracterizada por el latifundio y el atraso de los métodos productivos. Por si fuera poco, acontece el Desastre del 98 en el que España pierde definitivamente las migajas de su antiguo imperio colonial, éste cuestionado por los respectivos movimientos independentistas cubanos y filipinos que se oponían a la soberanía española de unos territorios que eran vitales para la economía del país, y que tras un breve y trágico conflicto con los cada vez más emergentes Estados Unidos acaban en la órbita de influencia de éstos. Todo este estado de cosas es amparado en buena parte por el caciquismo que rechaza cualquier cambio que pueda poner en tela de juicio los privilegios de las respectivas elites locales y, muy en especial, los beneficios de una corrupción generalizada en todas las instancias del poder. También se suceden las propuestas regeneradoras de las minorías ilustradas y los intentos reformistas desde arriba: todos fracasan.

Siendo así, las diferencias sociales, territoriales y sobre todo económicas, materializadas en continuos conflictos laborales y de orden, pistolerismo entre patronos y sindicatos, reivindicaciones nacionalistas y amenazas golpistas, se hacen cada vez más evidentes a partir del ascenso al trono de Alfonso XIII. La España que hereda el abuelo del actual Borbón ya no tiene que ver nada con esa otra de su padre, la cual tenía como prioridad la estabilidad política. La España de Alfonso XIII está cada vez más dividida y enfrentada entre sí. Por si fuera poco, la Guerra de Marruecos con el consiguiente desastre y la notoria inutilidad y complicidad del monarca, culpable en buena parte de la derrota de Annual y máximo representante de una clase social que vive de espaldas al resto del país, lo alejan cada día más de su pueblo. Se impone un cambio de timón y la única solución que se le ocurre al monarca es dar su visto bueno a la dictadura de Primo de Rivera, con lo que consigue distanciarse definitivamente de la inmensa mayoría de las fuerzas democráticas. Entonces intenta restaurar el sistema democrático y se encuentra que, con la excepción del medio rural donde el caciquismo todavía mantiene su fuerza y por lo tanto su adhesión a la corona, en el resto del país, y muy en especial en las ciudades y en los territorios más desarrollados, las fuerzas republicanas y de izquierdas son mayoría. No le queda otra que abdicar y asistir a la proclamación de la Segunda República Española. Que luego ya viniera lo que vino es tema de otro cantar, si bien no habría que olvidar que fueron precisamente aquellos que empezaron a desafinar desde el primer momento, esto es, la casta de privilegiados de la Restauración y las fuerzas más reaccionarias del mismo, quienes tuvieron la mayor parte de culpa en el fracaso de la segunda experiencia republicana y ya más directamente en la preparación y desarrollo de la confabulación militar que dio origen a la Guerra Civil y la dictadura de aquel generalito gallego de mediocre inteligencia y crueldad sin límites.

Pues eso, lo que se suele decir en estos casos, cualquier parecido con la realidad de ahora pura coincidencia. Pero, claro, las similitudes son evidentes, al menos para mí, demasiado acaso. Ahora bien, ya digo que este tipo de comparanzas sólo sirven como ejercicio de autocrítica de nuestro presente, mirarse al espejo de la Historia puede ayudarnos a tomar conciencia de hacia dónde va nuestro presente, y todo ello sin dejar de insistir hasta la saciedad que en Historia no existe determinismo alguno.




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