viernes, 20 de mayo de 2016

EL BANCO



Todas las tardes salgo a eso de las seis y pico a andar varios kilómetros durante una hora y pico. No me supone ningún esfuerzo. Hasta hoy que casi no podía con mi alma. Supongo que tanto porque he tenido comida familiar por el cumple de mi hijo mayor, vamos, con los suegros, esto es, contención desde el minuto uno, con lo que eso supone para un tipo al que gusta soltar la burrada más grande en cada momento para epatar al que tiene delante, y que procura hablar de las cosas de la vida, y en concreto de la de la actualidad, con más coña que otra cosa; como porque casi me he comido yo solo el mousse de natillas que ha hecho mi señora, estaba delicioso. Y en eso que además hoy hace un verdadero día de verano, que calienta como si estuviéramos a mediados de agosto, Ferragosto dicono gli italiani, que no estoy acostumbrado porque hasta ayer salía por las tardes con una chaquetilla para la lluvia del "Decatelón", que nos decía un gasolinero de Iruña cuando le preguntamos que nos indicara para ir hacia el museo de Oteiza en Alzuza: "tú sigue todo recto y ya giras a la izquierda cuando veas el "Decatelón...", pues que casi me vengo abajo cuando ya llevaba tres cuartos de hora de paseo. Y es entonces cuando me he dicho que me iba a buscar un banco a la sombra, para sentarme, pasar un rato mientras me dabael aire, me recuperaba, y, cómo no si ya sé que estoy enganchado, echar un vistazo a feisbuk este. Pues oye, resulta que es precisamente en ese momento cuando te das cuenta de que, lejos de aquello de lo que solía pensar porque nunca antes los había echado en falta, ya no sólo es que no haya demasiados bancos de adorno en la calle, es que además cuando los necesitas no los encuentras en ninguna parte. Y si aparecen, esto es, cuando por fin abandonas la zona agreste del barrio, las inmediaciones de las faldas del Naranco, es entonces cuando descubres qué hacen los jubilados por las tardes. Sí, en efecto: ocupar todos los bancos. Y es que a partir de ese momento todo mi horizonte vital ha consistido en procurar encontrar un banco de madera libre donde sentarme como si fuera un pozo de agua en mitad del desierto. Por suerte lo he encontrado casi al lado de casa, en un parquecico con columpios para que los nenes se abran la cabeza que hay al lado de la cuesta que sube hasta nuestra calle. Qué alivio poder desparramarse todo sudado sobre el banco en cuestión, qué delicia estarse ahí sentado sin otra ocupación que esperar a recuperar las constantes vitales, recibir las caricias del aire fresco sobre el rostro y leer los mensajes de un tal Mk. En fin, pequeños y económicos placeres que anuncian la proximidad del estío. Se estaba tan a gustito; sólo faltaba el sonido las olas del mar.

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