Estando este fin de semana en la casa que mi tía de Venezuela tiene en Vitoria, la cual en realidad fue la casa de mis padres durante una temporada, no he podido sino recordar la época que viví allí y que coincidió con mis trece, catorce o quince años, al fin y al cabo la mayoría de los muebles son los mismos que compraron mis padres al entrar al piso. Una época muy agitada para un chaval de edad y de lo que daría prueba precisamente uno de los episodios más chuscos de mi pubescencia. Me refiero al campeonato de pajas que solía celebrar con mis compis del cole en el camarote de dicha casa, el cual, al no haber sido utilizado por mis padres para nada después del traslado desde la Avenida, quedó a mi entera disposición desde el momento en el que me hice subrepticiamente con las llaves. Al fin y al cabo a qué otra cosa se entrega un adolescente con verdadera devoción si no es a machacársela. Pues hasta allí subíamos los cuatro o cinco amigotes tras habernos surtido en la librería Beyena de la calle Gorbea, en realidad un garaje en el que había desplegadas unas largas mesas donde los dueños exponían los periódicos y revistas, del imprescindible material gráfico al objeto de estimular la libidinosidad de nuestra imaginación. Dicho de otro modo, que mientras unos tratábamos de despistar al kioskero, otro, casi siempre el amigo Aitor Arina, alias El Fary (aquí los nombres van tan cual por si les da por salir a la luz a los aludidos...) se encargaba de sustraer las revistas porno a la vista. Ya luego subíamos hasta el camarote y, tras comprobar lo engorroso de pelársela con una mano mientras con la otra se sujeta la revista, decidíamos engalanar la pared con la selección de fotos que juzgábamos más estimulantes, muchas de las cuales permanecerían allí durante meses, como que estoy en un tris de decir que en cuanto a relaciones de pareja la mantenida con las chavalas de aquellas fotos ha sido la más estable y duradera que he tenido antes de conocer a mi actual esposa. Lo que venía a continuación era una loca carrera a ver quién se corría el primero y ganaba la correspondiente apuesta. Nada del otro mundo, por supuesto, pero para unos críos como nosotros una de esas cosas como otras cualquiera que dicen que te preparan para la vida. Parece una tontería, y seguro que lo es, pero visto desde la distancia aquella sana competición reflejaba mejor que bien la personalidad de cada cual, siquiera aquella todavía por perfilarse, y en especial aquellos pequeños detalles que acabarían distanciándonos o no. De ese modo, el más vivo de la cuadrilla siempre acababa primero, el amigo Juantxo sin ir más lejos. Luego estaba el que salía disparado de la meta pero al que en seguida le entraba la pájara, que todo lo hacía igual, el amigo Nabo, mote que hace alusión precisamente al instrumento con el que tenía que emplearse y que demuestra literalmente que el tocino no tiene nada ver con la velocidad. También teníamos al taimado por naturaleza, el más falso que Judas, que siempre se corría casi sin que nos diéramos cuenta, el "yo ya acabé hace un rato", ¿seguro?, un tal Díaz de Otazu. Y por supuesto que el eterno perdedor, el que siempre llegaba el último porque ese día a su madre le había dado por echarle bromuro en la comida, se había comido un tarro entero de guindillas para desayunar o vete a saber con qué otra excusa nos salía el Fary. Y por lo que a mí me concierne, pues oye, si el cabrón de Juantxo no se hubiera parecido tanto a Speedy González en todo puede que me hubiera salido más de una ronda de birras gratis. En fin, nostalgia de la mocedad perdida, pajera o pasajera, yo qué sé.
miércoles, 18 de mayo de 2016
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